martes, 27 de marzo de 2007

MÓDULO

ESTÉTICA















John Jairo Cardozo Cardona















MÓDULO


















COORDINACIÓN NACIONAL DE LOS PROGRAMAS DE FILOSOFÍA










ESTÉTICA

INTRODUCCIÓN... 4
UNIDAD 1 LO ESTÉTICO... 6
1.1 ACTITUDES ESTÉTICAS Y NO ESTÉTICAS.. 6
1.2 OTROS CRITERIOS DE LA ACTITUD ESTÉTICA.. 10
1.2.1 Relaciones internas y externas. 11
1.2.2 El objeto fenoménico.. 12
1.2.3 Modalidad sensorial 14
1.3 NEGACIONES DE ACTITUDES ESTÉTICAS DISTINTAS.. 16
1.4. LOS PRESUPUESTOS DE LA MUNDALIDAD DE LAS OBRAS DE ARTE.. 17
1.5 LOS PRESUPUESTOS DEL MUNDO PROPIO DE LAS OBRAS DE ARTE.. 46
UNIDAD 2 FILOSOFÍA DEL ARTE.. 64
2.1 CLASIFICACIÓN DE LAS ARTES.. 66
2.1.1 La Música. 66
2.1.1.1 Música y sonido.. 67
2.1.1.2 Combinación armónica de sonidos. 68
2.1.1.3 La Notación Musical 68
a. Clave. 68
b. Notas. 69
c. Las escalas. 69
d. Compás. 70
e. Alteraciones. 70
f. Intervalo.. 71
g. Tempo.. 71
h. Ritmo.. 72
i. Melodía. 72
j. Armonía. 73
K Contrapunto.. 73
2.1.2 La Pintura. 74
2.1.2.1 Técnicas pictóricas. 75
a. El temple. 75
b. La encáustica. 75
c. El fresco.. 76
d. El óleo.. 76
e. La acuarela. 76
f. El pastel 76
2.1.2.2 El concepto de color. 77
2.1.3 La Escultura. 79
2.1.3.1 Elementos escultóricos. 80
2.1.3.2 Materiales escultóricos. 81
2.1.3.3 La escultura policromada. 82
2.1.3.4 Técnicas de modelado y vaciado.. 82
2.1.4 La Arquitectura. 83
2.1.4.1 Elementos arquitectónicos. 84
2.1.4.2 materiales. 86
2.1.4.3 Órdenes arquitectónicos. 86
2.1.4.4 Urbanismo arquitectura del paisaje. 88
2.1.5 La Fotografía. 89
2.1.5.1 Los orígenes. 90
2.1.5.2 Los materiales fotográficos. 91
2.1.5.3 El proceso fotográfico.. 92
2.1.5.4 Evolución histórica. 93
2.1.6 La Literatura. 94
2.1.6.1 La función de la literatura. 96
2.1.6.2 Géneros y estructuras. 97
2.1.7 El Cine. 99
2.1.7.1 Hitos históricos de la cinematografía. 101
2.1.7.2 El cine español 104
2.1.7.3 El cine latinoamericano.. 105
2.2 CONCEPTOS Y MEDIOS.. 109
2.2.1 Asunto.. 109
2.2.2 Representación.. 109
2.2.3 Significado.. 110
2.3 ASPECTOS DE LAS OBRAS DE ARTE.. 111
2.3.1 Valores sensoriales. 111
2.3.2 Valores formales. 112
2.3.3 Valores vitales. 115
2.4 CONTEXTUALISMO «VERSUS» AISLACIONISMO.. 115
2.5 TEORÍAS DEL ARTE.. 119
2.5.1 Teoría formalista. 119
2.5.2 El arte como expresión.. 120
2.5.3 El arte como símbolo.. 123
2.6 ARTE Y VERDAD.. 125
2.6.1 Proposiciones formuladas o implicadas. 125
2.6.2 Verdad para con la naturaleza humana. 126
2.7 ARTE Y MORALIDAD.. 127
2.8 LA DEFINICIÓN DE ARTE.. 132
UNIDAD 3 EL VALOR ESTÉTICO... 134
3.1 TEORÍAS SUBJETIVISTAS.. 137
3.1.1 La subjetividad estética. 139
3.2 TEORÍAS OBJETIVISTAS.. 152
3.2.1 La objetividad indeterminada. 156
3.3 LA ESTÉTICA DE LA CREATIVIDAD.. 172
3.3.1 El Extranjero: De La Estética De La Creatividad.. 173
3.3.2 Rasgos Básicos De Su Conducta. 174
3.3.3 El Entorno En Relación De Inmediatez Fusional. 174
3.3.3.1 La Condición Extranjera De Meursault. 174
3.3.3.2 La Supuesta Inocencia De Meursault 175
3.3.3.3 Que Significa Meursault Para Camus. 175
3.3.3.4 La Noción Y La Experiencia De Absurdo.. 176
3.3.3.5 El Predominio Del Presente Y Discontinuidad Narrativa. 176
3.3.3.6 Sentido Del Humor En Camus. 176
BIBLIOGRAFIA... 178
DOCUMENTOS IMPRESOS.. 178
CYBERGRAFÍA.. 180
Sitios Web.. 180
Sitios especializados en estética. 180
Museos. 180

















INTRODUCCIÓN

La estética es la rama de la filosofía que se ocupa de analizar los conceptos y resolver los problemas que se plantean cuando contemplamos objetos estéticos. Objetos estéticos, a su vez, son todos los objetos de la experiencia estética; de ahí que, sólo después de haber distinguido suficientemente la experiencia estética, nos encontramos en condiciones de demarcar la clases de objetos estéticos. Si bien hay quienes niegan la existencia de cualquier tipo de experiencias concretamente estéticas, no niegan, sin embargo, la posibilidad de formar juicios estéticos o de dar razones que ratifiquen dichos juicios; la expresión «objeto estético» incluiría, pues, aquellos objetos alrededor de los cuales se emiten tales juicios y se dan tales razones.

La estética ha estado siempre fusionada con la reflexión filosófica, con la crítica literaria o con la historia del arte. Hace apenas poco tiempo que se organizó como ciencia independiente con método propio. Sería superficial el deseo de exponer sistemáticamente la estética de los antiguos, aún a través de las diversas edades, sin hacer mención del marco en que halla encuadrada[1].

La estética se formula en las cuestiones típicamente filosóficas de « ¿Qué quiere usted decir? » y « ¿Cómo conoce usted? », dentro del campo estético, al igual que la filosofía de la ciencia se plantea esas mismas cuestiones en el campo científico. Así pues, los conceptos de valor estético o de experiencia estética, lo mismo que toda la serie de conceptos específicos de la filosofía del arte, son tanteados en la disciplina conocida con el nombre de estética; y preguntas tales como «¿Qué es lo que hace bellas a las cosas?», o «¿Qué relación hay entre las obras de arte y la naturaleza?» --y otras cuestiones específicas de la filosofía del arte--, son cuestiones estéticas.

La filosofía del arte comprende un campo más restringido que la estética, porque sólo se ocupa de los conceptos y problemas que surgen en relación con las obras de arte, descartando, por ejemplo, la experiencia estética de la naturaleza. Sin embargo, la mayor parte de las cuestiones estéticas que produjeron interés y fluctuación en todas las épocas se relacionaron específicamente con el arte: «¿Qué es la expresión artística? ¿Existe verdad en las obras de arte? ¿Qué es un símbolo artístico? ¿Qué quieren decir las obras de arte? ¿Hay una definición general del arte? ¿Qué es lo que hace buena una obra de arte?» No obstante todas estas cuestiones son propias de la estética, tienen su sitio en el arte, y no se plantean en relación con objetos estéticos distintos de las obras de arte.

La filosofía del arte debería diferenciarse cuidadosamente de la crítica del arte, que se ocupa del análisis y valoración crítica de las mismas obras artísticas, como algo contrapuesto al a elucidación de los conceptos implicados en esos juicios críticos, que es misión de la estética. La crítica artística tiene por objeto específico las obras de arte o las clases de obras de arte, y su finalidad consiste en fomentar el aprecio de ellas y facilitar una mejor comprensión de las mismas. La tarea del crítico presupone la existencia de la estética porque, en la discusión o valoración de las obras artísticas, el crítico utiliza los conceptos analizados y clarificados por el filósofo del arte. El crítico, por ejemplo, dice que determinada obra de arte es expresiva o bella; el filósofo del arte analiza lo que uno intenta decir cuando afirma que tal obra de arte posee esas características e, igualmente, si tales afirmaciones son justificables y de qué forma. Al hablar y escribir sobre arte, el crítico presupone la clarificación de los términos que utiliza, tal como es propuesta por el filósofo del arte; en consecuencia, lo que escribe un crítico no consciente de esto se halla expuesto a pecar de falta de claridad. Si un crítico estima de expresiva una obra de arte sin tener ideas claras de lo que eso significa, el efecto será una gran desorden conceptual.






































UNIDAD 1 LO ESTÉTICO


Antes de considerar las cuestiones estéticas que se esbozan en la filosofía del arte, convendríamos analizar esta otra: ¿Qué es contemplar (escuchar, etc.) algo estéticamente?; porque, si se carece de la experiencia de objetos estéticos, ninguna de las otras cuestiones podría plantearse. ¿Hay una forma estética de contemplar las cosas?; y, en caso afirmativo, ¿qué es lo que la distingue de otras formas de experimentarlas? Sobre esto se han dado posturas muy dispares, usualmente interferidas, pero que pueden diferenciarse.


1.1 ACTITUDES ESTÉTICAS Y NO ESTÉTICAS


La actitud estética, o la «forma estética de contemplar el mundo», es colectivamente contrapuesta a la actitud práctica, que sólo se interesa por la utilidad del objeto en cuestión. El genuino corredor de fincas que contempla un paisaje sólo con la mira puesta en su posible valor monetario, no está contemplando estéticamente el paisaje. Para contemplarlo así hay que «percibirlo por percibirlo», no con alguna otra intención. Hay que saborear la experiencia de percibir el paisaje mismo, haciendo hincapié en sus detalles perceptivos, en vez de utilizar el objeto percibido como medio para algún otro fin[2].

Cabría refutar, naturalmente, que incluso en la contemplación estética observamos algo no «por sí mismo», sino por alguna otra razón, por ejemplo, por el placer que nos produce. No seguiríamos prestando atención al objeto percibido si el hacerlo no nos resultase agradable; según esto, ¿no será el goce la finalidad en el caso estético? Cabe, en efecto, describirlo así, y acaso la expresión «percibirlo por sí mismo» sea desorientadora. Pese a esto, existe cierta diferencia entre saborear la misma experiencia perceptiva, y simplemente utilizarla por razones de identificación, de clasificación o de acción ulterior, como hacemos de modo habitual en la vida diaria cuando no contemplamos realmente el árbol, sino que sólo lo percibimos con la claridad suficiente para identificarlo como tal y rodearlo si se interpone en nuestro camino. La distinción sigue siendo válida, y sólo el modo de describirla está sujeto a clarificación.

La actitud estética se distingue también de la cognitiva. Los estudiantes familiarizados con la historia de la arquitectura, son capaces de identificar rápidamente un edificio o unas ruinas, en cuanto a su época de construcción y lugar de localización, a través de su estilo y de otros aspectos visuales. Contemplan ante todo el edificio para aumentar sus conocimientos, no para enriquecer su experiencia perceptiva. Este tipo de habilidad puede ser importante y útil[3], pero no guarda necesariamente analogía con la capacidad de disfrutar la experiencia misma de la contemplación del edificio. La capacidad analítica puede casualmente incrementar la experiencia estética, pero también puede ahogarla. Quienes se interesan por el arte en razón de algún objetivo profesional o técnico, están particularmente expuestos a distanciarse de la forma de contemplación estética propia del que se mueve por intereses cognitivos. Esto nos lleva directamente a otra distinción.

La forma estética de observar, es también extraña a la forma personalizada de hacerlo, en la que el observador, en vez de contemplar el objeto estético para captar lo que le ofrece, considera la relación de dicho objeto hacia él. Quienes no prestan atención a la música, sino que la utilizan como estímulo para su fantasía personal, son buena muestra de esa audición no estética que a menudo pasa por serlo. En el célebre ejemplo de Edward Bullough, el hombre que va a presenciar una interpretación del Otelo y, en vez de concentrarse en la representación, piensa sólo en la similitud entre la situación de Otelo y el problema real que él mismo tiene con su mujer, no está viendo la representación estéticamente. Esta actitud supone una implicación personal, es una actitud personalizada, y la personalización inhabilita cualquier respuesta estética que el espectador pudiera haber tenido en otro caso. Al contemplar algo estéticamente, respondemos al objeto estético y a lo que puede ofrecernos, no a su relación con nuestra propia vida[4].

La fórmula «no deberíamos llegar a sentirnos implicados personalmente», se utiliza a veces para describir este criterio; mas también esto es desorientador. No significa que el seguidor del teatro no pueda identificarse con los personajes que intervienen o sentirse vitalmente interesado en lo que les sucede; significa solamente que ha de evitar que cualquier implicación personal que pueda tener con los personajes o los problemas de la obra, suplante la cuidadosa observación de la obra misma. Esta diferencia podemos verla claramente si contrastamos el hecho de vernos implicados en un naufragio, con la contemplación del mismo en un documental o en una película. En el primer caso, haríamos todo lo posible por salvarnos y ayudar a los demás. Mientras que en el segundo, sabemos de antemano que los desastrosos sucesos ocurridos ya han tenido lugar y nada podemos hacer por remediarlos; con lo que nuestra tendencia a responder a la situación colaborando en ella, queda automáticamente anulada. Por mucho que podamos identificarnos con las víctimas, no nos sentimos personalmente implicados en ninguna forma orientada a la acción.

De lo dicho se sigue que numerosos tipos de respuestas a los objetos, incluidas las obras de arte, quedan al margen del campo de la estética. Por ejemplo, el orgullo de su posesión puede interferirse con la respuesta estética. La persona que reacciona con entusiasmo antes que sus invitados a la reproducción de una sinfonía en su propio equipo estereofónico, pero no reacciona a la interpretación de la misma sinfonía con un equipo idéntico en el domicilio de su vecino, no da una respuesta estética. El anticuario o el director de museo, que en la elección de una obra de arte ha de tener presentes su valor histórico, fama, época, etc., puede sentirse parcialmente influido por la estimación del valor estético, pero su atención se desvía necesariamente hacia factores no estéticos. De modo parecido, si una persona valora una pieza teatral o una novela en razón de que puede encontrar en ella informaciones relativas a la época y lugar en que fue escrita, está suplantando el interés en la experiencia estética por el interés en adquirir conocimientos. Si una persona enjuicia favorablemente una determinada obra de arte porque encierra construcción moral o porque «defiende una causa justa», está mezclando la actitud moral con la estética; lo que también ocurre si la condena por motivos morales y no acierta a separar esta censura de su valoración estética de ella[5].

Es necesario rescatar el hecho significativo que nos revela la concomitancia entre la invención de la obra y su realización, porque solo haciéndola se descubre la obra que hay que hacer y el modo de hacerla. Ahora bien, de la misma forma se hace imprescindible argüir lo siguiente. Contemplar una forma no es soportar pasivamente la presencia de algo, sino captar lo contemplado y entablar con ella una comunicación que consiste en contrastar la obra hecha –forma formata- y la obra por hacer –forma formans-.

Al respecto algunos conocedores aseguran que la obra existe antes de ser plasmada por el artista, sin embargo, aunque tal situación sea cierta, es el artista quien impone dicho acto en su realización, pues de los contrario seria real y quimérica. La actividad del artista no se ajusta al descubrimiento como bien afirma Fernando Savater al afirmar que:

En varias ocasiones nos hemos referido… a los artistas, sobre todo a los más grandes, llamándoles creadores. Es un término que no suele aplicarse a los científicos o a los deportistas, por notables que sean. ¿Por qué esta diferencia de trato? ¿En qué sentido decimos que un artista es “creador” desde luego no parece que sea “creador” tal como se supone que sea Dios, porque ni el mayor de los artistas puede sacar su obra de la nada. Siempre utilizan materiales previos (pinturas, mármol, una lengua, las notas musicales…) y se apoyan más o menos en lo que hicieron sus antecesores, aunque sea para rechazarlo y buscar nuevos caminos… si cada una de ellos no hubiera existido lo que han hecho nunca hubiese llegado a ser[6].

Sin que por ello se presuponga algo que bajo la forma de idea o intuición sirva de modelo para copiar, proyecto que seguir o plan que realizar, dado que la obra solamente aparece a la hora de ser realizada por el artista.

De alguna forma es la correlación entre la intuición y ejecución, fenómeno que al parecer reduce la creación artística a una aventura en la que no es posible encontrar ninguna indicación de los caminos a seguir, es mas, tal proyecto parece debatirse entre la oscuridad y la luz, entre el orden y el caos.

La obra solamente empieza a existir a partir del momento de su realización. La obra es a la vez la ley y el resultado de su aplicación, forma formata y forma formans al mismo tiempo, presente tanto en los presentimientos del artista como en el producto de su trabajo. Obviamente, estos presentimientos no tienen valor cognitivo, sino solo operativo: no son ni previsiones, ni proyectos, sino que se identifican con la conciencia con la que el artista sabe que, si su búsqueda termina en descubrimiento, el esta en situación de reconocerlo como tal. Ahora bien, si es la obra la mismo tiempo ley y resultado de la creación, hay que reconocer que esta es como un proceso orgánico, es decir, univoco y limitado, que va linealmente del germen al fruto ya maduro.

Sabemos por muchas razones que el artista es el verdadero y único autor de su obra. La identidad entre forma formata y forma formans no significa simplemente que la forma formata realice y desarrolle la forma formans, sino que incluso la forma formans no es otra cosa que la forma formata. La obra por hacer no es otra cosa que la obra hecha.

El artista está determinado por su propia obra, y si no obedece a la coherencia interna de la misma esta condenado al fracaso. El modo como debe realizar su obra es el único modo como se puede y se deja realizar; pero la obra se puede realizar de este único modo porque esta radicalmente inventada, y llega al ser directamente del no ser. Si es cierto que el artista no triunfa si no hace la voluntad de la obra, no es menos cierto que esta voluntad la crea el mismo. El artista queda sometido por su libertad y libre a través de la imposición, autor y súbdito a la vez, servidor tanto más obediente cuanto más inventor y creador.

Por otro lado para Aristóteles, la Idea no tiene existencia en sí, por tanto es abstracta para todos. Lo importante es la realidad y para conocerla, según el estagirita es indispensable reducirla a sus causas.

CAUSAS
CAUSA MATERIAL
Aquello de que está hecho el objeto
CAUSA FORMAL
La que ha dado al objeto su forma
CAUSA EFICIENTE
Aquello que ha dado lugar al objeto
CAUSA FINAL
Aquello a que está destinado un objeto


La estética de Aristóteles se encuentra de forma permanente diluida en toda su obra, por lo cual toda la doctrina aristotélica de las artes, no es una metafísica, sino una era técnica, una reducción naturalista.

En el siglo XIX, especialmente en la estética alemana y lo que ha sido denominado como La Odisea del ser, aparecen tres figuras fundamentales para el desarrollo motor de la estética. Hegel, Fichte y Shelling, parten sin lugar a dudas de una posición kantiana. La exposición hegeliana atraviesa una reflexión ardua sobre la idea, para el alemán, la idea no tiene únicamente un fin ideal, sino que por el contrario es; “no hay nada más que ella; todo lo que se halla fuera de ella es una mera manifestación imperfecta, incompleta de esa Idea. Obedece a las leyes de la lógica”[7]. Su realización posee tres momentos: se propone, se opone, y forma una síntesis. “El ser permanece esencialmente en el devenir. Es el proceso dialógico”[8].

Hegel emprende de forma acérrima, una lucha en contra del dualismo kantiano entre sensibilidad y conocimiento y sostiene que por el contrario el arte es un “ambiente” entre ambos. El arte es para Hegel un elemento capital para la cultura y su desarrollo. Según él, el arte se define por la Idea, es la manifestación o la apariencia sensible de la Idea: es la Idea platónica, el modelo encarnado en la cosa particular.

En este mismo sentido la estética es una ciencia del arte integrada en un proceso dialéctico metafísico. Por esto, excluye la belleza de la naturaleza. No hay belleza por debajo de la fase del espíritu absoluto; únicamente se encuentra en el espíritu opuesto a sí mismo.

O como mejor nos lo recuerda Federico Schiller: “La belleza enlaza y suprime dos estados opuestos… conduce al hombre, que sólo por los sentidos vive, al ejercicio de la forma y del pensamiento; la belleza devuelve al hombre, sumido en la tarea espiritual, al trato con la materia y el mundo sensible[9]”.

La belleza, considera Shiller, es un estado intermedio entre la materia y la forma, una manera de poder conciliar dos puntos opuestos y al parecer irreconciliables, no obstante, esos dos estados opuestos los enlaza la belleza, por lo cual se diluye la oposición y se convierten en coadyuvantes de lo que significa la belleza.


1.2 OTROS CRITERIOS DE LA ACTITUD ESTÉTICA


Del mismo modo se han empleado otros términos para definir la actitud estética. El «desprendimiento», por ejemplo, es una actitud que, a juicio de algunos, permite distinguir la forma estética de contemplar las cosas, de la forma no estética, pero ese término parece ser más desorientador que útil. Al igual que la expresión «no sentirse personalmente implicado», suena como si el observador no hubiera de preocuparse demasiado de lo que ocurre en el drama, o la sinfonía; siendo así que hay un sentido. Como hemos visto, según el cual estamos muy implicados en la tragedia de Edipo cuando presenciamos Edipo Rey. Nos sentimos desprendidos sólo en el sentido de que sabemos que se trata de un drama y no de la vida real[10], y que lo que hay más allá del telón es un mundo distinto, al que no hemos de responder como lo haríamos ante el mundo real que nos circunda. En este sentido, estamos «desprendidos», pero no en el sentido de falta de identificación con los personajes o de sentirnos totalmente absortos en el drama.

El término «desinteresado», de interés desinteresado como lo trata de exponer de forma paradójica Kant, se usa también mucho para describir la actitud estética, El desinterés es una cualidad del buen juez, que se manifiesta cuando es imparcial. El juez puede estar personalmente implicado, en el sentido de que estudia profundamente la solución de un caso[11], pero, al dictaminar el caso, no ha de estar personalmente implicado, en el sentido de que deberá evitar que sus sentimientos o simpatías personales influyan sobre él o le predispongan en cualquier forma. La imparcialidad en materias morales y legales caracteriza sin duda lo que se ha dado en llamar «el punto de vista moral»; pero no está nada claro en qué forma hemos de mostrarnos desinteresados (es decir, imparciales) al contemplar un cuadro o escuchar un concierto. ¿Hemos de ser imparciales como en un conflicto entre partes contendientes? «Juzgar imparcialmente» tiene sentido; pero ¿qué significa observar o escuchar imparcialmente? «Imparcial» es un término relacionado con situaciones en que existe un conflicto entre partes litigantes; pero no parece ser un término útil cuando intentamos describir la forma estética de contemplar las cosas.

Es bello, según Kant lo que complace universalmente sin concepto. Decir que una flor es “hermosa” o que un poema es “bello” no el mismo que asegurar “me gusta la paella”: en el primer caso se consideraría que la belleza está en la flor o en el poema y que cualquiera debería poder verla si mira adecuadamente, en el segundo admitimos que “el gusto es mío” y que sobre ello no hay nada escrito[12], porque mientras la primera situación nos remite de forma directa a la mirada objetiva, en la segunda sólo podemos remitirnos a aquello que percibimos de forma subjetiva frente a nosotros, el gusto se convierte pues en al particular. El gusto es por tanto una especie de sentido formal, lleva a la cooparticipación del propio sentido del placer y el dolor.

1.2.1 Relaciones internas y externas


Un modo algo menos confuso de describir la experiencia estética, es hacerlo en términos de relaciones internas versus externas. Cuando contemplamos estéticamente una obra de arte o la naturaleza, nos fijamos sólo en las relaciones internas, es decir, en el objeto estético y sus propiedades; y no en su relación con nosotros mismos, ni siquiera en su relación con el artista creador de él o con nuestro conocimiento de la cultura de donde brota. La mayor parte de las obras de arte son muy complejas y exigen nuestra total atención. El estado estético supone una concentración intensa y completa. Se necesita una intensa consciencia perceptiva; y tanto el objeto estético como sus diversas relaciones internas[13] han de constituir el único foco de nuestra atención. El estudiante que no está acostumbrado a contemplar una figura humana desnuda, puede sentirse tan «distraído» mirando una diosa desnuda en un cuadro, que no logre contemplar el cuadro estéticamente. Debido a sus propios impulsos, es obstaculizado por las relaciones externas[14] de tal manera que no puede orientar adecuada mente su atención hacia el objeto y las relaciones perceptivas internas a él. A veces la falta de conciencia de las relaciones externas, se denomina «distancia estética» o «distancia psíquica»; pero, una vez más, estas expresiones pueden resultar más confusas que útiles debido al empleo metafórico del término «distancia», que implica que deberíamos mantener el objeto estético a cierta distancia. Por otra parte, sí puede afirmarse que el espectador identificado con Otelo adolece de falta de distancia, la persona que está procediendo a su modo en la apreciación de una forma artística nueva para ella[15] puede afirmarse que adolece de excesiva distancia. El sentido de la metáfora «distancia» ha variado: en el primer caso, se refiere a la forma no práctica de observar, y en el segundo a la falta de familiaridad, que es algo completamente distinto[16].


1.2.2 El objeto fenoménico

Se han realizado asimismo algunos intentos de distinguir la forma estética de contemplar el mundo de todas las demás, o bien refiriéndola a la actitud misma, o circunscribiendo el tipo de objetos hacia los que dicha actitud habría de adoptarse.

La atención estética se sitúa hacia el objeto fenoménico, no hacia el objeto físico[17]. Sin la presencia de un objeto físico, como la pintura o el lienzo, no podríamos naturalmente percibir ningún cuadro; pero la atención debe centrarse sobre las características percibidas, no sobre las características físicas que hacen posible lo percibido. Así, deberíamos concentrarnos sobre las combinaciones de color en el cuadro, pero no sobre la forma en que ha de mezclarse la pintura para producir ese color, ni sobre ninguna otra cosa relacionada con la química de la pintura. Esto último dice relación a la base física del objeto perceptivo, más que a lo visualmente percibido, De modo similar, puede molestarnos el que no logremos oír todos los instrumentos de la orquesta desde cierto lugar del auditorio, cosa importante para la percepción estética, porque ésta implica lo que oímos. Pero, la investigación de la causa física de esa insuficiencia es una tarea rigurosamente física, que supone conocimientos técnicos de acústica; y la acústica es una rama de la física, no de la música.

Esta distinción es sin duda importante, y tiene al menos la utilidad negativa de excluir ciertas clases de atención como no estéticas[18]. Lo que no puede ser percibido (visto, oído, etc.) no es importante para la percepción estética, porque no influye en la naturaleza de la «presentación sensible» ante nosotros. El hecho de que el pintor haya tenido que manejar un método muy difícil para hacer que su cuadro aparezca «resplandeciente», es algo accesorio en la consideración estética; puede hacer que admiremos al pintor por entregarse a una tarea tan difícil, pero no puede hacernos admirar la pintura misma más que antes. Sin embargo, el hecho de que la pintura acabada, tal como la percibimos, tenga un aspecto «resplandeciente», es estéticamente importante, porque esto forma parte de lo percibido. Pero aún no está del todo claro qué es exactamente lo que incluye y excluye el criterio. Cuando fijo la atención en las combinaciones cromáticas de un cuadro o en la armonía de las figuras, estoy atendiendo claramente a fenómenos perceptivos; pero, ¿qué pasa si también me gusta el cuadro a causa de su evidente humor; o la música, no por ser rápida o lenta, sino por ser triste; o si me agrada un poema por ser sentimental, compasivo o «falso»? ¿Son estas cosas estéticas, o lo es su aprehensión? Aunque no son características del objeto físico, ¿deberían clasificarse como fenoménicas?

Efectivamente, ha habido una considerable controversia sobre si la atención estética se limita exclusivamente a lo perceptivo. En el caso de percibir la combinación de color o la disposición formal de las partes en un cuadro, indudablemente es así; nos concentramos sobre las cualidades percibidas (o, de todas formas, perceptibles) del objeto estético. Pero, ¿tiene que haber en todos los casos un objeto perceptivo para que sea posible la atención estética? Concedido que cuando nos complacemos en el intenso color, en la forma, el contorno e incluso la manifiesta delicadeza y gracia de una rosa, se trata de algo perceptivo; mientras que cuando nos fijamos en sus cualidades de lozanía o resistencia a la enfermedad, se trata de algo distinto. Hasta aquí la distinción es clara. Pero cuando decimos que una sinfonía es heroica, que una obra teatral es melodramática, y que un cuadro se halla impregnado de joie de vivre, ¿no es también estética la clase de atención resultante de la descripción anterior? Con todo, resulta difícil ver de qué modo es perceptiva la «cualidad heroica». Sin duda la captamos observando las cualidades percibidas de la música; pero es también a través de la percepción como nos hacemos concientes de las cualidades físicas de un objeto, que se consideran irrelevantes para la atención estética.

Cuando celebramos o apreciamos la elegancia de una demostración matemática, podría parecer que nuestro goce es estético, aunque el objeto de tal goce no sea perceptivo en absoluto; es la compleja relación entre ideas o proposiciones abstractas, y no los trazos hechos en el papel o en la pizarra, lo que captamos estéticamente. Podría parecer que la apreciación de la nitidez, elegancia o economía de medios es estética bien sea dada en un objeto perceptivo (como una sonata) o en una entidad abstracta (como una prueba lógica); de ser esto así, el ámbito de la estética no podría limitarse a lo perceptivo.

Por otra parte, ¿qué decir del arte literario? Nadie desearía afirmar que nuestra apreciación de la literatura es no-estética; y, sin embargo, el «objeto estético», en el caso de la literatura, no consta de percepciones visuales o auditivas. No son los sonidos o su representación gráfica lo que constituye el medio de la literatura, sino sus significados; y los significados no son objetos o percepciones concretas. En este aspecto, la distinción entre la literatura y todas las demás artes es enorme; hasta el punto de que las artes auditivas y visuales han sido llamadas artes sensoriales[19]para distinguirlas de la literatura, que es un arte ideo-sensorial[20]. Puesto que la lectura de las palabras evoca imágenes sensibles en la mente del lector, de suerte que en definitiva se producen percepciones[21], se ha insinuado que la literatura es realmente sensorial. Sin embargo, esta insinuación resulta difícilmente sostenible, porque muchos lectores pueden leer apreciativa e inteligentemente sin que en su mente se hayan evocado imágenes visuales ni de cualquier otro tipo. ¿Será esto razón suficiente para considerar la atención de tales lectores como no-estética? Podría parecer que el lector de literatura debe, al menos, fijar su atención en las palabras y en sus «significados»[22]; pero éstas no son percepciones en el sentido en que lo son los colores, las figuras, los sonidos, los sabores y los olores. La inclusión de la literatura en la categoría de lo perceptivo, recurriendo a la teoría de que evoca algunas imágenes, constituye un desesperado intento de acomodar los hechos a la teoría. Sin embargo, la exclusión de la literatura como algo ajeno a la atención estética debido a su carácter no perceptivo, parecería ser un primer caso de lanzamiento de la criatura junto con el agua del baño.

1.2.3 Modalidad sensorial

Dentro del campo de los sentidos, no han faltado intentos de reducir el área de la atención estética por medio de la modalidad sensorial; sobre todo, de incluir la vista y el oído como aceptables, y de excluir el olfato, el gusto y el tacto[23]como inaceptables para la atención estética. Pero esta tendencia parece abocada también al fracaso. ¿Qué razón podría darse para negar que el placer del olfato, el gusto y el tacto es estético? ¿Acaso el placer de la olfacción de una rosa o de la degustación de un vino no es estético?

Veamos ahora un ejemplo vivo que nos muestra Marcel Proust en “Por el camino de Swan”, primera de las siete partes de su gran obra: En busca del tiempo perdido:

Pero las notas se desvanecen antes de que esas sensaciones estén lo bastante formadas en nuestra alma para librarnos de que nos sumerjan las nuevas sensaciones que ya están provocando las notas siguientes o simultáneas. Y esa impresión seguirá envolviendo con su liquidez y su “esfumando” los motivos que de cuando en cuando surgen, apenas discernibles, para hundirse en seguida y desaparecer, tan solo percibidos por el placer particular que nos dan, imposibles de describir, de recordar, de nombrar, inefables, si no fuera porque la memoria[24], como un obrero que se esfuerza en asentar duraderos cimientos en medio de las olas, fabrica para nosotros facsímiles de esas frases fugitivas y nos permite que las comparemos con las siguientes y notemos sus diferencias[25].

En otro pasaje dirá:

Al principio decliné el ofrecimiento; pero después, sin ningún motivo particu­lar, cambié de parecer. Mi madre mandó que trajesen uno de esos bollos re­chonchos que parecen hechos en una concha de peregrino. Un momento des­pués, deprimido por el día triste que había pasado y por la perspectiva de otro día melancólico, me llevé a los labios una cucharada de té, en la que había dejado que se ablandara un trozo de magdalena. Tan pronto como el líquido caliente mezclado con la miga de bollo me rozó el paladar, me estremecí, concentrado en los cambios que ocurrían en mi interior Un delicioso placer había invadido mis sentidos, pero un placer individual, aislado, sin que yo tuviese la menor noción de su causa. E instantáneamente, las vicisitudes de la vida se me volvieron indiferentes, los desastres inofensivos, su brevedad ilusoria, y la nueva sensación tuvo en mí el efecto del amor, colmándome de una preciosa esencia; o mejor, dicha esencia no estaba en mí, sino que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente, moral. ¿De dónde podía haberme llegado este gozo tan intenso? yo me daba cuenta de que iba unido al sabor de té y del bollo, pero lo trascendía infinitamente, no podía sin duda, ser de la misma naturaleza. ¿De dónde provenía? ¿Qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo?


Podemos gozar de sabores y olores exactamente lo mismo que de imágenes y sonidos; por sí mismos o, si se prefiere, por el goce que nos procuran. Verdad es que las obras de arte, en su totalidad, no han sido realizadas en medios distintos de los visuales y auditivos; por ejemplo, no tenemos «sinfonías olorosas». Hay varias razones para ello:

1) Resulta más difícil en este campo separar lo práctico de lo no práctico; por ejemplo, separar el placer de la toma de alimento porque sentimos hambre, del placer de ese alimento porque nos sabe bien. Los sentidos «inferiores» se hallan tan estrechamente emparentados a la satisfacción de las necesidades corporales, que es difícil aislar el goce estrictamente estético derivado de ellos[26].

2) En lo perceptivo, aunque no en lo físico, los datos de los sentidos «inferiores» son menos complejos, de suerte que los elementos percibidos no se prestan a la compleja disposición formal tan característica de las obras de arte. En una serie de olores y sabores hay un «antes» y un «después», pero apenas hay otra cosa que este orden estrictamente serial; es decir, no hay ninguna «armonía» o «contrapunto». Sin embargo, los colores y los sonidos incluyen un orden complejo, que nos permite establecer sutiles distinciones entre la infinidad de sensaciones visuales y auditivas.

Este tipo de distinción hace factible la aprehensión de una gran complejidad formal en obras de arte visuales y auditivas, imposible de captar por observadores humanos en las demás particularidades sensoriales. En este campo, nos referimos a un orden fenomenal más que físico, porque hay correlatos físicos exactos para los olores experimentados, como los hay también para los sonidos (tono, volumen, timbre) y los colores (matiz, saturación, claridad). Pero si no pueden hacerse distinciones precisas entre estos datos sensoriales en el caso del olfato y el gusto, son inútiles para el uso de los perceptores humanos, aunque exista un orden exacto de correlatos físicos igual para todos ellos.

1.3 NEGACIONES DE ACTITUDES ESTÉTICAS DISTINTAS

Algunos escritores han desesperado de encontrar criterios para distinguir la actitud estética de los demás tipos de actitudes. Por ejemplo, algunos estéticos han negado que haya una actitud propiamente estética[27]. Y encuentran la característica distintiva de lo estético, no en determinada actitud, experiencia o modo de atención que pueda tener el observador, sino en las razones que da para respaldar sus juicios: es decir, razones estéticas, razones morales, razones económicas, etc. Aunque la mayoría de los teóricos de la estética admiten la existencia de razones propiamente estéticas, van más lejos y sostienen que tales razones presuponen un tipo de actitud o atención hacia los objetos[28] que, aun siendo difícil de identificar fielmente, y todavía más difícil de explicar verbalmente sin ambigüedades, existe en realidad y diferencia esta forma de atención de todas las otras.

Además se ha sostenido que no hay una actitud propiamente estética, a menos que se la defina simplemente como «prestar cuidadosa atención» a la obra de arte en cuestión. No se da ninguna atención especial a objetos susceptibles de ser llamados estéticos; sólo se da[29] el hecho de «prestar cuidadosa atención a las cualidades del objeto», en contraste con el hecho opuesto. Según esta concepción, podemos acercarnos a una obra de arte por diversos motivos, susceptibles de distinguirse unos de otros; pero no hay ningún tipo especial de atención, en la contemplación de una pieza teatral, que distinga, por ejemplo, al espectador del director escénico o del dramaturgo autor de las ideas: el tipo de atención es el mismo en todos los casos, es decir, todos deberían centrarse cuidadosamente en el objeto estético. La distinción entre contemplar estética y no estéticamente resulta ser, en rigor, una distinción motivacional no perceptiva.



1.4. LOS PRESUPUESTOS DE LA MUNDALIDAD DE LAS OBRAS DE ARTE


Si recapacitamos la diferencia entre este arte y el que hemos con­siderado propio de una niñez normal podemos darnos cuenta de otra determinación de la génesis de lo estético que desempeña también un papel importante en su desarrollo posterior: la supe­ración de las barreras naturales, el dominio ejercido por las deter­minaciones procedentes de la unión social de los hombres, determi­naciones cuya existencia arraiga en las relaciones entre los hom­bres y en el intercambio de éstos —socialmente condicionado y cada vez más rico— con la naturaleza. Lo inimitable de Homero es —entre otras cosas, pero no en último lugar— que ese retroceso de las barreras naturales ha empezado ya, pero que al mismo tiempo la creciente vida social de los hombres se revela ya como una nueva «naturaleza» creada por el hombre y para el hombre. En la paradójica hermosura de las pinturas rupestres impera aún esa oscuridad; la barrera de la naturaleza no aparece aún como tal, sino más bien como perfil innato de la vida humana misma. Como es natural, objetivamente el hombre ha suprimido con su primera operación de trabajo y con su primer concepto y su pri­mera palabra articulada la total vinculación a la naturaleza. Pero le hace falta recorrer un camino de enorme longitud para conver­tir ese En-sí de la salida de la naturaleza en un consciente Para-si. Precisamente la magia como «concepción del mundo», que acom­paña post festum los primeros pasos de ese retroceso de las barre­ras naturales en la conciencia de los hombres, iluminándolo y oscureciéndolo al mismo tiempo, imposibilita un Para sí explícito tanto en el pensamiento cuanto en la creación de figuras. La nor­malidad de los rasgos infantiles de Homero se basa en que ya no hay influencia de ese tipo que pueda impedir la reflexión del hom­bre sobre sí mismo, mientras que para la mayoría de los demás productos de esa etapa siguen siendo eficaces dichas fuerzas; por eso vale la palabra de Marx: «Hay niños mal educados y niños viejos. Muchos de los pueblos antiguos pertenecen a esta catego­ría»[30]. Como es natural, ese retroceso de la barrera natural es siempre relativo, y esa relatividad contiene una contradicción insuprimible e insuperable, y por tanto, sumamente fecunda. Pues el hombre no puede salirse totalmente de la naturaleza, ni obje­tiva ni subjetivamente. Objetivamente, porque el campo decisivo de su actividad social es siempre necesariamente el intercambio de la sociedad con la naturaleza. Por mucho que someta la naturaleza a sus finalidades y por mucho que la domine, ese dominio mismo pone la insuperabilidad de la naturaleza como objeto de la prác­tica del hombre. Subjetivamente, porque por muy socializado que esté el hombre, biológicamente tiene que existir siempre como ser de la naturaleza. Como hombre es sin duda producto de su propio trabajo, pero con el hacerse hombre no puede sino trasformar enérgicamente sus datos biológico-animales, y producir desde mu­chos puntos de vista algo que no existía en la naturaleza antes de ese proceso de autoproducción; pero sigue presente la vinculación indisoluble de las capacidades más altas, de las más alejadas de la naturaleza, a su base biológica. Con ello se relativiza aún más la contradicción básica y se reproduce a niveles cada vez más altos. Pues, por una parte, el ser antropológico del hombre no experimenta desde la hominización alteraciones esenciales, cualitati­vas, y, por otra parte, en el curso de la evolución se fijan cualida­des y formas de representación producidas, de tal modo que se enfrentan «naturalmente», como formando una «segunda naturale­za», a toda novedad naciente. Por eso en la evolución real el retro­ceso de la real barrera natural es a menudo indistinto de una lucha contra la «segunda naturaleza» nacida de la habituación social.

La dialéctica de este laborioso y provocador camino hacia arriba es de especial importancia para el reflejo estético. El reflejo cien­tífico de la realidad, nacido del trabajo y frecuentemente capaz de influir directamente en éste, tiene que abrir, de acuerdo con su esencia desantropomorfizadora, una lucha frontal contra las limi­taciones biológico-antropológicas del hombre. La evolución del prin­cipio estético tiene que asumir en ese complejo de contradicciones una posición mucho más complicada. Pues tanto el aferrarse a las fuerzas que se reúnen en la «segunda naturaleza» y se consti­tuyen en ella cuanto la alianza con lo nuevo, que intenta destruir, o trasformar al menos, esa segunda naturaleza, pueden ser, según la situación y a menudo incluso según la personalidad del artista, favorables o desfavorables para la evolución del arte. Considerado según una amplia perspectiva histórica, el principio progresivo, que toma posición contra una «segunda naturaleza» cristalizada, tendrá por lo común razón, pero tampoco incondicionalmente. Pues el retroceso de la barrera natural es una ley general de la evolu­ción de la humanidad, y por irregularmente que siga el arte esa evolución o le preste servicios de indicador, en última instancia tiene que producirse una convergencia.

Pues —por volver a nuestro actual problema— el contenido del mundo miméticamente conformado crece ininterrumpidamente en el curso de ese movimiento. Sólo la expresión verbal es negativa cuando se habla de retroceso de las barreras naturales; en reali­dad se trata siempre de una intensificación y un enriquecimiento del intercambio de la sociedad con la naturaleza, de lo que se sigue necesariamente que el sujeto de ese proceso, los hombres que constituyen la sociedad, tienen que desarrollar más y más compli­cadas relaciones entre ellos, lo cual aumentará, complicará y afina­rá también sus determinaciones internas. La cuestión de cuándo y en qué circunstancias esa evolución ejerce una influencia promo­tora o confusionaria, inhibidora, etc., en la cultura en general y en las artes en particular es un problema que tiene que resolver el materialismo histórico tanto en casos singulares concretos cuanto en su formulación generalizada. En todo caso, con ello surgen en la vida cotidiana de los hombres nuevos problemas, nuevos con­tenidos con los cuales tiene que enfrentarse la mimesis estéti­ca, la conformación artística. Así —contemplando de nuevo los he­chos según una amplia perspectiva histórica— la configuración definitiva del mundo propio de las obras de arte, la riqueza y el abarcante carácter de su mundalidad, será un resultado de esa evolución. La fuerza progresiva de la evolución del arte es precisa­mente —en última instancia— esa relación suya con la vida cotidia­na; el arte tiene que resolver en sentido artístico los nuevos pro­blemas que le plantea la vida cotidiana.

De igual forma es una concreta cuestión histórica la de si esos nuevos problemas se plantean directamente por el lado del conte­nido o si bajo la influencia de una tal misión social procedente de la vida cotidiana aparecen inmediata y aparentemente intentos de renovación de las formas. Esa cuestión no nos preocupa aquí. En principio puede decirse meramente que los planteamientos estéticos más formales en su modo inmediato de manifestación pueden siempre reconducirse en última instancia a una nueva constelación objetiva de la realidad social, a los reflejos viven­ciales de ésta en la vida cotidiana; incluso cuando los artistas desempeñan en ello un extremo papel de pioneros, o sea, incluso Cuando trasponen en seguida en alteraciones de las formas ten­dencias que aún obran sólo germinalmente, como conatos. Para aclarar algo más en sentido filosófico la génesis de la mundali­dad de las obras de arte miméticas, aludiremos a un problema en el cual se trata aparentemente de una cuestión formal pura: el origen del color local en la pintura.

Wickhoff ha estudiado esta cuestión del color local en el arte grecorromano. Basándose en amplios análisis históricos, llega al resultado de que el tratamiento del color seguía siendo puramente decorativo incluso en una obra relativamente tan tardía como el sarcófago de Alejandro, o sea, que el tratamiento del color se­guía basándose en las leyes de la selección fisiológica de los colo­res sobre la base de la complementariedad (amarillo claro y vio­leta, púrpura y verde, etc.). Escribe Wickhoff: «En el espectador, que vivía en las mismas condiciones fisiológicas que el pintor, la observación de esa ley, igual, por ejemplo, que las proporciones aritméticas simples en la arquitectura, producía, de modo incon­ciente, una placentera impresión tranquilizadora»[31]. Muy paulatina­mente aparecen en algunos detalles (rostros, cuerpos, armas, etcé­tera) colores locales correctos, primero sin llegar a poner lo esen­cial de la composición cromática sobre nuevas bases. Wickhoff identifica la base de esa trasformación revolucionaria de la historia de la pintura en la presencia de la necesidad de representar el ob­jeto indisolublemente unido al espacio que le rodea: « En cuanto se consumó la elaboración del fondo, como paisaje o como inte­rior, se hizo imposible la arbitrariedad en la distribución de los colores o, por lo menos, quedó limitada de un modo nuevo.

Como se ve, esta cuestión se enlaza, aunque de un modo no históricamente directo, sí por su esencia estética, con los proble­mas que hemos estudiado antes a propósito de las pinturas rupes­tres del paleolítico: con la mundalidad de la pintura. Pues es cla­ro sin más que la mimesis pictórica de la realidad visible no pue­de cobrar el carácter de un «mundo» más que si los objetos repre­sentados se encuentran en una interacción real, derivada de su misma objetividad, entre ellos y con su entorno. El espacio pictóricamente conformado como unidad concreta sensible-intelectual de tales complejos relacionales es el único factor capaz de evocar artísticamente la existencia de un mundo. Si falta esa unidad con­tradictoria y concreta, la imagen carece de aquella profundidad que echamos también a faltar en la ornamentística, tiene que que­dar en decorativo-ornamental, como las imágenes de los bosqui­manos y muchas pinturas rupestres del sur de España, a dife­rencia de lo que ocurre con las representaciones animales que he­mos analizado. Probablemente no es casual que las primeras se inclinen en la coloración muy decididamente ante el condiciona­miento puramente fisiológico, aunque algunos objetos —considera­dos abstractamente— estén coloreados de acuerdo con los mode­los reales, mientras que las últimas, a pesar de su limitada escala cromática, se aproximan más a la coloración local. Y tampoco será seguramente casual que en el primer caso, incluso cuando las figu­ras están conformadas apasionadamente y dramáticamente rela­cionadas entre ellas, no surgen más que superficies abocetadas, mientras que en el segundo se presenta una plástica motilidad ante la cual se tiene la impresión de que el espacio en que vive el animal ha sido eliminado a posteriori, a diferencia del primer caso, en el cual un espacio, aun cuando contiene hombres y ani­males referidos unos a otros, no existe ni puede existir.

Consecuentemente, cuando aparece la necesidad de su mimesis pictó­rica lo que tiene lugar no es en modo alguno un «descubrimiento» del espacio. La pintura «sin espacio» descrita por Wickhoff, con su composición cromática fisiológico-decorativa, alcanza incluso a épocas en las cuales la cultura greco-romana ha llevado ya el do­minio geométrico del espacio mucho más allá de los primeros comienzos empírico-prácticos, y hasta ha conseguido darle una formulación teorética. Con esto se desarrolla una nueva necesi­dad dictada por la vida, y no sólo un nuevo modo de observar la naturaleza —menos aún un mero desarrollo de la técnica. A pro­pósito de las uvas amarillas sobre fondo violeta de que habla Wickhoff, ni los creadores ni los receptores han creído que se tratara de la reproducción de una correlación de colores de la realidad. Precisamente la simultaneidad del nuevo planteamiento pictórico —color local de los objetos y configuración de un espacio concreto ocupado por objetos— muestra que la necesidad nacida de la vida cotidiana se orientaba más al conjunto de esas dos determinaciones que a una nueva cualidad en el reflejo artístico de la realidad. La observación más precisa de los colores locales, fruto de esa necesidad, el esfuerzo por dominar técnicamente la configuración espacial (perspectiva, etc.), son otras consecuencias más, y no propiamente puntos de partida de lo nuevo.

Leonardo da Vinci ha resumido acertadamente el fundamento estético-filosófico de las nuevas necesidades que provocan las revo­lucionarias trasformaciones de la forma y el contenido del arte: «Mientras que la poesía roza la filosofía moral, la pintura se encuentra de lleno en la filosofía de la naturaleza; aquélla descri­be las operaciones del espíritu observador, ésta obra con el espí­ritu en los movimientos»[32]. Basta con dar al concepto de movi­miento una amplia significación, al modo de Leonardo, para que pueda contener todas las interacciones del hombre con su entorno visualmente perceptible (entendiendo también aquellas interaccio­nes en el sentido más amplio y de principio). Pero también hay que tener en claro que aquellas necesidades visuales, aparte de nacer espontáneamente, pueden ser conscientes hasta cierto grado desde el punto de vista de la actividad y la receptividad artísticas, aunque los participantes estéticos —activos y pasivos— no sean capaces de formular conceptualmente lo que experimentan y ha­cen. Por último, también debe estar claro que la falta de aclaración conceptual que pueda presentarse en esa situación no anula en absoluto la profunda conexión, rectamente vista por Leonardo, entre el arte figurativo y la filosofía de la naturaleza. Como es natural, a propósito de este último punto hay que tener en cuenta a la vez el paralelismo y la divergencia. La interrelación entre filo­sofía de la naturaleza y artes figurativas era en tiempos de Leo­nardo más intensa y también más consciente que en la Antigüe­dad. Pero es indudable que los artistas, ya antes de Leonardo, han utilizado para su práctica artística resultados y métodos de la ciencia natural que en aquella época estaban mucho más relacio­nados con la filosofía de la naturaleza que en tiempos posteriores. Una relación análoga, aunque más laxa y menos consciente, exis­tió también en la Antigüedad. Pero el problema de la conexión objetiva no se agota ni histórica ni estéticamente con la comprobación de tales relaciones conscientes o semiinconscientes. Siem­pre partimos de que la vida cotidiana plantea a la ciencia y al arte determinados problemas, los mueve a resolverlos —aunque ello no llegue en absoluto a conciencia o se exprese en formas falsas—, mientras, por otra parte, todos los resultados de esos dos ámbitos objetivadores enriquecen, a través de las más diversas mediacio­nes, la vida cotidiana, su pensamiento, su sensibilidad, y profundi­zan y amplían todo ello, con lo cual la ciencia y el arte vuelven a verse obligados a concebir de nuevo su campo de acción, etc., etcé­tera. Nuestro problema pictórico del espacio no puede compren­derse sino desde la atalaya de unas condiciones evolutivas rica­mente complicadas. Sin duda la práctica cotidiana, en los prime­ros estadios de un pensamiento científico (filosófico-natural) que se libera de prejuicios mágicos y (luego) religiosos, recibe impulsos decisivos de este pensamiento; hemos aludido ya varias veces a la importancia de la geometría en este contexto. La concepción del espacio, basada primero en la intuición y la representación, se le­vanta así al nivel de la pura conceptualidad, con lo cual se abren para la vida del hombre perspectivas hasta entonces inimaginables: basta con pensar en el camino que lleva desde la búsqueda de reparo en cavernas naturales, etc., hasta la construcción de casas seguras y permanentes. Al aprender los hombres de ese modo a dominar intelectual y prácticamente el espacio que los rodea, sur­ge en ellos un complejo vivencial completamente nuevo, el cual en el período de la vida salvaje tenía por fuerza que ser desconocido:

La vivencia del dominio absoluto sobre el entorno, sobre el mundo circundante, la vivencia del mundo como patria del hombre. El fundamento material de esa vivencia se desarrolla en el curso de muchos milenios; con él avanza la conciencia de una cierta segu­ridad de la vida, de la seguridad como factor objetivo y subjetivo de la existencia normal. Hay que subrayar especialmente la palabra “normal”, pues es imposible eliminar conmociones, catástrofes, etcétera de la imagen objetiva del mundo y, por tanto, también de su vivencialidad. Pero el hecho de una «seguridad» objetiva de la vida humana normal, por limitado que sea su ámbito al principio, significa una revolución de la sensibilidad humana, sensibi­lidad que hoy ya se ha hecho en nosotros cosa tan obvia que apenas conseguimos imaginarnos la vivencia de su real y estricto Contrario[33].

Pero eso no significa que no sean históricamente registrables con mayor o menor exactitud algunos puntos nodales de esa lí­nea. Consideramos el salto aquí descrito de la historia de la pin­tura, la configuración del espacio en el cuadro, como una importar te etapa de esa evolución. Una vez que los éxitos prácticos, econó­micos, sociales y técnicos introdujeron un determinado grado de seguridad en la vida normal de los hombres, una vez que el pen­samiento científico llevó a una altura relativamente alta, teorética y prácticamente, las relaciones espaciales, pudo surgir el senti­miento de que el espacio circundante al hombre no era nada que por principio le fuera ajeno o hasta hostil, sino más bien su mun­do propio, algo que le corresponde, algo que constituye —en cierto sentido y hasta cierto punto— una ampliación de su propia per­sonalidad. Con la ornamentación de las herramientas, el hombre ha vuelto a conquistar en este sentido, ha convertido en elemen­tos de una ampliación de su Yo, objetos que desde el punto de vista técnico-práctico ya constituían desde antes una prolonga­ción de su radio de acción subjetivo. La difusión general de la ornamentación de las herramientas entre los pueblos primitivos muestra que el hecho mismo es un hecho elemental de la vida. Pero aun apreciando como se merece ese importante paso hacia la constitución por el hombre, en sí mismo y en torno suyo, de un mundo que le sea adecuado, no puede tampoco olvidarse que, mien­tras no se supere ese nivel, ni la mayor acumulación de tales obje­tos es capaz de constituir en su totalidad un mundo humano, del mismo modo que tampoco el más hermoso ornamento del cuerpo puede hacer de éste una real personalidad. Hace falta para ello un superior grado de interpenetración del mundo circundante in­mediato del hombre por los principios vitales de su existencia, y esto es precisamente lo que ocurre en la evolución a la que esta­mos aludiendo.

Es seguro que con eso se produce una ruptura con la inme­diatez, una cierta distanciación del hombre respecto de sí mismo, de su propia actividad y de su propia existencia. En el trabajo surge la primera y auténtica relación sujeto-objeto, y con ella un sujeto en el auténtico sentido de la palabra. Ya Hegel ha indicado con razón que con ello se termina la inmediata ausencia de dis­tancia entre el mero deseo y su mera satisfacción: «En la he­rramienta establece el sujeto un punto medio entre sí mismo y el objeto, y ese punto medio es la racionalidad real del traba­jo»[34]. Ya por su mero estar puesto da el cuadro o la imagen a esa nueva distancia una intensificación nueva, cualitati­vamente acentuada: surge una configuración creada por el hombre y que no sirve sino a un fin: aclarar al hombre sobre sí mismo mediante el reflejo de su mundo interno y su mundo circundante, y levantarle así sobre sí mismo en cuanto dado en la vida cotidiana, ayudarle a obtener conciencia de sí mismo. El hombre llega verdaderamente a ser él mismo al crearse su mundo y apropiárselo en el seno del mundo por él reflejado.

Esta cuestión pictórica —el descubrimiento del color local de todas las cosas para representar miméticamente su conjunto con un espacio concreto—, que a primera vista parece puramente técnica, se convierte en un paradigma maduro de ese sentimiento vital en lo estético, o sea, de la creación de un mundo propio del hombre. La palabra “propio” tiene en este contexto tres signifi­caciones, y las tres son de igual importancia para el conocimiento del fenómeno estudiado. Se trata, en primer lugar, de un mundo que el hombre ha creado para sí mismo, para lo humano-progre­sivo que hay en él; en segundo lugar, de un mundo en el cual aparece en imagen la peculiaridad del otro mundo, de la realidad objetiva, pero de tal modo que la sección del mismo, inevita­blemente reducida y recortada, que constituye inmediatamente el contenido de la imagen, crece hasta convertirse en una totalidad intensiva de las determinaciones decisivas en cada caso, levantando así una reunión en sí tal vez accidental de unos cuantos objetos a la altura de un mundo necesario en sí; en tercer lugar, se trata de un mundo propio en el sentido del arte, o sea, en nuestro caso, de un mundo visualmente propio, en el cual los contenidos y las de­terminaciones de la realidad objetiva se evocan miméticamente, se despiertan a existencia estética y pueden manifestarse sólo en la medida en que se trasponen en visualidad pura. La obra de arte y su totalidad intensiva de determinaciones presuponen un tal medio homogéneo para su modo de manifestación sensible-intelectual. Por eso la pluralidad de las artes no es ningún resultado de la diferenciación de un principio estético unitario (o de la idea estética, como dirían los grandes filósofos idealistas); es más bien el hecho originario de lo estético, y el principio estético no puede conquistarse —intelectualmente, no ya al nivel de lo inmediata­mente estético— más que llevando a conciencia filosóficamente lo que tienen en común aquellos medios homogéneos. Ni siquiera la correlación sistemática de las artes puede deducirse sin más de dicho principio, sino que nace del sistema de las necesidades de la vida humana que posibilitan y promueven el ulterior desarrollo hasta lo estético.

Más tarde estudiaremos los problemas miméticos que suscita ese mundo propio —y así entendido— de las obras de arte. He­mos tenido que anticipar ya el punto de partida porque sin ello habría sido incomprensible la identificación de la génesis del arte en el nivel más alto de su objetivación, de su ser-puesta-sobre-sí-misma. Volvamos ahora a los problemas filosóficos de la génesis. Al considerar la transición desde una coloración esencialmente fisiológica hasta los colores locales fieles al objeto, la reflexión filo­sófica ve en esa transición ante todo el anuncio de que la inme­diatez está a punto de terminarse y, por tanto —según la acertada concepción de Hegel—, un camino que lleva de lo abstracto a lo concreto, «pues lo inmediato y lo abstracto son lo mismo» [35]. Nues­tro estudio de la ornamentística ha confirmado ya la verdad de esa sentencia hegeliana. Para tratar correctamente la dialéctica hay que considerar, de todos modos, también en este contexto, la relatividad de esas determinaciones. Pues toda inmediatez es sin duda abstracta comparada con la concretización que significa su superación; el desarrollo de la mundalidad de las obras de arte—visto en perspectiva histórico-universal y pasando por alto la irregularidad del proceso, sus involuciones, etc.— emprende sin ninguna duda ese camino. En ello se expresa una ley general de la evolución del arte. Así ocurre sobre todo con la ornamentística, en la cual la total identificación de inmediatez y abstracción se convierte en principio constitutivo de su peculiaridad, de su lugar en el sistema de las artes. Pero incluso no se produce una tal fijación definitiva, como en el caso, iota tratado, de la coloración fisiológicamente condicionada, los comienzos ocupan siempre un lugar especial: por una parte, la superación de su dominio absoluto supone un tal paso cualitativo en la evolución que la historia de la pintura propiamente mimética empieza, estrictamente hablando, con él; por otra parte, como más tarde veremos detalladamente, esa superación contiene un mo­mento decisivo de conservación o preservación, de levantamiento a un nivel superior en la conexión nueva. Todo eso complica sin duda la identificación hegeliana de inmediatez y abstracción, pero no disminuye en nada su verdad general. Precisamente en la pintura de los tiempos más recientes podemos ver que todo intento resuelto de volver a la inmediatez produce una abstracción, una pérdida de mundo, y que, a la inversa, las tendencias a la abstrac­ción pura tienen como consecuencia necesaria una inmediatez preobjetiva y amundanal.

Todo lo inmediato está objetivamente mediado, y las más complicadas mediaciones acaban por producir constantemente nuevas inmedia­teces. También es ése el caso aquí; pues la inmediatez del uso de las composiciones cromáticas fisiológicas para fines artístico-deco­rativos se deriva, naturalmente, de las meras necesidades fisioló­gicas de la vida a través de una larga y complicada serie de me­diaciones. Esa composición no es en absoluto en el terreno del color un verdadero comienzo, del mismo modo que la percepción Primitiva de superficies y siluetas no constituye aún una orna­mentistica. Éste es —si es que hay alguno— el verdadero fenómeno paralelo del de la coloración fisiológica en la historia del arte. En el lugar antes citado, Wickhoff habla de «las sencillas proporciones aritméticas de la arquitectura» como analogía aclaradora del efecto cromático en cuestión; creemos que aún sería más acertada la comparación con la ornamentística, tanto más cuanto que ambos modos de exposición artística suelen presentarse juntos, reforzán­dose mutuamente, por ejemplo, en los tapices orientales. Por otra parte, vale la pena aludir brevemente al hecho de que en la posterior evolución de la pintura el color local desempeña no Pocas veces el papel de una inmediatez que hay que superar, como en la génesis del claroscuro o aún más en la de la pintura al aire libre.

Esa relatividad insuperable de la inmediatez y la mediación es una ley general de la dialéctica objetiva igual que de la subjetiva. En la estética, sin que por ello pierda validez esa ley, se añade aún el hecho específico de que toda obra de arte representa por princi­pio una inmediatez, o sea, que la creación artística destruye vie­jas inmediateces de la vida, se desprende de ellas, precisamente para producir en la obra una nueva inmediatez asimilando las nuevas complicaciones de la vida. Hemos indicado ya eso a pro­pósito de los colores locales. Como complemento de la dialéctica concreta que aquí aparece observaremos que sería totalmente falso inferir del condicionamiento fisiológico de la colorística superada por el color local la inmediatez absoluta de la primera, o sea, creer que ésta sea directamente derivable de la naturaleza fisiológica del hombre como ser de la naturaleza. Kant ha indicado ya que los colores puros del espectro no contienen sólo «sentimiento sensible», «sino que también permiten reflexión sobre la forma de esas modificaciones»[36], y por ello pueden ser inmediata­mente, en su mero ser-así, expresión de esa reflexión. Baste aquí con esa alusión a la tesis de Kant, relevante para nuestro proble­ma. Como el propio Kant ve en esa idealidad inmediata de los co­lores un problema de la belleza natural, tendremos que estudiar su opinión detalladamente cuando hablemos de este complejo de problemas. Indiquemos aquí ya que Kant se propone explicar la vinculación emocional de contenidos morales con colores puros por una influencia de la naturaleza en el hombre. Desde el punto de vista de una aclaración estética de la cuestión de cómo impresiones puramente fisiológicas pueden convertirse en portadoras de contenidos humanos, morales, sociales, y, por tanto, en vehículos de una actividad y una receptividad miméticas, la tesis de Kant no dice mucho. Pues si ella contuviera lo esencial, la significación moral sería tan fisiológicamente inmediata como la acción del co­lor puro mismo, lo cual está en contradicción con todas las expe­riencias antropológicas sobre el origen de los sentimientos mora­les y de los sentimientos estéticos.

Más concretamente se ha situado Goethe ante este problema en su Teoría de los colores, en la que dedica al problema una entera sección bajo el significativo rótulo de «la acción sensible-moral del color». Las consideraciones de Goethe rebasan amplia­mente las de Kant en el sentido de que la unificación, por ambos registradas de contenidos naturales y sociales no se toma en el pensamiento de Goethe simplemente por su lado fisiológico para hacer mutar ese lado directamente en moralidad, sino que, en sus ejemplos al menos y aunque ello no se elabore con conciencia metodológica, Goethe permite barruntar una interacción de los dos componentes. Así habla, por ejemplo, «del celo de los reyes por la púrpura»[37] o dice: « El color negro debía recordar al noble vene­ciano la igualdad republicana»[38], etc. Aún más: a propósito del uso alegórico del color, Goethe subraya que «hay en esto más elemento causal y arbitrario, convencional puede decirse, porque tenemos que recibir primero de la tradición el sentido del signo para que podamos saber qué significa, qué hay, por ejemplo, del color verde que se ha atribuido a la esperanza»[39].Pero si son posibles tales efectos « sensibles-morales » —y la etnografía muestra que lo son efectivamente y que aparecen muy pronto—, no por ello tiene que ser unívoca la correlación de los dos componentes, en sí heterogé­neos. Sabemos, por ejemplo, que el color del duelo es en muchos pueblos el negro, pero en otros muchos el blanco, y que también otros muchos colores pueden desencadenar inmediatamente el efecto sensible-moral del luto. Cierto que en su Teoría de los colo­res Goethe no se contenta con estudiar el efecto de colores simples y de su complementariedad. También rebasa a Kant ampliamente por el hecho de que para él no hay ningún color que constituya una unidad metafísica definitiva. En su opinión, por el contrario, matices mínimos, y hasta la naturaleza del material al que se aplica el color, pueden hacer que mute en contrario el efecto «moral». Puede bastar como ejemplo de esto su exposición sobre el ama­rillo: «Mediante un movimiento reducido e imperceptible, la her­mosa impresión del fuego y del oro se transforma en la sensa­ción de sucio, y el color del honor y la alegría en color de la vergüenza, del asco y el malestar»[40]. La complementariedad, como modo normal de composición en este período, está sin duda fundada fisiológicamente; pero es claro que las asocia­ciones de su eficacia, fijadas por la habituación y la costumbre sociales, tienen que desempeñar un papel nada despreciable.

Aunque ese comienzo inmediato es en sí sumamente mediado, y aunque su esencia fisiológica está atravesada por muchas deter­minaciones sociales, el hecho es que la transición al color local y a la conformación pictórica del espacio constituye un verdadero salto. El aspecto de contenido, la tarea social que aquí se impone a la pintura —la creación de un mundo propio para el hombre— ha sido ya objeto de nuestras breves consideraciones. Los proble­mas formales que se originan se concentran en torno a la repro­ducción mimética de una totalidad intensiva, lo cual plantea la tarea de que todos los elementos singulares de la forma, y aún más toda relación entre ellos, aun preservando plenamente su simplici­dad inmediata como partes del todo, se conviertan en portadores de diversos y múltiples efectos evocadores. Pues no puede surgir un mundo en la obra de arte más que si los detalles y su vinculación suscitan en el contemplador la vivencia de una inagotabilidad comparable con la de los objetos y sus interacciones en la vida real, y exacerban y condensan esencialmente frente a ésta aquella emo­ción. Porque en la realidad cada objeto prueba con su existencia misma sus relaciones con los demás, la ley que rige su movimiento, su existencia también, etc.; o, por mejor decir: en la vida real todo eso no necesita prueba alguna, pues el hombre de la coti­dianidad aprende a su costa a respetar el ser de cada ente. El co­nocimiento o la vivencia de la infinitud de las determinaciones de los objetos, de sus relaciones, etc., es sin duda también en la vida cotidiana una componente importante de la correcta actitud de los hombres para con la realidad objetiva. Pero sólo con el arte —y sólo en él— esa inagotabilidad de las propiedades, de las rela­ciones, etc., se convierte en principio constitutivo y, al mismo tiempo, en criterio de la existencia (en el sentido de la estética).

Pues sólo la evocación de esas estructuras produce la duplicidad del mundo artístico-conformado (o sea, su carácter de mundo): es un mundo independiente de mí y que se me contrapone como inagotable, pero, sin embargo —uno actúa con esa sustantividad— vivo como mundo mío.

Como es natural, también esa infinitud intensiva está en gran medida determinada histórico-socialmente. El contenido, la cuali­dad, la riqueza de las determinaciones aquí concentradas> todo eso está determinado por la vida misma: ella es la que lo propone al artista como programa formal de su tarea social. Cuando rechazamos viven­cialmente algunos productos del arte por primitivos, etc., o quedamos insatisfechos de la vivencia producida, el fundamento de nues­tra reacción es generalmente que esos productos artísticos, en aquel proceso histórico, se encuentran en una rama descendente, o que descuidan precisamente las determinaciones que cada presen­te considera decisivas para la existencia estética en la obra de arte. Visto en la perspectiva de una historia universal del arte, la línea evolutiva es empero ascendente. Por eso —en el caso de nuestro problema— no hay nada que arguya contra el salto cualitativo, aunque en la creación de mundo propio en la pintura, junto a los colores locales y a la conformación del espacio, falten aún algunas determinaciones visuales que en el curso posterior de la historia de pintura llegarán a ser trasformaciones revolucionarias en aquellos puntos de inflexión. Este salto cualitativo existe sin duda alguna ­respecto de la concepción fisiológico-decorativa del color. Pues simplemente una clase de asociación (de reflejos condicionados) ya lo que Goethe llama la acción sensible-moral de los colores es por la habituación social; por eso, sobre esa base, la combinación compositiva de los colores tenía que recurrir a la complementariedad, más o menos directamente fundada en lo fisiológico. Al tratar los problemas compositivos de la ornamentística aludido ya a su relativa simplicidad, a sus relativas inmedia­ta abstracción. Cuando los objetos cobran sus colores locales y con ello el problema pictórico de su estructura material, su dureza o blandura, de su pesadez o ligereza, etc., tiene que ceder también en la composición la barrera natural, que en este caso es fisiológica. Cuantas más propiedades de un objeto revela la coloración que lo conforma, tanto más compleja tiene que ser la vinculación compositiva de los colores, tanto más dilatados los rodeos por los cuales puede realizarse su última armonía en la totalidad de la imagen, y tanto más se aleja esa armonía de un mero acorde inmediato sobre la base de la complementaridad Tam­bién en esto el contenido sensible-visual y su conformación pictó­rica rebasan el ámbito de validez de los reflejos condicionados, exigen al contemplador una capacidad sensible-visual sintética y la exigen aún más al creador, capacidad que alcanza, en cuanto a fa­cultad sintética de captación y en cuanto a precisión, el nivel de la conceptualidad, aunque sin trascenderlo en modo alguno. (Ésta es una cuestión que tampoco podrá tratarse detalladamente sino en un capítulo posterior.) Se trata de una fase general de la inde­pendización del arte, fase que principalmente se funda en la esen­cia de lo estético mismo. El que la hayamos planteado a propósito de la pintura se debe sólo al deseo de contar con una ejemplifi­cación fácil. Pero en todas las artes pueden indicarse transiciones de esa clase[41].

Nos limitaremos a aludir brevemente a una situación, análoga en todo lo que se refiere a nuestro problema genético, aunque diversa desde todos los puntos de vista concretos, que se presenta en el arte de la palabra. Ya en otros contextos hemos subrayado el hecho de que muchas formaciones verbales arcaicas parecen tener para nosotros un carácter, por así decirlo, originariamente pintoresco porque no designan con una palabra de corte concep­tual complejos de impresiones sensibles, como colores, sino que lo hacen parabólicamente, al nivel de una percepción que pasara a representación; recuérdense ejemplos ya aducidos, como el de la dicción «como un cuervo» en vez de «negro», etc. Ya entonces polemizamos con la tendencia romántica de crítica cultural que ve en ese tipo de expresión lingüística algo «más poético» y se complace en contraponerlo a los posteriores lenguajes, tendentes a la univocidad conceptual. En realidad, no puede nacer una lengua auténticamente poética más que cuando se ha superado ra­dicalmente aquel modo de expresión primitivo que refleja el mun­do interno y el externo de un modo meramente inmediato, « natu­ral». La analogía estética con el problema de los colores recién tratado aparece aquí claramente si nos damos cuenta de que un tal «efecto sensible-moral» de las totalidades sintácticamente sintetizadas se pone en simultaneidad inseparable con la multiplicidad de la función evocadora de todos sus elementos. Precisamente así se supera poéticamente la «prosa» que consigue la palabra por la univocidad conceptual de su signi­ficación, de tal modo que la trasformación en poesía no aniquila en modo alguno la precisión intelectual de la palabra o la frase; por el contrario, su preservación es también un motivo en el sis­tema de las múltiples significaciones y relaciones semánticas que hace, de esas tonalidades, totalidades en sentido estético No debe olvidarse nunca que en la serie de los medios de evocación lin­güísticos desempeña un papel nada despreciable lo que Goethe llama el laconismo de la poesía popular, la expresión reducida a lo imprescindible, a menudo emparentada externamente con la definición. El carácter conceptual de la palabra no se reabsorbe pues simplemente trasformándose en signo evocador de percep­ciones sensibles; sin duda se produce también esa retransformación, pero es un momento del fenómeno, entre muchos otros y al mis­mo título que la preservación del contenido significativo lógico­ objetivo: la múltiple carga funcional de cada palabra, de cada conexión sintáctica de palabras, de toda síntesis lógico-rítmica, Pictórico - plástica en la frase y en la conexión de las frases, la Unidad orgánica del sonido evocador de significaciones y estados de ánimo, levantada a nueva inmediatez, la eliminación de recubrimientos ya convencionales de la palabra y el consiguiente desper­tar de su significación originaria, tan fresca intelectual cuanto Sensiblemente etc., todos esos momentos en su colaboración serán capaces de crear una estructura verbal cuya acción evocadora—incluso en el poema más breve— produzca como por ensalmo un mundo propio, propio en su contenido y en su forma (verbal).

Es pues profundamente falso que la evolución de la lengua —que necesariamente tiende a univocidad y precisión lógicas- tenga que debilitar su fuerza sensible. Esto ocurre sin duda en gran medida en la vida cotidiana de sociedades desarrolladas, en las que el lenguaje se momifica muchas veces como puro medio de comunicación tecnicista y se esquematiza así en gran medida; y sin duda ocurre muchas veces en esos casos que incluso la len­gua de la poesía se deforma y da de sí clichés, o que a consecuencia de un proceso meramente abstracto dirigido contra esa evo­lución, sin ir a las raíces de la problemática, se ponen —pour épater le bourgeois— rebuscados esquemas de acentos invertidos en el lugar de los esquemas ya desgastados. También aquí vamos a te­ner que contentarnos con una mera alusión a esas recaídas, pues la línea histórico-universal del desarrollo poético del lenguaje dis­curre del modo antes indicado de la creación de mundo sobre la base de una creciente polifonía de las significaciones siempre nacientes con la multiplicidad cada vez mayor de la evocación de efectos rítmicos, sonoros, pictóricos, etc.; en su síntesis se expre­san las relaciones objetivas, cada vez más complicadas, de los hombres en sociedad y sus reflejos en la vida anímica. Pero sería desconocer la situación histórica estética, en su pasado y en su devenir, el descuidar, por la creciente complejidad del contenido y, por tanto, de sus medios de expresión, la naturaleza esencial de la lengua poética, simplificadora, creadora de nueva inmediatez en la síntesis. Precisamente en esas conexiones cada vez más finas pueden conservar los más simples y grandes sentimientos una ex­presión adecuada, de suprema simplicidad, y pueden palabras o giros aparentemente desgastados, ya triviales, convertirse en por­tadores de nuevos y significativos modos de comportamiento hu­mano, y conformarlos —precisamente en su aparición verbal coti­diana— de un modo poéticamente adecuado, creador de mundo. Baste recordar a este respecto las célebres réplicas finales del Thoas goethiano en la Ifigenia: « ¡Id, pues!», « ¡Adiós! »

Se han indicado al menos algunos de los rasgos esenciales de la estructura de la obra, fijando así más claramente que hasta ahora el término ad quem de la separación de lo estético de la vida cotidiana. Pero lo que ante todo importaba era aclarar la orientación de principio de ese proceso en el cual lo estético se encuentra a sí mismo y se objetiva como formación autónoma. Lo que hemos expuesto en forma muy abstracta se concretará ulte­riormente en las discusiones siguientes respecto de las categorías filosóficamente decisivas. Pero como toda la primera parte de esta obra se concentra en la explicitación de la peculiaridad de lo estético según el método del materialismo dialéctico, el resultado de su totalidad no puede consistir sino en mostrar histórico-siste­máticamente en su necesidad la obra de arte como formación central de la esfera estética. Su concreta estructura categorial, con su detalle, será el objeto de nuestra segunda parte, y, desde luego, tampoco entonces con toda la concreción de los diversos géneros, estilos, etc. El que ya aquí, en el estudio de la génesis, hayamos anticipado tanto de las últimas consideraciones, es con­secuencia de nuestro método general, que intenta concebir las tendencias evolutivas, los puntos de partida genéticos visibles en los estadios iniciales, a partir de las objetivaciones plenamente desarrolladas. Pero la cuestión central de las presentes considera­ciones es la génesis de lo estético.

Con nuestros últimos análisis de la mundalidad del reflejo mimético de la realidad nos hemos visto llevados a ciertos problemas de la composición, ante todo en su forma más simple y originaria: la vinculación de reflejos de objetos diversos en la vanidad vivenciable, impositiva de la vivencia de un mundo conformado. Exponiendo un resumen arqueológico e histórico de la formación de grupos en las artes figurativas, Hoernes ha dado un conspecto muy instructivo de la situación que se produce al nivel evolutivo que estamos estudiando. Como es natural, se trata sólo de registrar hechos de la evolución histórica. «Las más antiguas obras recibidas del arte figurativo contienen innu­merables testimonios de la incapacidad de conseguir ya la más simple composición de grupos. Esa incapacidad reina tanto en el ámbito de las formas figurativas como en el de las que no lo son. La imagen suelta, el signo suelto, tienen un ser separado sumamente curioso y ajeno a nuestros conceptos, nuestros hábitos, una existencia tenaz sin vinculaciones recíprocas, sin coordinaciones ni subordinaciones, sin acentuación de lo uno por lo otro, etc. Éste es uno de los rasgos característicos esenciales de la imaginería paleolítica o diluvial. El arte postdiluvial se comporta de un modo comple­tamente distinto y hasta contrario. La tendencia dominante en este último, la ornamentística, está totalmente basada en las leyes más simples del ritmo y de la simetría»[42]. Volvemos a elegir la pintura para ejemplificar esta situación porque en ella aparece del modo más directo y claro la conexión decisiva; más tarde hablaremos de las cuestiones mucho más mediadas que se suscitan en las demás artes.

Ocurre pues que los dos reflejos estéticos, por lo común in­conscientes, de la realidad analizados en nuestras anteriores con­sideraciones, las dos corrientes amundanales y mágicamente re­cubiertas —la mimesis de objetos aislados y la ornamentística abs­tracta— coinciden y pueden levantarse a una cierta unidad sinté­tica.

Pero sabemos que en el mundo real del hombre real esos fetiches sustantivos no existen sino, a lo sumo, imaginativamente. Lo que llamamos una tendencia artística surge siempre de la realidad cotidiana de los hombres; la aspira­ción esencial, el modo como una tal tendencia refleja evocadora-mente la realidad, es por su contenido no el resultado de una enigmática «voluntad de arte», sino producto en su forma de la realidad social de cada caso, tal como ésta se presenta consciente­mente en la cotidianidad; y ello en forma de necesidades que en su modo positivo de manifestación aparecen muy difuminadas, sin perfil, indeterminadas, de tal modo que los hombres de la cotidia­nidad no serían capaces de formularlas de alguna forma más que en extremos casos excepcionales, pero que, por su contenido esen­cial, poseen intenciones muy precisas. Esto se revela en su gran resolución negativa, en su capacidad defensiva: cuando la respues­ta del arte a las misiones sociales que así se perciben no concuer­da con el planteamiento —falso o implícito incluso—, recibe una recusación resuelta que a menudo no conoce el menor matiz ni la menor vacilación. Incluso esta seguri­dad negativa debe entenderse sólo como una tendencia histórico-social, eficaz con muchas irregularidades y oscilaciones, y que tienen que aclararse en cada caso concreto por medio de un aná­lisis concreto de la situación histórica. Aparte, pues, de la osci­lación general en cuanto a la claridad de los modos de manifesta­ción de esas necesidades influyentes en el camino del arte, hay que indicar que el deseo que se manifiesta en ellas es por naturaleza una «exigencia del día». La respuesta artística a esa exigencia pue­de orientarse —recogiéndola— a la significación del momento de que se trate en la historia de la humanidad: en esos casos puede muy fácilmente tener lugar una ignorancia o mala interpretación de la significación real, o sea: el logro artístico se acepta sólo como satisfacción del día, mientras que el valor real no se hace cons­ciente hasta mucho después (efecto de Shakespeare en su época); y hasta puede producirse una recusación o una insensibilidad completa. Todas esas complicaciones, cuyo número, naturaleza, etcétera, aún podrían aumentarse mucho, no alteran el hecho de que se trata de un dato estructural y básico del origen de las co­rrientes artísticas. Sobre todo porque los rasgos esenciales y fundamentales de esa situación son mucho más generales que la mera relación entre la creación artística y las necesidades intelec­tuales humanas de la cotidianidad. Se trata más bien del esquema genético de toda novedad, sea teorética o práctica, en la ciencia, la política, la moral o el arte. Hegel ha descrito acertadamente deter­minados momentos de esas situaciones:

El Espíritu oculto que llama al presente, que, aún subterráneo, no ha madurado hasta la existencia presente y quiere salir a ella, es el Espíritu, para el cual el mundo presente es sólo un caparazón que encierra en sí un núcleo distinto del que pertenecía a esa cápsula... Es difícil saber lo que se quiere; se puede querer algo de hecho, y estar sin em­bargo en la actitud negativa, no estar satisfecho; puede perfecta­mente faltar la conciencia de lo afirmativo[43].

La concepción idea­lista del Espíritu del Mundo se refleja manifiestamente en el hecho de que la nueva Idea, como Espíritu, es la que tiene la iniciativa, en vez de ser producida por las necesidades del momento histórico. El materialismo histórico, que deriva tales transformaciones y fle­xiones partiendo de las transformaciones de la base, de la necesi­dad en que está la sobrestructura de adecuarse a esas alteraciones, da la explicación adecuada de ese problema. Desde el punto de vista de nuestra problemática es importante, por una parte, subra­yar lo común a todas las esferas de las ocupaciones humano-socia­les: los sentimientos de placer o desagrado, la satisfacción o la inquietud frente a lo que es mera existencia, el deseo de lo nue­vo, etc.; y tras esos actos subjetivos, a menudo muy heterogéneos, está siempre un contenido social común, del cual nacen y al cual se orientan. Por simplificar la exposición no recogeremos las com­plicaciones clasistas de estas situaciones. La descripción aquí dada vale siempre, aproximadamente, para una clase que sea decisiva en el momento histórico dado. La escisión entre el ser y la conciencia se referirá en la mayoría de los casos a todas las clases, de tal modo que en casi todas ellas surgirán, por lo común, nuevas necesidades, etc. Pero el contenido y la orientación de estas, etcé­tera, será diverso y contrapuesto[44].

Surgen nuevos métodos y nuevos resultados cientí­ficos, nuevas consignas políticas, nuevas formas de organización, nuevos fines, nuevas normas éticas y nuevos modelos morales, nue­vas costumbres, nuevos modos de comportamiento en la vida cotidiana, etc. En el arte ésa es la hora natal de formas nuevas. No podemos describir aquí el complicadísimo proceso de nacimiento de las formas a partir de los contenidos (lo cual será una de las cuestiones centrales de la segunda parte de esta obra). Nos limita­remos a indicar que —del mismo modo que la entera vida de los hombres discurre siempre en cada caso en la misma realidad obje­tiva— el nuevo contenido que nace de la transformación de la estructura social tiene que ser en última instancia el mismo en los diversos campos sociales de actuación. Lo específico de la forma artística consiste «meramente» en que tiene que dar respuesta a una necesidad vital que nace de esa situación, en que está destinada a satisfacerla. Precisamente el nuevo y abarcante contenido que recoge todas las esferas de la vida, que provoca trasformacio­nes cualitativas en el hombre entero, produce una tal universali­dad de las nuevas necesidades vivenciales, frente a las cuales se encuentran por lo común formas evocadoras mucho más antiguas y que son ya incapaces de recibir el contenido. Como son precisa­mente los artistas aquellos cuya sensibilidad se desarrolla profe­sionalmente en ese sentido, ellos reaccionarán con especial finura a esas trasformaciones; siempre hay artistas que siguen recibiendo y representando artísticamente la realidad al modo viejo, porque esta actitud es en ellos hábito inconmovible; pero eso no altera en nada el hecho básico. Al responder los artistas a su modo a los nuevos fenómenos de la trasformación social, se les produce a ellos mismos la ilusión de que se trata sólo de una nueva y pura cues­tión formal nacida de la evolución del arte mismo, de las necesi­dades de su propia autorrealizacíón artística, etc. Inmediata y subjetivamente, por lo demás, esa ilusión es relativamente verda­dera; pero con una verdad puramente inmediata y subjetiva, que no es capaz de penetrar hasta el descubrimiento de las causas objetivas del propio comportamiento. Y seguramente no es casual que frecuentemente —aunque no siempre— sean precisamente los grandes artistas los que poseen un cierto barrunto de la tarea social que dio vida a sus específicas soluciones formales. (Aquí no podemos estudiar la medida en que se formula intelectualmente esa sensibilidad, o la medida en la cual representa una conciencia falsa.) Añadamos, por último, que las trasformaciones de la base muestran una evolución también irregular con sus consecuencias ideológicas descritas. Para nuestros fines bastará con destacar, del inagotable complejo que estamos rozando, el hecho de que el cambio de las relaciones sociales de los hombres entre ellos, del metabolismo de la sociedad con la naturaleza, afecta necesariamente con intensidad diversa los complejos vivenciales que influ­yen inmediatamente en los fundamentos del modo de evocación de las distintas artes y los distintos géneros artísticos. Esto tiene como consecuencia el que las trasformaciones formales aludidas no suelan presentarse simultáneamente y con la misma fuerza en el entero terreno del arte, sino que la evolución social influya, fa­vorable o desfavorablemente, unas veces en un arte o género artístico y otras veces en otro.

El nacimiento propiamente dicho de la pintura –de la pintura en el sentido que ha conservado hasta hoy a pesar de todas las trasformaciones históricas— puede pues entenderse partiendo del encuentro y la unificación de las tendencias mimética y decorativo-ornamental. Nuestras precedentes consideraciones muestran de qué modo puede haber tenido lugar ese encuentro de tendencias artísticas al principio del todo heterogéneas. Lo paradójico de esta situación se supera si se descubre el punto de partida —nacido sobre la base de trasformaciones histórico-sociales de la vida de los hombres en sus relaciones entre ellos— en el intercambio de la sociedad de que se trate con la naturaleza. Lo que en la fijación momificada como conformación definitiva aparece como contrapo­sición excluyente puede perfectamente reconducirse desde la caó­tica necesidad de la cotidianidad a la condición de elemento y movimiento de la vida misma, y aparecer sin paradoja alguna, con nueva unidad, como nueva exigencia del día. En esos procesos se aprecia claramente la viva y fecunda interacción entre el reflejo artístico de la realidad y la vida y el pensamiento cotidianos. Lo que conforma el arte, reproduciendo el mundo a su manera, le­vanta ante todo datos de la existencia humana social a un nivel de claridad y conciencia muy superior al accesible con los medios propios de la cotidianidad para los hombres de esa esfera. Este efecto se despliega en dos direcciones íntimamente vinculadas una con otra: en primer lugar, la impresión evocadora que hace de la formación artística una vivencia del receptor, del hombre de la cotidianidad, muta en contenido tanto más profundamente cuanto más intensa es la vivencia, La nueva realidad que la obra de arte hace vivenciable de un modo general por su reflejo evocador se convierte así en un elemento de la vida cotidiana, elemento enri­quecedor, que amplía el horizonte y refuerza la capacidad percep­tiva para la aprehensión de nuevos hechos y nuevas conexiones de la vida. Pero —en segundo lugar— sería una simplificación excesi­va el olvidar, por el primado de la realidad del contenido, la in­fluencia directa o indirecta de las nuevas formas en la realidad cotidiana. El superior desarrollo de la capacidad receptiva de lo nuevo no puede tener lugar sin que el hombre de la vida cotidiana desarrolle también subsiguientemente las formas de sus observaciones, y su ordenación, su capacidad de correlatar los hechos y las rela­ciones entre los hechos.

Por grande que sea la tensión entre esas apercepciones en la cotidianidad y su conversión en forma en el arte, en los dos casos se trata del reflejo de la misma realidad objetiva, y hasta de las mismas nuevas estructuras y tendencias en ese reflejo. Como el arte del pasado obró de ese modo sobre la cotidianidad, trasformó de ese modo a sus hombres, es fácil comprender que, cuando la vida social produce novedad y esa novedad altera el comporta­miento de los hombres, sus sentimientos, sus ideas, etc., las in­fluencias del arte del pasado están contenidas en las nuevas nece­sidades que surgen, independientemente de que los hombres que presentan ahora las nuevas exigencias tengan o no conciencia de ello. Se sigue naturalmente de la estructura de la cotidianidad, antes estudiada, que las interrelaciones entre ella y el arte no pueden reducirse nunca a esas dos esferas. Aparte de las influen­cias directas ejercidas sobre el desarrollo del arte por los resul­tados del trabajo, la técnica, la ciencia, etc., es obvio que tampoco le dejarán intacto las necesidades nacidas en la cotidianidad y la tarea social dimanante para el arte. La exigencia del día, aparente­mente informe, nace de la totalidad de las nuevas experiencias, en lo cual tienen evidentemente que desempeñar también un gran pa­pel los momentos procedentes del anterior ejercicio artístico, los cuales presentan por su naturaleza una intención específica de no­vedad artística. (Es obvio que las experiencias artísticas del pasado pueden también tener en ese proceso una función conservadora, inhibidora u obstaculizadora de lo nuevo.) Pero el estudio detalla­do de las complicaciones subsiguientes pertenece ya a la conside­ración histórico-materialista de la efectiva evolución del arte.

Al hablar de la ornamentística hemos aludido ya a su temprana culminación y a la relativa atemporalidad de sus posteriores in­fluencias. También hemos intentado mostrar de qué modo su na­turaleza y el atractivo que ejerce tienen mucho que ver con el primer y magnífico dominio intelectual de la realidad objetiva, o sea, con la ordenación de sus fenómenos según leyes por obra de la geometría. Como no se trata sólo de un período multimilenario de la evolución de la humanidad, sino, además, de la inflexión acaso más decisiva de ese camino —el paso del período recolector al de la producción propiamente dicha—, los efectos de esos hechos tienen que ser muy duraderos. Por poco desarrollada que sea al principio la producción, objetivamente se produce con ella un salto cualitativo que tiene que influir, antes o después, en toda la cultura material e intelectual de los hombres basta constituir su fundamento permanente. La aparición y el predominio cada vez más intenso de los principios ordenadores como reflejo y, al mis­mo tiempo, estímulo del nuevo dominio de la naturaleza, su pro­moción a elementos estructurales constructivos de las concepcio­nes del mundo que van liberándose de las vinculaciones mágico-religiosas, se manifiestan estéticamente en la influencia de la ornamentística, la cual es de larga duración, determinante y hasta exclusiva. Los restos de la mimesis propia de la edad de los caza­dores no arrojan verosímilmente ninguna continuidad con los anti­guos logros, nacidos por una situación excepcional y jamás repe­tible. Gordon Childe ha dicho acertadamente sobre la transición a la nueva formación: «Otros pueblos, que no han dejado tan brillante memoria de sí mismos, crearon en cambio la nueva eco­nomía productora de alimentos». Luego de la edad glacial, la representación artística se orienta en el sentido de la convencionalidad: «El artista no se esforzaba ya por refigurar un ciervo individual vivo, o por aludirle al menos; se contenta ya con el mínimo posible de trazos, con objeto de indicar los atributos esenciales que permiten reconocer a un ciervo»[45].

La consolidación de la nueva formación influyó como es natu­ral aún más intensamente en ese sentido. Tiene razón Scheltema cuando habla de una completa «transición desde la imagen mne­mónica contemplada basta la “imagen intelectual” construida, la cual se limitaba a la mera comunicación, a la identificación de los objetos de que se trate»[46]. Scheltema intenta también probar que cuando la plástica, ya desarrollada en el sur, llegó a la Europa septentrional, se encontró en ella «prácticamente con un vacío»; «tras una inicial imitación, la forma figurativa extranjera se desna­turaliza y llega finalmente a cristalizar en un esquema geométrico sin figuración»[47]. Esas afirmaciones tienen para nosotros cierto valor, porque muestran lo firmemente que estaba arraigado en la cultura de los agricultores y ganaderos primitivos el reflejo orna­mental, abstractamente geométrico, de la realidad: incluso cuando

entraban en contacto con obras de culturas más desarrolladas, la vida cotidiana de aquellos hombres rechazaba con espontánea ob­viedad la mimesis expresa en aquellas influencias y la adecuaba instintivamente a las propias necesidades estéticas, o sea, practi­caba una involución de la mimesis en ornamentística abstracta. Pero Scheltema deforma sus correctas esti­maciones fácticas, por de pronto, al estilizar ese estadio evolutivo haciendo de él un modelo absoluto, como cuando escribe: «Aún más claramente se comprobará que la ornamentística, por su pe­culiar fidelidad al objeto, no puede ser por principio sino abstracta y geométrica. Ya con esto se entiende que la antigua ornamentística nórdica no puede ser nunca, por esos motivos, representación de la naturaleza, y sólo raras veces simbólica». Por otra parte, se­gún Scheltema, se sigue de esa «situación real» la necesidad de despreciar el realismo mimético, ante todo en la Antigüedad, desde el punto de vista estético: y así la actitud defensiva, histórica­mente comprensible, de una cultura de origen y desarrollo orgá­nicos, pero inferior, contra las influencias de otra cultura superior para alcanzar la cual aún no contaba con fundamentos sociales ni, por tanto, estéticos: se convierte por obra de nuestro autor en un superior principio artístico «germánico» deducido de ella. Según Scheltema, «también en este punto puede hablarse, a propósito de esta ornamentística pura y en ciertas circunstancias, de una recu­sación del “antropomorfismo” meridional»[48]. Scheltema lleva con­secuentemente hasta el final la filosofía de la historia que asoma en esas consideraciones. Según la moda imperante desde Chamber­lam y Spengler, se lanza un ataque «contra la absurda articulación del decurso del arte en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna»[49], ataque que concluye con la tesis de que el arte medieval enlaza directamente con el prehistórico; esto no sólo anula el papel de la Antigüedad, sino que, además, suprime arbitrariamente las tendencias mimético-realistas de la Edad Media.

La ornamentística de los pueblos campesinos primitivos es un producto orgánico de su nivel de producción. Considerada his­tórico-universalmente, se encuentra por encima de los comienzos, excepcionalmente favorables, de la mímesis originaria porque ya puede —de acuerdo con el superior modo de producción que sub­yace a esa sociedad— plantear y resolver el problema de la unidad, el orden, la jerarquía, la coordinación y la subordinación, con lo cual no sólo es capaz de crear algo en sí mismo superior, sino también de poner en el mundo principios que serán acervo perma­nente de todo arte posterior. Ésta no es nin­guna exigencia puesta por una determinada filosofía al arte. Se trata más bien de un sencillísimo hecho vital, fácil de ver para cualquier consideración sin prejuicios. La vida primitiva puede seguir adelante como vida con unos pocos principios ordenadores. La vida de una tal sociedad, las relaciones de los hombres entre ellos y con su concreta comunidad, carece aún de problemática in­terna en el estadio del comunismo primitivo. El intercambio de la sociedad con la naturaleza es aún sumamente simple, el dominio sobre la naturaleza está aún limitado, externa e internamente, a un ámbito diminuto. Por eso, como hemos mostrado en su momento, el principio de lo geométrico, abstracto, pero absoluto e infalible en su abstracto ámbito de validez, puede conseguir también en la práctica artística una importancia tan poderosa y patética que le permita dominar durante milenios la producción y el goce esté­ticos. La serie histórica, aparentemente asombrosa, de mimesis sin mundo, ornamentística sin mundo y arte creador de mundo se aclara en cuanto que se tiene en cuenta que sólo gracias a la uni­versalidad del trabajo en la sociedad el ritmo, por ejemplo (pero también la simetría o la proporción), cobra un poder capaz de penetrar todas las manifestaciones vitales. Por último, la creciente universalidad del trabajo crea la posibilidad real de re­producir míticamente las objetividades y las relaciones también según un orden rítmico, reguladas por la simetría y la pro­porción.

Pero precisamente porque el fundamento de esa sociedad neo­lítica ha formado un modo de producción continuable y desarro­llable, la sociedad, al menos en determinados lugares y tiempos, tenía que rebasar constantemente esos estadios. Gordon Childe habla acertadamente de una «revolución neolítica», pero añadiendo con no menor acierto que sobre esa base tenía que producirse otra, lo que él llama la «revolución urbana».

Nos interesan aquí las nuevas necesidades nacidas sobre esa base en la vida cotidiana, las exigen­cias del día planteadas al arte por la nueva sociedad. Por una parte, lo decisivo es la descomposición del comunismo primitivo: la sociedad originaria se disuelve, la vida misma plantea el pro­blema de la contradictoriedad entre la sociedad y el individuo en formación. Hemos aludido ya, apelando a Marx, al hecho de que el contenido y la forma, la estructura y la evolución, etc., de esta trasformación han podido discurrir por caminos muy varios; ca­racterística es, por ejemplo, la diferencia entre Grecia y Egipto, el Asia Menor, etc., y entre todo ese área y los pueblos germánicos. La importancia decisiva de la Antigüedad griega se encuentra —para nuestras consideraciones— en el hecho ante todo de que un sistema de contradicciones antagonísticas entre la sociedad y los individuos se lleva aquí por primera vez hasta el final, tiene un desarrollo que abarca todas las determinaciones de este complejo problemático. Esto diferencia ya los epos homéricos de poemas análogos del Oriente, pero se expresa sobre todo en el origen de la tragedia como género. La introducción del diálogo por el segundo actor ya en Esquilo es la expresión artístico-formal de que el prin­cipio dialéctico-dialógico se ha convertido en el drama en funda­mento de una creación mimética de mundo.

La nueva forma, el drama, es la satisfacción de la tarea social que ha impuesto al arte, de modo caótico e informe, la rea­lidad social en cambio tempestuoso.

Puesto que el drama, como género artístico creador de mundo, no es posible sino en el terreno de un nivel social ya consciente de sí mismo como vida pública, las conexiones genéticas que con­tribuyeron a su nacimiento son relativamente fáciles de estudiar. Más difícil es la situación por lo que hace a la creación de espacio —y a través de ella, de mundo- en la pintura. Aquí se trata del nacimiento de necesidades cuyas raíces se encuentran mucho más intensamente afincadas en la vida privada de la cotidianidad y que, por tanto, son mucho más difíciles de explicitar que los he­chos, manifiestos a todos, de la vida pública. Desde la bús­queda de cobijo en las cuevas hasta las fundaciones de ciudades se desarrolla un largo proceso en cuyo decurso la creciente seguri­dad de la vida y, con ella, el ocio y la cultura crecientes, trasfor­man el techo protector casual en una casa adornada. Alrededor de la habitación surgen —pública y privadamente— fragmentos de naturaleza pri­mero simplemente elegidos, luego incluso formados intencionada­mente, en los cuales la naturaleza misma aparece ya tan sometida que empieza a desempeñar el papel dominante, el aspecto por el cual la naturaleza se convierte en portadora de vivencias, senti­mientos, etc., humanos (setos, jardines, etc.). Aunque probable­mente en tiempos de Homero incluso los jardines más lujosos hayan sido esencialmente huertos[50], sus descripciones homéricas muestran que las relaciones del hombre con ellos no se limitan ya al aprovechamiento material de los frutos; esas descripciones evo­can vivencias diversas.

Hay muchos hechos numerables en este contexto. Basta para nuestros fines con registrar que, a partir de un determinado nivel cultural, los hombres empiezan a vivir placenteramente con­cretos espacios poblados por objetos como un entorno natural, permanente; son espacios ante cuya dominación visual tenía que resultar impotente, como expresión evocadora, la geometría, por ornamental que se hubiera hecho. Esta situación se presenta aún más acusadamente cuando se piensa que, para la actividad de la fantasía, todos esos templos, palacios, jardines, están rebosantes de recuerdos míticos de héroes, dioses, semidioses, etc., y que los datos de sus vidas y hazañas relacionados con dichos lugares son parte del efecto producido, por ejemplo, por un macizo de flores. Partiendo de esos y otros análogos hechos anímicos de la vida cotidiana nace la exigencia del día a la pintura: la exigencia de refiguración mimética de un espacio concreto en cada caso, pobla­do por objetos también concretos, que abarque figuras y objetos de tal modo que parezcan tener en él el lugar adecuado de su exis­tencia, y de tal modo también que todo ello tenga para el contem­plador la forma apariencial de ser la refiguración visible y domi­nable del mundo propio del hombre. Las necesidades, antes esbo­zadas, que suscitan tales exigencias condicionan sin embargo al mismo tiempo el carácter espacial y ornamental de la represen­tación mimética. Ésta no refleja, pues, sólo un concreto espacio animado, sino que tiene también la función de animar un espa­cio concreto y real, hacerlo aún más patria del hombre, mundo propio.

La simultaneidad de esos dos conjuntos de exigencias determi­na los rasgos esenciales decisivos de la naciente síntesis artístico-visual: la inseparabilidad de la bidimensionalidad y la tridimen­sionalidad de la creación artística pictórica. Recordemos: para la pintura mimética sumamente desarrollada del paleolítico no exis­tió bidimensionaiidad alguna. Todos los observadores de la pintura rupestre describen el hecho de que la representación no tiene en absoluto en cuenta la pared en que está pintada. Y esa concentra­ción exclusiva sobre la individualidad de un objeto mimético tiene una doble consecuencia negativa: la ausencia de bidimensionalidad de la imagen disuelve al mismo tiempo la relación del objeto re­presentado con otros objetos del espacio y con cualquier espacio concreto. Sin duda no es casual que cuando, como hemos visto, empieza a presentarse una multiobjetividad relacional se termine al mismo tiempo el milagro de la individualidad singular y las figuras, vinculadas unas con otras, se acerquen a cierta simplifica­ción y abstracción ornamental. Y el otro extremo del pasado, la ornamentística, elimina por su parte totalmente la tercera dimen­sión: incluso cuando, por un tratamiento en relieve, existe práctica y materialmente esa dimensión, no tiene relevancia para el efecto artístico-visual. Los objetos representados carecen de plenitud mimética, son meras cifras reconocibles de una escritura secreta, sobre todo porque, como también hemos visto, las relaciones no suelen proceder de la esencia de la objetividad de lo representado.

Sería muy sencillo, y consecuente desde el punto de vista metodológico de una dialéctica idealista, ver en el complejo forma-contenido que ahora nos ocupa una síntesis nacida de la tesis «mimesis pura» y la antítesis «ornamentación pura». Pero la dia­léctica de la realidad es mucho más complicada que esos esque­mas. Hemos visto, en efecto, que las tendencias artísticas descritas y las estructuras de obra artística correspondientes no nacen una de otra, sino que son reflejos estéticos y formas de expresión estéticas de una complicada evolución histórica. La negación de la negación que aquí aparece al final no debe pues —de acuerdo con lo que dice Engels a propósito de la exposición de la negación de la negación por Marx en El Capital— presentarse como «prueba» de una necesidad histórica: «Al contrario: una vez que [Marx] ha pro­bado históricamente que el proceso ha tenido en parte lugar y en parte tiene que realizarse aún, lo califica además como proceso que se desarrolla según una determinada ley dialéctica»[51]. Lo mismo puede decirse, pero más categóricamente, por lo que hace al caso aquí tratado, puesto que en él el asunto no es un movimiento pri­mario de la vida social, el movimiento de la economía, sino un movimiento de la sobrestructura, en la cual, como nos hemos esfor­zado por mostrar, toda trasformación se sigue de las alteraciones económicas fundamentales. La relación de la «negación de la nega­ción» con esos momentos muestra muy claramente esta estructura. Más bien ocurre meramente que las dilatadas experiencias artísticas conseguidas en la aplicación de dicho principio adecuados de la visualidad evoca­dora, se convierten, cualitativamente alteradas, en elemento esen­cial de la nueva consideración artística del mundo.

Podría decirse en resumen: esos principios eran en la ornamen­tística sin mundo los únicos principios decisivos de la ordenación artística. En el nuevo contexto de una mímesis orientada a la uni­versalidad —en la cual no sólo los objetos representados mismos, sino también sus relaciones entre ellos y con el espacio que los rodea, que ellos llenan, por el sistema así creado de complicadas interacciones, se convierten en un espacio concretamente evocador, ya no, o a lo sumo sólo de modo secundario, determinable por cate­gorías abstractamente geométricas—, los principios ordenadores decisivos tienen que ser también de carácter mimético. En la corriente capital de la evolución nace una composición cuyos prin­cipios pueden derivarse de la coexistencia tridimensional de figuras y objetos, de la naturaleza de sus relaciones (de su dramatismo, por ejemplo, como ocurre de modos diversos en la obra de Miguel Angel y la de Rembrandt, o de su función representativa, como es frecuente en la obra de Rafael, etc.). Y esos principios tienen la fisionomía de lo estético pleno ya en sus comienzos: son irrepeti­bles en lo concreto sin quebrar la obra de arte, o sea, tienen que nacer en cada caso, orgánicamente, del concreto ser-así del con­tenido a conformar, y tienen que generalizar su unicidad del modo que es específico del arte. Por eso es inagotable la variabilidad his­tórica e individual de las composiciones así nacidas. Pero esto no significa en ningún caso un arbitrio subjetivista. Por una parte, los principios de la composición están en cada caso determinados por el contenido. Y éste nace a su vez de las necesidades sociales de un pueblo concreto, una clase concreta, en un tiempo concreto, y muta, por la concepción del mundo del artista, por su toma de Posición ante los problemas vivos, en forma visual. Así la subje­tividad conformadora puede sin duda imponerse libre y amplia­mente, pero siempre limitada por la naturaleza, el alcance, etc., del ámbito de juego formal y de contenido nacido de aquellos condi­cionamientos, y se ve movida en determinadas direcciones, hacia determinados modos y medios de expresión, etc. Por otra parte, la subjetividad creadora se mueve por el camino determinado por esos componentes. Ningún artista puede sustraerse a la coherencia de lo empezado de ese modo —si es que quiere ser de verdad un artista—, porque el valor estético de su subjetividad muestra su justificación precisamente en el hecho de poder emprender y se­guir hasta sus últimas consecuencias un camino audaz e insó­lito.

Pero ésa no es más que una cara del problema de la composi­ción: la unidad de la objetividad visual-evocadora, tridimensional y concreta. Mas toda imagen realiza también —independientemen­te de la unidad concreto-espacial de lo múltiple, creada en ella— una unidad bidimensional de lo múltiple. Es imposible exagerar la plenitud, la intimidad de la coincidencia de esos dos sistemas, que, vistos abstracta e intelectualmente, son diversos y hasta heterogé­neos. Cada trazo de una imagen, cada color, cada línea, cada som­bra, etc., tiene que cumplir sin restos su función necesaria —rec­tamente orientadora de la evocación— en la unidad y en la sistemática bidimensionales igual que en las tridimensionales. La mundalidad de la pintura se debe, no en último lugar, a esa con­vergencia. Pues la infinitud intensiva del conjunto representado, así como de todas sus partes, depende de que todo elemento de la obra tiene que cumplir innumerables tareas en la conformación del detalle y en la coordinación compositiva y por eso tiene que ser capaz de revelar en cada momento aspectos nuevos. Esa tendencia se encuentra ya germinalmente en la forma inicial de la mimesis, pero se levanta luego a un nivel cualitativamente superior, se di­funde, se profundiza e intensifica por la unidad inseparable de la mimesis espacial-objetiva, que tiende a una totalidad concreta, y estas nuevas formas de lo decorativo-ornamental. La indisoluble referencialidad recíproca obra sobre ambos factores modificándo­los. La búsqueda de totalidad, de cerrazón de tendencias frecuente­mente orientadas de modo extensional en un espacio relativamente pequeño, la búsqueda de intensidad del sistema de referencias entre los objetos de la representación, tiene que reforzarse aún en esa interacción. El principio decorativo-ornamental pierde en cam­bio mucho de su abstracción y falta de contenido (o de su conte­nido trascendente, que es lo mismo). Pero como su trabajo al servicio del todo se reduce a poner objetos concretos y sus rela­ciones también concretas en contextos bidimensionales, o sea, a despertar sus posibilidades decorativas, lo privativo de ese princi­pio recibe un acento positivo. Se convierte en principio de la con­sumación definitiva de una aspiración a totalidad concreta, a con­tenido consumado, a propio mundo artístico para el hombre.

Cuanto más mundanal se hace una formación mimética, tanto más resuelto tiene que ser ese carácter meramente aproximado de las formas abstractas. Pero esto significa al mismo tiempo una inflexión cualitativa de toda la relación contenido-forma. Lo geométrico aparece ahora meramente como límite extremo de la concentración mimética, casi como una «idea regulativa» en el sentido de Kant, determinando al mismo tiempo todo y nada en la objetividad real. Bastará tal vez con recordar uno de los ejemplos más célebres de esta clase de com­posición, la Santa Ana del Louvre. Wolfflin ha descrito esa compo­sición como triángulo equilátero: según él, «todas las figuras... se mueven concéntricamente, y las direcciones contrarias se concen­tran en formas cerradas»; Leonardo habría intentado «cerrar en un espacio cada vez menor, cada vez más contenidos de movimien­to», etc[52]. No hará falta especial discusión para aclarar la contra­posición entre la función artística de un tal triángulo y la que tendría en la ornamentística verdaderamente abstracta. Aquí se aprecia concretamente lo que antes no podía afirmarse sino de un modo general: que los principios abstractos de ordenación —a consecuencia de la universalidad del trabajo en la vida de los hombres— tienen que reelaborarse para dar categorías de la ob­jetividad concreta.

Cuando hablamos de las tendencias decorativo-ornamentales de la imagen se trata, como muestran claramente las consideraciones anteriores, de mucho más que geometría pura. Puede incluso decirse que a medida que se desarrolla la pintura, a medida que se encuentra a sí misma como arte, van cobrando mayor importancia el acorde decorativo de los colores, la fundamentación última de sus más complicadas funciones formadoras de objetividad y espa­cialidad (claroscuro, sombras, perspectiva, valeur, etc.) en su ar­monía fisiológica. Ésta se presenta en formas tanto más mediadas y ocultas cuanto más desarrollada está la pintura como tal, pero como base tiene que estar siempre presente, porque de no ser así la totalidad de la bidimensionalidad se hace confusa, sin carácter, incoherente, etc. Esta supremacía de lo puramente pictórico no se reduce, naturalmente, a la coloración, sino que penetra todos los momentos de la composición. Un dibujo en blanco y negro puede estar proyectado de un modo puramente pictórico, y en cambio el dibujo puede dominar perfectamente en cuadros cromáticos, hasta el punto de que los colores se degraden a puro accesorio. (Piénsese en Rembrandt y en Botticelli.) Pero por complicada, retorcida y oculta que sea la influencia de esas determinaciones, siempre se produce una armonía bidimensional del cuadro, su ordenación y dominio pasivo por principios decorativos. Precisamente la historia de la pintura moderna muestra que muchas veces nuevas corrientes han tenido una aceptación apasionada o han sufrido una recusación no menos encendida según el modo como recogie­ran la mimesis específica del presente, con sus exigencias del día por lo que hace a la conformación del mundo propio tridimen­sional. Una vez sustanciadas esas luchas se formó en la conciencia estética general la naturaleza decorativa de tales cuadros. Estas y otras tendencias, reforzadas por las tendencias subjetivistas y for­malistas promovidas por el idealismo filosófico en la consideración burguesa tardía del arte, conducen a que muchos estudiosos im­portantes del arte identifiquen simplemente en la pintura lo deco­rativo con lo pictórico; Bernard Berenson, por ejemplo, distingue en pintura entre ilustración —con lo que alude a todo contenido «extraartístíco», perteneciente al mundo externo o al espíritu— y los principios decorativos, únicos que considera artísticos. Que­dan, dice conclusivamente, «todos los elementos decorativos, los cuales, en mi opinión, son lo esencial de la obra de arte, por enci­ma de las trasformaciones de la moda y del gusto»[53].

Una separación tan grosera entre el contenido, supuestamente extraartístico, y la forma, única entidad supuestamente artística, destruye la unidad viva de la obra de arte. Ese método está muy difundido en la consideración del arte por el último siglo, aunque la comprensión y el análisis por parte de los historiadores dota­dos sea mucho mejor que las consideraciones teoréticas que les subyacen. También Riegl contrapone rígidamente el contenido y la forma. « Pues el contenido iconográfico es completamente distinto del artístico; la finalidad (despertar de determinadas representa­ciones) al que sirve el primero es externa, como los fines utilita­rios de las obras artesanales y arquitectónicas, mientras que la fina­lidad artística propiamente dicha se orienta exclusivamente a re­presentar las cosas en silueta y color, en el plano y en el espacio, de tal modo que susciten el liberador y placentero sentimiento del contemplador.» Riegl se distingue ventajosamente de muchos otros historiadores del arte porque, al menos como problema, percibe la conexión entre contenido artístico y contenido iconográfico: « Pues no puede haber duda de que entre las representaciones que el hom­bre quiere ver hechas sensibles en la obra de arte y el modo como aspira a que se traten los medios sensibles utilizados (las figu­ras, etc.) existe una conexión íntima»[54]. Es, desde luego, un hecho que el tratamiento del contenido iconográfico se separa a menudo totalmente de los problemas estéticos de la dación de forma, y que, a la inversa, otras tantas veces el contenido no es más que un pretexto para expresar efectos pictóricos decorativos, independien­temente del espacio y del tiempo de la historia. Y al nivel que hemos alcanzado de aclaración de lo estético no puede contrastarse convincentemente, concretamente, en todos sus detalles, la expues­ta dialéctica del contenido y la forma con sus contraposiciones mecánicas. (También esto será tarea de la segunda parte de esta obra.)

Pero en principio ya aquí hay que indicar que lo que suele lla­marse contenido iconográfico es parte de la exigencia que la vida pone en cada caso al arte. Ese contenido abarca determinadas si­tuaciones humanas, acciones que las preparan y las siguen, deter­minados caracteres, destinos, relaciones entre los hombres, etc. En la medida en que un tal complejo constituye como mito, saga, escritura sagrada o profana, la exigencia de contenido puesta a la representación artística constituye, pese a toda su determinación como contenido, e incluso en el caso de poseer una formulación teológica exacta y profunda, una materia prima caótica, sin ca­rácter, desde el punto de vista del artista. La orientación y la forma se producen cuando el artista trasforma en contenido artístico concreto lo que se le contrapone como postulado, como imposición social, pues la conformación pictórica —tanto la decorativa como la mimética, igual que su unidad en la coincidencia de los princi­pios y elementos de composición tridimensional con los bidimen­sionales— no puede imponerse sino como forma particular de ese contenido, que es ya particular, y no iconográficamente general. Como es natural, esa relación debe entenderse en sus rectas pro­porciones dialécticas. Ni la pintura es una mera realización de la tarea social iconográficamente propuesta, ni esa misión social es mero pretexto del que el arte pueda hacer cualquier cosa. La mejor manera de describir la esencia de esa relación es considerarla como un ámbito de juego: concreto, porque abarca y resume de algún modo los deseos de la cotidianidad, y les da una determinada figu­ra, una cierta dirección, etc.; abstracto, porque sólo la actividad artística conformadora realiza unívocamente las posibilidades, a menudo contradictorias, que duermen en él.

Muestra Riegl que determinados contenidos de ese tipo muestran sin duda por lo general cierta convergencia con determinadas soluciones formales, pero que no se trata de nin­guna vinculación unívoca, ni menos constrictiva, o sea, que hay diversos caminos de solución en el campo de lo posible, sin aban­donar la fundamentalidad de cada contenido, aunque éste quede sometido con ello a considerables variaciones. Riegl está hablando de los llamados retratos de regentes, tema predilecto —y muy fundado socialmente— de la pintura holandesa del siglo XVII. Riegl[55] muestra no sólo teoréticamente, sino también en base a un gran material fáctico, que ese tema promueve y produce un modo de composición orientado a una coordinación de la atención. Pero al mismo tiempo muestra cómo Rembrandt, en sus Stallmeesters, pone en lugar de la coordinación una subordinación, porque tam­bién él por su parte seguía un principio de concepción del mundo que «en sus bocetos tiende siempre a captar el germen de un con­flicto dramático».

No es necesario que nos ocupemos aquí de los ulteriores deta­lles de esta cuestión. Nos quedan dos planteamientos importantes: primero, que la tarea social «iconográfica» ofrece al artista un determinado ámbito de juego compositivo, aunque las diferencias contenidas en él no se agudicen siempre hasta la contraposición descrita; segundo, que en esa situación aparecen principios (coor­dinación y subordinación) llamados a ordenar formalmente en su inmediatez la composición bidimensional igual que la tridimensio­nal, pero que, en cuanto se trasponen en práctica artística, toman una dirección de contenido decisiva para la cualidad evocadora de la imagen (en nuestro caso: situación estática y tranquila o dra­matismo interno). Esta doble determinación conjunta muestra, por una parte, la interacción dialéctica, firme y elástica, entre los momentos de contenido y los momentos formales de la obra de arte, y, por otra parte, que la toma de posición del artista ante las grandes cuestiones de su época es al mismo tiempo punto de par­tida y coronación de la conformación, precisamente respecto de la cuestión, de apariencia puramente formal, del principio formal decorativo en el cuadro. La impresionante grandeza de Rembrandt se debe, no en último lugar, a que, en la ascendente Holanda bur­guesa> en la que contemporáneos de gran altura artística vivían una seguridad de la sociedad burguesa por ellos aceptada, él tro­pieza siempre con la dramática contradictoriedad de esa sociedad; en eso tiene su fuente la contraposición compositiva entre coor­dinación y subordinación. (Dicho sea de paso: sería un gran error esquemático-formalista identificar simplemente el contraste entre esos principios de composición con las contraposiciones de con­cepción del mundo que acabamos de indicar. La subordinación puede muy bien expresar la calma y el equilibrio, como ocurre en la Madonna de Castelfranco, de Giorgione, mientras que cuando, por ejemplo, Pieter Brueghel da forma tan «coordinada» a la crucifixión que Cristo casi desaparece en el río infinito de las víctimas (víctimas del régimen del duque de Alba en Flandes), se produce una intensificación antes desconocida y grandiosa del principio dramático-trágico. Y es obviamente claro que lo aquí expuesto vale para la concentración, en última instancia formal, de las formacio­nes mimético-mundanales en todos los casos de aplicación de principios de composición decorativa).

Nuestras consideraciones han mostrado que las formas abs­tractas de reflejo que absorbe y asimila la mimesis creadora de mundo no sólo no se encuentran en contraposición antinómica alguna con las tendencias mimético-realistas, sino que, a conse­cuencia de su fecunda contradictoriedad, están llamadas a refor­zarlas. Sólo se produce una paradoja aparente cuando elementos ornamentales que en un nivel inicial se bastan solos para aquel fin, para crear una clase de arte grande, aunque sin mundo, pero perfecta precisamente en esa amundali­dad, y cuya validez no se ha terminado ni se terminará, se con­vierten en elementos de una conformación mimética en la pintura. Era necesario exponer detalladamente su función en la nueva pin­tura creadora de mundo, porque precisamente en ella —y, con la excepción del relieve escultórico, sólo en ella— cobra tales fun­ciones. En cualquier otro caso, las formas abstractas son por anti­cipado momentos meros de la conformación total, sin la capacidad de formar sistemas estéticos cerrados y sustantivos; y en las de­más artes, en la literatura o en la música, el principio decorativo-ornamental no actúa más que en un sentido indirecto, traslaticio. (En seguida veremos que tras esa significación de apariencia ne­tamente metafórica se esconden reales problemas estéticos, aun­que no equiparables con los que acabamos de tratar.)

Por eso había que resolver la aparente paradoja estudiando pre­cisamente la pintura, mostrando que las tendencias ornamentales-decorativas de ésta se encuentran, por su esencia estética, al servi­cio de la consumada conformación artística de la mímesis. Ese servicio consiste en lo esencial en que la cerrazón y con ello, ante todo, el carácter típico de las figuras y las situa­ciones, consigue una intensificación inasequible en otro caso. Aca­bamos de indicar que los principios ordenadores decorativos apa­rentemente más abstractos y formales cobran en el contexto de la representación mimética un carácter de tonalidad que es concreto y de contenido, una fuerza evocadora de esa misma naturaleza, con lo cual lo incluido, desde motivaciones puramente compositivas y posicionales, en el reflejo veraz puede rebasar considerablemente la tipicidad presente en sí. La disposición decorativo-ornamental —sólo en esa unidad indisoluble con lo miméticamente acertado— puede servir también para hacer intuibles con más claridad la indi­vidualidad, la conexión jerárquica, el lugar en la escena dramática, etcétera. Wolfflin tiene toda la razón cuando acentúa esas excelen­cias de la Cena de Leonardo frente a Ghirlandaio, por ejemplo[56]. Precisamente la situación de la mesa, paralela al cuadro, la posi­ción de Cristo en el centro exacto, los apóstoles colocados a cada lado en dos grupos de tres, posibilitan esa clara tipicidad clásica, ese representativo dramatismo. Grandes pintores anteriores, como Giotto —que coloca las figuras alrededor de la mesa— o posterio­res, como Tintoretto —que coloca la mesa apuntando a la profun­didad del fondo— pueden conseguir un dramatismo tal vez más patético, pero sin realizar aquella síntesis de unidad y tipicidad ordenada, individualizada, claramente articulada y rica. Esta com­paración no es un juicio de valor. Wólfflin puede ver en Ghirlan­daio un conato menos conseguido de la perfección de Leonardo, pero Giotto y Tintoretto se proponen conseguir efectos comple­tamente distintos. La comparación sólo es instructiva en la medida en que pone de manifiesto la relación entre ordenación decorativa del cuadro y contenido tonal espiritual. Pero ya el crecimiento de las funciones cuyo portador es cada detalle se mueve y empuja en esa dirección: cuanto más se acentúa una tal composición, tanto más enérgica es.


1.5 LOS PRESUPUESTOS DEL MUNDO PROPIO DE LAS OBRAS DE ARTE

No se trata ahora de intentar referir y descomponer todos esos sistemas relacionales. Lo ya citado basta seguramente para iluminar el mutuo reforzamiento de lo mimético y lo deco­rativo en la pintura como base de su creación de mundo. Y como ambos son principios del reflejo sensible-visual de la realidad, su acción consolidada no sólo produce un mundo en general, sino pre­cisamente un mundo cuyas determinaciones arraigan direc­tamente en el medio homogéneo de la visualidad pura, mientras que no pueden pretender, fuera de ese ámbito, ninguna existencia estética, ninguna validez estética. Utilizamos en la anterior afirma­ción el adverbio «directamente» en dos sentidos: se trata, en primer lugar, del punto de vista directo o inmediato de esa mimesis que limita el reflejo de la realidad a lo visualmente perceptible y elimina de la objetividad que produce todo lo que no afecta a la conciencia más que a través de otros sentidos, o por medio de conceptos, inferencias, etc., así como todo lo producido por la conciencia misma. El Confuso error de Konrad Fiedler no consiste en la acentuación de ese momento, sino en decretar ante él el final de toda reflexión y en sustancializar ese estudio haciendo de él el arte como tal. Pues el sistema de las imágenes reflejas vi­suales de la realidad, depurado de todos los momentos no visuales, contiene —así traspuestas a lo puramente visual— todas las de­terminaciones de la vida física y social, intelectual y moral del hombre. Hemos mostrado a su tiempo cómo la división del trabajo entre los sentidos, etc., suministra una preparación al respecto ya en la vida cotidiana. Ahora hay que registrar la reaparición de esa plétora de los contenidos vitales en una indisoluble inserción en lo puramente visual. Al producir la obra de arte esa segunda inmedia­tez, ésta puede por fin constituir en la obra un mundo realmente propio, puede realizar lo universal, abarcante de un mundo, en el medio homogéneo de la visualidad pura.

Aquella fecunda contradictoriedad que da de sí la conformación artística, y la tensión en el todo de la obra y en todos sus elemen­tos, causada por aquella contradicción, se manifiestan ahora como contraposición superada de la infinidad (de las determinaciones) y la limitación del espacio disponible para ellas. La función regu­lativa de los principios ornamentales-decorativos en una mimesis creadora de mundo consiste —dicho negativamente— en una ten­dencia eliminadora, reductora, condensadora. Pero esa tendencia muta en positividad al levantar las decisivas relaciones de lo típico a una favorecida y llamativa posición decorativo-ornamental y sacar así a la superficie, como sistema cerrado de vinculaciones decorativo-ornamentales, las formas de movimiento decisivas de lo mimético. Sólo entonces la limitación espacial del cuadro deja de presentarse como una renuncia y aparece como cumplimiento patético de la infinitud intensiva en la conformación estética, como mundo propio del arte visual, como intensificación del mundo real a través de su reflejo evocador-mimético.

Sólo entonces se consuma la objetividad de la obra de arte. (Pues es claro que el precedente análisis de la pintura no se ha llevado a cabo sólo en razón de sus problemas específicos, sino también para poner de manifiesto la estructura esencial del arte creador de mundo. El modo entitativo plural propio de las artes acarrea el que esas consideraciones generales puedan hacerse concretas si enlazan inmediatamente con los particulares proble­mas de un arte determinado. Mutatis mutandis, hemos estado hablando en principio de todo arte creador de mundo.) La rigu­rosa legalidad que atraviesa y penetra el sistema relacional y obje­tivo, tan complicado, de las obras de arte hace de cada una de ellas un objeto sui generis cuya existencia estética se mantiene vigente con independencia plena respecto del sujeto al que se contrapone en un Ser-en-sí insuprimible. Éste es otro aspecto de la obra de arte como mundo propio. Pero ésta su existencia estética es de carácter totalmente antropomórfico. Es una formación creada por el reflejo humano-sensible (en el caso de nuestro ejemplo, visual) de la rea­lidad. Su existencia, que es estética, descansa exclusivamente en su capacidad de evocar un mundo en los sujetos receptores. Es, pues, un mundo propio no sólo para sí, sino también, e inseparablemente de esa otra determinación, el mundo propio de los hombres. Todo lo dicho hasta ahora acerca del antropomorfismo de la esfera esté­tica tiene aquí su auténtica consumación. El avance del reflejo, cada vez más profundo, de la realidad y su elaboración de acuerdo con las legalidades de la estética no proceden en el sentido de un alejamiento de los datos de la vida humana; por eso su tendencia a la objetividad no es desantropomorfizadora, como hemos podido en cambio comprobar que lo s en el caso del reflejo científico. El camino hacia la objetividad conduce en el caso del arte más bien—y precisamente al alcanzarse la meta— al sujeto humano. El mun­do propio del arte —en ese doble sentido: como cualidad de la objetividad cerrada en sí, independiente del sujeto, y como mas profundo descubrimiento de lo que en el sujeto es realmente esen­cial— expresa esa rica, fecunda y motora contradictoriedad de lo estético. Pero la contradicción no puede ser fecunda más que si sus dos polos quedan plenamente desarrollados y entran como ta­les en una relación insuprimible del tipo dicho. Al convertirse la vida humana (en el más amplio sentido de la palabra) en objeto, y el hombre vivo, digno del nombre de hombre, en sujeto de lo es­tético, la estructura de la obra de arte expresa esa unidad en la forma de la identidad absoluta de lo interno y lo externo. Tam­bién esta determinación, vista inmediatamente, es formal, porque el devenir evocador y sensible de toda interioridad en el medio homogéneo del arte de que se trate significa que todo lo que en el hombre, en sus relaciones, pertenece a lo interior no puede existir estéticamente sino en la medida en que se desarrolla hasta una eficacia formal externa y sensible en las formas específicas de cada género artístico. Pero, como hemos podido comprobar varias ve­ces, esa conexión formal no es sino la expresión inmediata de un contenido más profundo, a saber, de la gran verdad de la vida según la cual el hombre no puede conocerse a sí mismo más que si consigue conocer el mundo que le rodea, en el que tiene que vivir y obrar, tal como ese mundo es. Esta verdad de lo estético hace del autoconocimiento y del conocimiento del mundo un movimien­to circular: el recto impulso del « ¡Conócete a ti mismo! » lleva al hombre al mundo, a conocer a sus semejantes, la sociedad en que obra, la naturaleza, el campo de acción y la base de su activi­dad: hacia afuera. Pero, al mismo tiempo, esa búsqueda de obje­tividad, de realización de finalidades objetivas, pone al hombre en conocimiento de los estratos más profundos de su propio ser, es­tratos que nunca habrá alcanzado por el camino de una «pura» investigación de sí mismo. Esta elemental sabiduría que aparece constantemente en la vida cotidiana, en la experiencia del mundo y del hombre, en la ética y la filosofía, aparece como contenido de aquella segunda inmediatez con la cual toda auténtica obra de arte se dirige al hombre. Pese al carácter público que tiene ese hacerse-inmediato para todo el que se entrega a él, sin embargo, para a dispersa atención, para los fines medios de la cotidianidad, a la vez demasiado lejanos y demasiado próximos, es como la imagen velada de la diosa de Sais. Sólo en este sentido valen, por la vera­cidad de su vivencia, los versos de Novalis:

Uno lo consiguió: levantó el velo de la diosa de Sais;
Pero ¿qué vio? Vio, milagro de milagros, a sí mismo.

De este modo levanta la forma artística al hombre. El mundo propio del arte no es nada utópico, ni en sentido subjetivo ni en sentido objetivo, no es nada que apunte trascendentemente por encima del hombre y de su mundo. Es el mundo propio del hom­bre, como hemos mostrado, en sentido subjetivo y en sentido obje­tivo, y de tal modo que las supremas posibilidades concretas del mundo y el hombre se encuentran ante él, realmente y con la mayor profundidad y propiedad, en la realización sensible inme­diata de sus mejores esfuerzos. Incluso cuando el arte —en la poesía o en la música, por ejemplo- contrapone aparentemente al hombre un mundo del deber, este mundo toma en el arte la forma de un ser cumplido, y el hombre que vive la segunda inmediatez de la obra puede entrar en trato con ese mundo como con su mun­do propio. Sólo en el « después » del efecto reaparece el carácter de deber-ser; pero también en esto coinciden las grandes obras de ar­te, independientemente de que su contenido incluya o no un deber-ser: hasta la canción más idílica o el bodegón más simple expre­san en cierto sentido determinado un deber-ser, se dirigen al hombre de la cotidianidad con la exigencia de que alcance él tam­bién la unidad y la altura realizadas en la obra. Es el deber de toda vida plena.

La complicada dialéctica que se evidencia en esas formula­ciones, si se somete a un análisis correcto, puede aclarar más la peculiaridad de la obra de arte, la única forma adecuada de realización de lo estético. Resulta, en efecto, que determinados conceptos, del todo imprescindibles para el descubrimiento de lo esencial en determinadas esferas singulares de la vida humana —como el conocimiento para la ciencia, o el deber para la moral individual—, desempeñan un doble papel en el intento de des­cribir y abarcar la decisiva peculiaridad de lo estético: por una parte, su aplicación a lo estético, a la obra de arte ante todo, resulta inadecuada. La objetivación de todas las determinaciones en las obras del arte descubre sin duda bastantes determina­ciones, hasta entonces inasequibles, del ser y de la esencia, y procede así, igual que en el descubrimiento de las determina­ciones de la vida interna humana, en paralelismo con la cien­cia; pero a pesar de eso todo el mundo se da cuenta en se­guida de que ese aumento, ese enriquecimiento, esa profundi­zación del saber acerca del mundo y del hombre queda mal descrito por el concepto de conocimiento. Lo ofrecido por la obra de arte puede ser al mismo tiempo más y menos que cono­cimiento. Más que conocimiento, porque el arte es a menudo capaz de descubrir hechos hasta entonces inaccesibles al cono­cimiento, y puede hacerlo de un modo tal que su transposición en conocimiento desantropomorfizador siga siendo imposible du­rante mucho tiempo; hasta puede tratarse de ampliaciones de nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos que, por diversas razones, no vayan a tener nunca una descripción exacta en el sentido de los sistemas conceptuales del conocimiento. Y es también menos que éste, porque lo ofrecido por el arte, visto en la perspectiva y la metodología de la ciencia, no puede tener nunca más que el carácter de una facticidad. La «prueba» de su necesidad, exigida de un modo artística y estéticamente absoluto, no puede levantarse nunca, vista científicamente, por encima del nivel que consiste en hacer inmediatamente evidente el mo­mento de la necesidad en el mero-ser-así de un fenómeno o de un complejo de fenómenos. Desde el punto de vista del cono­cimiento en sentido estricto, la vida cotidiana y el arte quedan pues muy próximos, como un gigantesco depósito de plantea­mientos y observaciones que pueden ser de extraordinaria impor­tancia para la evolución de la ciencia, pero que no pueden recibir real consumación, evalificación como conceptualidad y legalidad objetivas, sino en la ciencia misma. El que haya habido y siga ha­biendo teorías del conocimiento que ponen esa clase de reflejo sensible generalizado de la realidad por encima del método cien­tífico «normal» —las teorías de la intuición en las corrientes irracionalistas—, no es sino una prueba más de la verdad de nues­tra contraposición.

La situación sería muy simple si pudiéramos inferir de todo eso que, cuando se trata de arte, hay que inhibirse sencilla­mente de usar el término “conocimiento”. Es claro que el conocimiento no puede contar con su método plenamente adecuado sino en la cien­cia. Pero también hay conocimiento donde se preparan y plan­tean problemas y exigencias cognoscitivas. Y en la vida cotidiana hay siempre conatos de conocimiento, sin duda por lo común utilizados hipotéticamente, poniendo en tela de juicio su genera­lización. Y aunque es cierto que pueden trazarse fronteras preci­sas entre formas adecuadas y formas inadecuadas para el cono­cimiento, hay que hablar por fuerza de un movimiento, en última instancia unitario, hacia el conocimiento, movimiento en el cual las líneas divisorias se desdibujan sin duda con frecuencia en la práctica. Es claro que los conocimientos producidos y propaga­dos por el arte pertenecen a esta especie confusa. Si las cosas se contemplan así, la peculiar posición del arte se pierde o se desdibuja hasta hacerse irreconocible. Pero tampoco en este úl­timo hecho hay que ver sólo lo negativo; el hecho muestra resuel­tamente que el arte, pese a su condición de resultado del ocio conseguido por la evolución del trabajo, no es ningún producto de lujo de la civilización. La negación de una valoración puramente negativa de hechos sociales como el ahora discutido no significa, ni mucho menos, que los vayamos a reconocer como valoración adecuada de la eficacia del arte, o de los elementos cognoscitivos del arte. Pues el arte y la cotidianidad no resultan tan emparen­tados sino exclusivamente desde el punto de vista de la amplia­ción y la consolidación científicas del conocimiento. En sí mismos, su diferencia es enorme, a pesar, de o acaso por las interacciones que frecuentemente hemos analizado, aunque también, sin duda, sin que esa diferencia cristalice en una contraposición metafísica. Ya el concepto de tarea social, que hemos usado frecuentemente en pasos decisivos de la argumentación, indica que la conforma­ción artística nace de la vida cotidiana —y a primera vista— com­parte la inmediatez de ésta. En realidad, la inmediatez segunda creada por la obra de arte es, en un decisivo sentido, precisa­mente lo contrario de la inmediatez y de la cotidianidad. Pues su vinculación a un medio homogéneo, su concentración de la tota­lidad de las determinaciones en una forma de manifestación sen­sible-evocadora que es única en cada caso y arraiga en aquel me­dio homogéneo, comporta como presupuesto necesario de la ac­ción una subjetividad que rebase las limitaciones de la mera cotidianidad, al menos según la intención.

Desde este punto de vista se comprende la esencia específica del conocimiento reflejado y miméticamente conformado en la obra de arte. Esa esencia está aún más referida al sujeto que en la vida cotidiana. Pero lo que en ésta no ocurre sino espontá­neamente y, a lo sumo, en algunos individuos, se convierte en el arte en tarea central; la referencialidad al sujeto está dispuesta en el sentido del desarrollo superior de éste. Hemos hablado ya de un aspecto de esta exigencia, a saber, de la inseparación de cono­cimiento de sí mismo y conocimiento del mundo. La contemplación artística de la realidad, el presupuesto de toda mímesis auténtica, quiere contemplar todo objeto tal como es realmente, tal como aparece necesariamente en la conexión concreta dada, tal como, intensificadamente, lo lleva a intuición el medio homogéneo, o sea, completamente nuevo, como desde el principio, como si no hubieran existido nunca una representación de ese objeto, una opinión sobre él, etc. (No ha­blaremos aquí del mucho conocimiento que hace falta y del mu­cho saber necesario para ver objetos de ese modo y para mate­rializar lo así visto.) Se trata de una importante liberación de las limitaciones del practicismo de la vida cotidiana, en el cual, y precisamente a consecuencia del comportamiento práctico inme­diato respecto de la mayoría de los objetos (incluidos los hom­bres y las interrelaciones humanas), éstos palidecen frecuente­mente para convertirse en representaciones abstractas, incluso en representaciones que no son de primera mano, que el sujeto no ha vuelto a examinar por sí mismo en una nueva producción, sino que pasan de mano en mano, inconscientemente, como clichés de práctica utilización. El arte verdadero es como tal una salva­dora ruptura con esas costumbres, en su mayor parte inevitables en la vida cotidiana, pero que pueden dañar —y dañan a menu­do— el ser humano del hombre.

Mas el arte no se limita a descubrir esa nueva inmediatez, sino que la consolida además. Con ello no sólo se convierte en órgano visual, auditivo, sensible de la humanidad —de la humanidad que hay en cada hombre—, sino que se constituye también como su memoria. Pensemos de nuevo en el contraste con la cotidianidad, en las innumerables imágenes mnemónicas, fugaces y temporal­mente fijadas, que en su mayoría son más signos mnemónicos que reflejos, por abstractos que fueran, de reales objetos concretos, en el olvido de importantes acontecimientos, personas, situaciones, relaciones, etc., que muchas veces, cuando ha pasado su impor­tancia práctica, desaparecen totalmente de la conciencia y no pueden ya resucitarse aunque se quiera; o en la carga de pertur­badores hechos superfluos que grava la memoria, etc., etc. El arte tiene aquí un rendimiento doble: por una parte, lo digno de re­cuerdo se fija artísticamente en una forma que corresponde a su valor: el que el acto subjetivo singular de recepción dé lugar a un recuerdo pierde el decisivo carácter que tiene en la vida cotidia­na, puesto que aquel acto —en principio al menos— puede siem­pre evocarse otra vez. Aunque el objeto así fijado desaparezca de la memoria individual, queda permanentemente fijado en la me­moria de la humanidad, al menos según su principio. Por otra parte, lo que se incorpora a esa memoria es lo digno de recorda­ción, lo que amplía, enriquece y profundiza nuestro concepto del hombre, de sus relaciones con la naturaleza a la que está vincu­lado.

Como es natural, ese hecho, junto con sus consecuencias, no es consciente en cada hombre de la cotidianidad. Pero, sin embar­go, la tristeza del olvido y el temor a ser olvidado son muy gene­rales. Su forma más difundida e inmediata es la angustia, una nostalgia objetivamente insatisfactible a la que tampoco el arte, por consiguiente, puede dar respuesta.

Goethe ha dado forma a ese sentimiento en su encarnación concreta, normal e inmediata, levantándolo a lo esencial, objetivo, humano, en la elegía Euphrosyne. Eufrosine, que se aleja hacia el Hades, dirige al poeta las siguientes palabras:

¡Adiós! Ya me arrastra hacia allá en vacilante prisa. Óyeme un solo deseo y concédelo amistoso:
¡No me dejes hundirme sin celebración en las sombras! Sólo la Musa da alguna vida a la muerte.
Pues sin sombra flotan por los reinos
De Perséfone, en masas, sombras separadas de su nombre; Mas aquel que celebra el poeta camina, con forma, Solo, y se une al coro de todos los héroes.
Que pueda andar alegre, proclamada por tu canto, Y que descanse complacida en mí la mirada de la diosa. Recíbame suave y nómbreme; llámenme las altas Mujeres divinas, las siempre más cerca del trono. Hábleme Penélope, la mujer más fiel, y Euadne apoyada en el esposo amado.


Con una plástica auténticamente poética el nombre se identi­fica aquí con la dignidad para vivir en la memoria de la huma­nidad, destacando al mismo tiempo el decisivo papel del arte. Nombrar significa aquí dar forma a la tipicidad esencial. El mate­rialista Goethe piensa que el hombre, una vez muerto, «pertenece a los elementos». Aunque a veces se ha entregado a un sutil juego mental con la ocurrencia de que las entelequias importantes se conservarán, y pese a que no sólo en la elegía citada, sino también al final de la tragedia de Helena, dé forma a esa conservación en la memoria de los hombres como una vida ulterior de la figu­ra en el Hades, lo que entendemos teoréticamente como misión del arte en tanto que memoria de la humanidad aparece con toda cla­ridad en la versión poética de Goethe. Goethe está firmemente convencido de que todo lo auténtico y realizado que hay en el hombre, independientemente del grado de talento y logro que represente, se equivale en última instancia y es digno de eterniza­ción por el arte. Por eso al final de la escena de Helena, que es donde se encuentran las recordadas palabras acerca de la disolu­ción del hombre en los elementos de la naturaleza, hace decir a la corifea: «No sólo mérito, también fidelidad nos guarda la per­sona». Tras las anteriores indicaciones estará claro que el con­cepto «persona» no es más que una forma de manifestación —co­rrespondiente al pensamiento cotidiano, pero mitologizada por vía sensible— de la conservación en la memoria de la humanidad, confiada al arte.

Es el problema del deber en el reflejo evocador-mimético de la realidad, y el problema de su efecto adecuado. Las últimas cuestiones tratadas son, por la esencia de su contenido, cuestio­nes éticas. Por eso está claro sin más que la elección practicada por la memoria de la humanidad en el sentido de la dignidad o valor —igual si se manifiesta en el proceso creador de la obra de arte que si lo hace simplemente en el efecto de la obra ya terminada sobre los hombres— crea un campo de contacto mixto y muy paradójico entre la ética y la estética, al modo como, según vimos antes, se produce una zona análoga entre la ciencia y el arte a propósito del problema del conocimiento. Para tratar concretamente esta cuestión hay que tener en claro ante todo que el sentido del deber es más general que su modo de manifes­tación más acentuado y popular, el que tiene en la moral. Este aspecto es de especial importancia para la estética. Recuérdese el célebre paso de la Poética aristotélica: «... como decía Sófocles, él representaba a los hombres como deberían ser, y Eurípides como son»[57]. Pero si, como es aquí necesario, se genera­liza la frase en sentido estético, no puede caber duda de que los creadores de Yago y Ricardo III, de Tartufo y Vautrin, han se­guido en su labor el camino sofocleo. Está pues eliminado todo contenido de sentido ético. Pero a pesar de eso no hay formalismo en el sentido de la ética kantiana. En ésta, cierta­mente, se pasa por alto el problema del contenido: al reducir Kant la validez de los postulados morales a un caso especial, a la contraposición entre el Yo puramente ético (inteligible) y todo el resto de la personalidad (la «criatura») del hombre, puede sucumbir a la ilusión de que el imperativo categórico es capaz de resolver sin conflicto todos los problemas morales incluso desde el punto de vista del contenido.

Al hablar de una eliminación o lejanía del contenido del deber o deber-ser en el terreno de lo estético nos referimos exclusiva­mente al contenido de los postulados éticos. La tendencia a la tipicidad en toda conformación artística es universal; en ella no se presenta siquiera de modo inmediato el problema del bien y del mal. Ese dei3yr se refiere, de modo inmediato y exclusivo, a la visibilidad de todas las posibilidades que, en un lugar histórica­mente determinado, y en un tiempo también históricamente de­terminado, se dan en el hombre. Y, más precisamente, según hemos visto, a una visibilización en la cual, inseparablemente del hic et nunc histórico e incluso fijándolo insuperablemente, consigue ex­presarse aquello por lo cual el particular fenómeno entra en la evolución de la humanidad como momento esencial. En toda esta descripción hemos destacado la mera inmediatez en ese aparente amoralismo del arte. Ya esos ejemplos mues­tran que con la descripción anterior no se pretende proclamar un neutralismo ético del arte. Al contrario. La particidad[58] ele­mental que se manifiesta en el hecho de que todo acto de mímesis contiene al mismo tiempo una toma de posición positiva o nega­tiva respecto del objeto representado se confirma también aquí: los ejemplos de Moliére y Shakespeare, de Daumier y Miguel Angel, hablan un lenguaje tan claro que hacen superfluo todo co­mentario. El carácter microcósmico de la obra de arte contiene la intención de hacer evocadora también la entera vida ética del hombre, lo bueno igual que lo malo, en el correspondiente reflejo, pero de tal modo que lo permanente, lo que pasará a la continui­dad de la evolución humana, cobre forma según recta y duradera dinámica y proporcionalidad. El éxito, aproximado al menos, de esa intención es un momento importante de la eficacia o el anti­cuarse de las obras de arte. Mas como la evolución de la huma­nidad recorre, también desde este punto de vista, un camino muy retorcido, todo ello explica las oscilaciones, a veces milenarias, de la vitalidad o la caída en el olvido de autores y obras.

Las aparentes paradojas que resultan de esa mezcla se resuelven fácilmente si se tiene en cuenta que la ciencia, la ética y la estética son, por un lado, por su principio, universales, orientadas a la entera vida del hombre. En este sentido hay que recordar siempre que la independencia de cada una de esas esferas es relativa. Es cierto que no puede cumplir recta­mente su función en la totalidad de la vida humana más que si preserva y desarrolla esa independencia. Pero sus problemas de­terminantes proceden de la ancha base de la vida cotidiana, y sus resultados desembocan en ésta. Si se pierde de vista, surge el peligro de exacerbar metafísicamente la relativa independencia de dichas esferas. Surgirían sin duda paradojas reales si —como ha ocurrido, desde luego, muchas veces en la historia del pensa­miento humano— se exagerara su convergencia hasta hacer de ella una identidad o se dejaran cristalizar las importantes diferencias reales, las justificadas tendencias a la validez autónoma, en una separación metafísica y una independencia absoluta. En cuanto se evitan esos dos falsos extremos se pueden concretar sin dificulta­des las relaciones, frecuentemente complicadas, y explicar esa concreción sin paradojas. Tal es, por ejemplo, el caso del supuesto amoralismo del arte, al que ya nos hemos referido, o bien del intento —que más adelante veremos— de aplicar inmediatamente categorías estéticas a la vida moral de los hombres.

Para el problema que ahora nos ocupa, el del mundo propio de las obras de arte, se sigue ante todo un universalismo de con­tenido. Esto no significa en modo alguno que toda obra “tenga la obligación de reflejar todos los fenómenos de su lugar histórico. Se trata, también aquí, de una universalidad en sentido intensivo, o sea, de la captación y reproducción universalistas del complejo concreto que en el caso dado se haya convertido en tema de una obra determinada. También esta tendencia universalista es más estrecha o más amplia según la naturaleza y el género artís­ticos, pero la tendencia a la omnilateralidad respecto de las posi­bilidades del proyecto concreto se mantiene a pesar de todas esas diferencias cualitativas. Hemos visto ya la relación que hay entre esa infinitud intensiva, condicionada por la forma, y la obra de arte como mundo propio. Pero no se producen conflictos nece­sarios por el hecho de que las principales formas de manifesta­ción y esencia de otros terrenos de igual categoría se conviertan en mera materia tratada, según leyes propias soberanas, por la actividad de la esfera que las utiliza. No se producen, cierto, sólo se entiende que cada uno de esos terrenos toma su materia de la vida, en cuya práctica inmediata se encuentran unidos to­dos los resultados de las esferas diferenciadoras y objetivadoras, para volver a influir, en esa unidad, en las esferas mismas. No es, pues, la ética en sí la que se convierte en materia para la estéti­ca, etc., sino que una y otra toman su materia de la vida cotidiana fecundada por ambas.

La tensión que se produce por la reunión de todas esas deter­minaciones para constituir el mundo propio de las obras de arte es en última instancia tensión entre el hombre y la humanidad. Ella subyace a la conformación objetiva y se manifiesta no sólo en el proceso que lleva a ella, sino también en ella misma. Si los tipos del arte fueran meras generalizaciones no se daría, natu­ralmente, aquella tensión, pero con ella faltaría también la vida, de ciclos infinitos, de la obra y de sus partes. Gracias a que el todo y cada detalle viven en y por esa tensión y uno y otros as­piran al mismo tiempo a la singularidad extrema y a la mayor generalización, se produce la elevada y cumplida vitalidad de lo típico. Si ya objetivamente subyace a la estructura de la obra aquella tensión entre el hombre y la huma­nidad, ella se manifiesta aún más abiertamente en el efecto esté­tico. Éste acarrea una elevación, una ampliación y una profundiza­ción del hombre entero; ello es tan evidente que estos rasgos, aunque con interpretaciones sin duda muy diversas, se repiten en casi todas las descripciones.

Pero ello ocurre frecuentemente de un modo que refleja de­formadamente ese carácter. El efecto puede trivializarse. Así ocu­rre en todas las teorías que describen el efecto evocador del re­flejo mimético a base de los conceptos de «ilusión» o «empatía». En el primer caso se rebaja el comportamiento ante el arte al nivel de la cotidianidad. En ésta importa exclusiva­mente la realidad del objeto, el saber preciso de hasta qué punto la representación de un objeto corresponde a una realidad. La ilusión, como ya hemos dicho, es en sentido propio un engaño desde este punto de vista. Pero sabemos ya que en el arte no se da esa dualidad: el receptor se comporta desde el primer momento respecto de una imagen refleja, y, además, en principio, lo sabe. De un modo más mediado rebaja también la teoría de la empatía la vivencia estética al nivel de la cotidianidad. La empa­tía es en la vida cotidiana un comportamiento espontáneo muy frecuente. Ya el más desarrollado conocimiento del hombre con que cuenta la cotidianidad, conocimiento aguzado por la experiencia, rebasa ampliamente la empatía; ese conocimiento intenta averiguar los presupuestos, los principios, la sensibilidad, las costumbres, etcé­tera de los demás para poder formar sobre esa base juicios sobre sus actos. Así pues, en cuanto que se despierta el sentido de la objetividad del mundo externo, la empatía pasa a último térmi­no incluso en la práctica de la cotidianidad. No se trata con esto de negar su papel en la vida cotidiana; nos remitimos a lo que hemos dicho sobre los aspectos positivos del proceder por analogía. Cierto que la empatía está referida siempre al sujeto, lo cual no tiene por qué ocurrir siempre en el caso de la analogía. Por eso los rasgos negativos de la analogía se presentan mucho más crasamente en la empatía. No es casual que esta categoría no haya pasado a ocupar un lugar central en la estética —y sólo transitoriamente— sino cuando el idealismo subjetivo desplazó en la filosofía burguesa al idealismo objetivo, cuand4 en la fundamentación teorética de la práctica artística pasaron a dominar tendencias subjetivistas. Por todo eso la esencia subjetivista de la empatía resul­ta decisiva en su aplicación estética y, además, se impone el rebajamiento del arte mismo y de su vivencia al nivel de la coti­dianidad. No puede debilitarse este juicio por el hecho de que ese fenómeno ocurriera en muchos casos en el marco de una justifi­cada oposición a un academicismo ya ajeno a la vida, ni por la circunstancia de que la reacción contra la empatía asumiera for­mas todavía más subjetivistas y reaccionarias.

Aún más peligrosa y confusa es la teoría nietzscheana, casi contemporánea de la de la empatía, de la embriaguez dioni­síaca como base de la auténtica relación del hombre al arte. Como puede observarse fácilmente en la práctica artística y en la teoría estética del período del imperialismo, la monotonía de la vida cotidiana, embrutecedora y sin alma, la habituación a ella, cosificadora y agostadora del alma, provoca como reacción —pero sin romper el marco objetivo— la necesidad de estímulos in­tensos[59].

La teoría nietzscheana de la embriaguez dionisíaca coloca en el centro de la estética esa necesidad desesperada y profunda­mente estéril. A propósito de las descripciones de Rohde hemos examinado y valorado los hechos etnográficos que recoge Nietz­sche. No nos interesa aquí discutir la teoría en su totalidad. Basta con ver que para esa concepción del rapto dionisiaco —y, como vemos por Rohde, lo dionisiaco es lo chamanístico, lo dervichís­tico.— desplaza o reprime la objetividad artística la mímesis. Es­cribe Nietzsche: «El hechizo [o sea, el rapto, la embriaguez] es el presupuesto de todo arte dramático». Por eso para él el coro no es sólo más originario que el drama —lo cual es histórica­mente verdad—, sino también «más importante que la “acción” propiamente dicha»[60], puesta por Nietzsche entre irónicas comi­llas; pese a todas las reservas «apolíneas», lo propiamente dra­mático se degrada a mera apariencia. Dionisos, el portador, el exponente, el desencadenador del rapto es el héroe propiamente dicho de todo drama griego, de tal modo que «todas las figuras célebres de la escena griega, Prometeo, Edipo, etc., no son sino máscaras del héroe originario, Dionisos». «La filosofía de la natu­raleza salvaje y desnuda contempla los ligeros y danzarines mi­tos del mundo homérico con el gesto indisimulado de la verdad: éstos palidecen, tiemblan ante el ojo tempestuoso de esta diosa, hasta que el puño poderoso del artista dionisíaco los somete y pone al servicio de la nueva diosa.[61]»

El que Nietzsche haya despertado pronto de su forma scho­penhaueriana-wagneriana del rapto dionisiaco, el que más tarde haya considerado la forma wagneriana del mismo, el prototipo de su obra juvenil, como vacía y grandilocuente, dañina y hasta cómica, no debe utilizarse como argumentum ad hominem, pero sí entenderse como característica de toda su teoría de la em­briaguez dionisíaca. La embria­guez buscada no es más que un desesperado manoteo de hombres que no pueden hallar dirección alguna ni contenido en su vida. Pero la caída desde el rapto hasta una cotidianidad que aún se presenta más vacía muestra el poder de ese mundo. Ya se trate de Adolfo Hitler sumiendo temporalmente un pue­blo entero en aquella embriaguez, ya de Aldoux Huxley adminis­trándose una determinada droga comprada en la farmacia, siem­pre es visible la aparente elevación por encima de la cotidiani­dad: la empatía abiertamente pequeño-burguesa se queda siempre a ese nivel, y los nuevos chamanes, con la resaca, se vuelven a su verdadera patria.

La auténtica tensión estética no tiene nada que ver con el filis­teísmo trivial ni con el «profundo» o embriagado. Objetivamente esa tensión surge en la obra de arte por obra de la relación confor­mada entre el hombre y la humanidad, por obra del crecimiento de figuras y objetos hasta convertirse en momentos esenciales de su presencia; subjetivamente, se da en la vivencia de la receptivi­dad, por aquella profunda necesidad de pervivencia de lo esencial que ya hemos descrito. El que esa necesidad se manifieste casi siempre hasta ahora con una falsa conciencia, el que en la ma­yoría de los casos sea puramente de contenido (personajes pre­sentados como modelos, temas predilectos, etc.) y pocas veces con verdadera forma, como satisfacción por la manifestación consumada, lograda, no altera en nada el hecho fundamental. Para el que tiene ojos y oídos, para el que tiene sensibilidad capaz de captar las relaciones auténticas reales entre el hombre y el mundo, esa coordinación de lo mejor que obra en la vida tiene una evidencia segura en la realidad de la humanidad.

Hemos dicho realidad, porque después de aparecer conscien­temente en el horizonte de los hombres, la humanidad tomo por mucho tiempo y frecuentemente la forma de un mero ideal, de un postulado. Es una grandeza de nuestro tiempo el que el destino de la humanidad penetre cada vez más intensamente como reali­dad en la conciencia de los hombres, el que los hombres apren­dan a vivirse a sí mismos en el presente como partes de la huma­nidad, el que el pasado se les presente cada vez con más claridad como camino recorrido y superado. En este sentido empiezan a disiparse las nieblas de la conciencia falsa, las cuales no han permitido al hombre captar intelectual y emocionalmente su pro­pia generalización, realizada en sí mismo, más que como mera pertenencia a una tribu, o, a lo sumo, a una nación. Pero retrospectivamente está claro que mucho antes de la toma de conciencia de la pertenen­cia de los hombres a la humanidad este hecho quedaba implicado en las ideas y los sentimientos de los mejores individuos, y reci­bía forma ante todo en el arte. El hecho de que precisamente en la época que posibilita esa imponente ampliación del horizonte vital la resistencia contra la idea de progreso alcance sus mayores intensidades, así como la proclamación de la soledad ontológica del individuo, del absurdo del decurso histórico, mientras la hin­chazón del sentimiento nacional llega a ser una negación de la humanidad y la deformación del concepto de humanidad desem­boca en la negación de las patrias, etc., etc., no puede tampoco sorprender. La naciente y violenta lucha que se desarrolla en la realidad social igual que en la vida del espíritu es un síntoma de la llegada del momento histórico de una gran inflexión en la historia humana.

Se trata de una ampliación y una profundización, de una con­creción de la personalidad, si ésta es capaz de vivir y sentir conscientemente su participación en la vida de la humanidad como un momento orgánico de la personalidad misma. La dialéc­tica de la evolución histórico-social hace que el sujeto que hay en el hombre sea cada vez más individual, y, visto de un modo in­mediato, cada vez más autónomo. Al desprenderse de este modo de vinculaciones inmediatas, estrechas e innatas, el sujeto crece y entra simultáneamente en otras vinculaciones más amplias y su­periores, y en su vida intelectual y emocional se reflejan, aunque no siempre con la conciencia adecuada, la nueva situación histó­rica y su posición en ella. También este camino es muy irregular, subjetiva y objetivamente, muy contradictorio, y el momento de la creciente autonomía de la personalidad tiene tanto peso como el aumento extensivo e intensivo de sus superiores vinculaciones so­ciales (clase, nación). Pese a toda la necesaria contradictoriedad de esa situación, se trata en última instancia de una unidad, no sólo por parte de la creciente síntesis social, sino también por parte de la personalidad humana. Marx ha escrito que «la libe­ración de cada individuo singular se impone en la misma medida en que la historia se trasforma plenamente en historia univer­sal»[62]. Lo principal para nosotros de esa afirmación es la dialéctica entre la riqueza interna de la personalidad y la riqueza de sus re­laciones sociales reales. La indicación de Marx refuerza lo que hemos expuesto antes de un modo general: el camino que lleva al desarrollo y el autoconocimiento reales del hombre pasa por su conquista del mundo externo. El hombre tiene que trasformar el mundo externo —trátese del humano-social, trátese del natural mediado por el otro— con el pensamiento y la afectividad, y trasformarlo e mundo propio. Pero el proceso en cuestión puede cuajar de modos muy diversos, visto desde la atalaya de la personalidad. Las relaciones modificadas tienen que llegar, naturalmente, de un modo u otro a conciencia, pero también pueden seguir contraponiéndose —temporalmente al menos— en excluyente rigidez a la vida interna humana, o bien se reelaboran subjetivamente con tanta intensidad que empieza a corresponder a la nueva relación con el mundo externo una cualidad nueva, o, al menos, adecuadamente renovada, de la inte­rioridad del hombre. En el curso de ese proceso de adaptación el enriquecimiento del mundo externo se trasforma en un enri­quecimiento de la personalidad.

Aquí se aprecia el último extremo en la evolución del mundo animal y del mundo humano. La dialéctica de la adaptación a nuevas situaciones y la herencia de los nuevos modos de reac­ción, así surgidos, al mundo externo, regulan objetivamente la evolución de las especies animales. Ya el hecho de que la dialéc­tica interna de su colaboración (el desarrollo de las fuerzas pro­ductivas) dé a la trasformación contenido y dirección es una dife­rencia cualitativa. Otra intensificación del aspecto objetivo de esa diferencia consiste en que la estructura de la sociedad que entra en intercambio con la naturaleza se diferencia, toma for­mas superiores y hace así desarrollarse intensa y extensivamente aquel intercambio mismo. La trasformación subjetiva, que hemos descrito, consuma el aspecto específicamente humano de ese prin­cipio evolutivo. Precisamente el hecho de que las formas supe­riores de comunidad características del hombre (clase, nación, humanidad) no proceden del mundo externo —humanamente vis­to— sino que, aunque creadas inconscientemente, son produccio­nes propias del hombre, revela del modo más claro esa contra­posición entre la evolución animal y la humana. La conciencia que el proletariado tiene de su papel, superar la explo­tación y la opresión a escala mundial y crear así definitivamente la realidad de la humanidad, es la más precisa forma de manifes­tación de la situación descrita.

El arte desempeña en ese proceso un papel importante que raras veces se reconoce en toda su dimensión. Hemos podido, ciertamente, observar que la tendencia dialéctica a la identidad de la exterioridad y la interioridad es un momento decisivo de toda conformación artística. Su fuente inmediata es la acción evocadora propia de las obras de arte. La nueva inmediatez en la que se constituye la obra no puede ser efectiva más que si lo más íntimo cobra una forma de manifestación inmediatamente aper­ceptible, sensible y externa, y adecuada a su más profunda esen­cia, y si, por otra parte, no puede ocurrir en el mundo de las obras nada externo a lo que no corresponda nada en la interiori­dad humana. Este tipo de conformación, nacido de necesidades mágicas, mimético-evocadoras, si es que ha de mantenerse en las formaciones más desarrolladas, tiene que colmarse con los nuevos contenidos producidos por esas evocaciones. Tiene que ampliarse constantemente de acuerdo con aquellos contenidos, profundizar-se y afinarse, y es incluso necesario que, cuando las nuevas necesidades de evocación exijan un contenido radicalmente dis­tinto, surjan de aquel mismo fundamento sistemas formales de evocación radicalmente nuevos. También hemos visto que una de las principales constantes formales de esas conformaciones intensivas conscientemente redondeadas es la agudización de las determinaciones decisivas de la objetividad en cada caso deter­minante, lo que solemos llamar tipicidad estética. Esta tendencia a la tipicidad nace espontáneamente, sin conciencia estética al­guna, aún en el seno de la mimesis mágica. Pero como las con­diciones de conformación de una tipicidad evocadora son extra­ordinariamente sensibles tanto al contenido como a la forma, tienen ilimitadas posibilidades de desarrollo incluso bajo presu­puestos sociales completamente alterados. El fundamento estético de esa sensibilidad se debe a que cada una de esas conformacio­nes típicas —aunque no sea más que la danza bélica del período mágico— produce la unidad inseparable de inmediatez sensible y singularidad, por un lado, y generalización por otro. Es obvio que esa unidad se altera radicalmente con la trasformación bási­ca y la complicación de las circunstancias de la vida: se trata de un proceso en gran medida espontáneo que, por eso mismo, no requiere ningún análisis detallado.

La situación es muy distinta por lo que hace a este tipo de generalización. Desde el punto de vista del problema aquí tratado, se sigue de una tal uni­dad de las contraposiciones que en la representación de la vida hu­mana, de sus conflictos, etc., las figuras que más corresponden a los principios de la formación de tipos, las que ofrecen materia más favorable para la práctica artística, son aquellas en las cua­les aparecen ya como cualidades del carácter, en el sentido visto de Marx, las relaciones nacientes y las nacidas. Ya la tragedia griega ha poseído una alta conciencia de esa situación estética. Piénsese lo conscientemente que cuenta, por ejemplo, la Antí­gona sofoclea con Ismene como contrafigura, con lo cual se mues­tra aún más claramente que por una exposición meramente direc­ta que aquélla posee ya como rasgo de carácter, como parte de su propia interioridad, las nuevas y conflictivas relaciones con el presente, mientras que esas mismas relaciones se contraponen al segundo personaje como algo externo, ajeno a la personalidad. En Edipo cobra ese modo de conformación artístico una consu­mación jamás superada, precisamente a consecuencia de la pro­funda paradoja del destino del personaje. Estos ejemplos, estas tendencias —que, mutatis mutandis, se repiten en todos los grandes artistas posteriores— muestran un rasgo esencial de contenido de la creación de mundo en las obras de arte: lo que en el término medio de la vida cotidiana es mero hecho externo, factum brutum puesto ante el hombre, aparece aquí en su más profunda necesidad; no sólo se revela la necesidad objetiva, his­tórico-social, sino también la relación de esa necesidad al hom­bre mismo, a su propio desarrollo, a su propia riqueza, a su propia grandeza interior. Así la necesidad, sin perder nada de su carácter objetivo, se convierte en una necesidad más profunda: la profunda verdad de la vida, el hecho de que el mundo cir­cundante, los conflictos y destinos que nacen de él no representan ningún azar grosero y externo, sino que la totalidad de estos fenómenos despliega propiamente las posibilidades más auténti­cas e importantes de la interioridad del hombre, y le convierte, aunque a veces de modo trágico, en lo que propiamente es él mis­mo en su última interioridad, como producto, al mismo tiempo, de una evolución histórico-universal.

El arte presenta al hombre de la cotidianidad una vida así conformada. La no-identidad del mundo creado por el arte con el mundo medio de toda cotidianidad provoca la tensión que antes hemos citado. Pero ésta no puede producirse, ni llegar a ser fecunda y promotora, sino porque sus dos momentos son elementos indisolubles de toda vida humana, porque la extrema polarización de ambos se mantiene, pese a todo, dentro de la inmanencia vital humana, porque el más imponente ascenso se limita, en última instancia, a despertar a realidad posibilidades que ya existían. Ante estas culminaciones de la vida —a las que, desde luego, el arte no puede dar forma sino porque son elemen. tos y tendencias de la real existencia humana— se impone la nos­talgia fáustica del «detente pues...». Ésos son los momentos que despiertan el ardiente deseo de duración y retorno. Y son al mis­mo tiempo los puntos de unión entre el hombre y la humanidad, ya sea en la objetivación artística, ya sea en la facticidad de la vida vivida misma. Objetivamente, todos los pasos esenciales de la evolución histórico-social arrancan de la colaboración, de la lucha y el sufrimiento de los hombres. Objetivamente, su persis­tencia, desde los orígenes hasta hoy, y, por encima del hoy, ha­cia el futuro, constituye una gran continuidad regida por leyes. La ciencia puede y debe descubrir esa continuidad. En ella se ha configurado la humanidad como tal, porque el hombre figura al mismo tiempo como objeto y sujeto de la marcha. En esa conti­nuidad nace todo hombre; en ella se desarrolla su vida, lo sepa o no lo sepa, sea su conciencia de ello verdadera o falsa, perciba como propio o ajeno el lapso vital que le ha caído en suerte.

También la forma y el contenido del arte, su conformación y su efecto, pertenecen a esa continuidad. La particular misión del arte en esa continuidad es la que hemos descrito ya: el arte consigue fijar los momentos (hombres y destinos, causas y oca­siones, reacciones emocionales a todo ello, etc.) que encarnan en su singularidad individual esta vinculación indisoluble’ cOn lo general y permanente, los momentos en los cuales se hace inme­diatamente evidente que el hombre no sólo reconoce en este con­texto su mundo propio, el coproducido por él, esto es, por la humanidad de la que es parte, sino que lo vive además como tal mundo propio; el arte los fija para toda la humanidad como mo­mentos de su evolución, como momentos de la hominización del hombre. Lo permanente de las obras de arte, el efecto que crea su perduración, es el estar fijadas en esa continuidad como algo esencial que ya no puede perderse; tal es el sentido propio del hecho de que las obras de arte den forma al mundo propio de los hombres.

La tensión que introduce en la vida la mímesis artística no lleva pues del mundo humano a una realidad trascendente, según la inmediata intención de la magia y al modo como, más tarde, la religión intenta constreñir al arte; esa tensión empieza y ter­mina en el hombre mismo. De tal modo, ciertamente, que la inmanencia humana del hombre, así estatuida, no queda en modo alguno intacta, sino que levanta intensivamente al hombre muy por encima de su corriente nivel medio. Pero esta tensión tiene también un momento extensivo: la inmediata, tensa coincidencia de hombre y humanidad en la obra y en la vivencia estética no sólo presta al presente una perduración cierta, sino que tras-forma también lo esencial del pasado de la evolución de la huma­nidad en un aquí y ahora actualmente vivible. También este as­pecto del arte aparece relativamente temprano. El tratamiento de la materia en la tragedia griega es ya una tal actualiza­ción de un lejano pasado comunicado en forma mítica, renovado siempre, comprendido como perteneciente a la propia vida. La extensión del concepto de hombre practicada por la historia obje­tiva y subjetivamente, y por el arte con una peculiar acentuación de lo subjetivo, es al mismo tiempo una creciente historización de la conciencia humana, de la conciencia de los hombres sobre sí mismos como productores históricos de su mismidad. La cien­cia revela el decurso objetivo de ese proceso y lo convierte así en posesión de la conciencia. Las obras y el efecto estético, al trasformar un pasado espacial y temporalmente creciente en presente vivido —sin pretender quitarle el carácter de pasado—, despiertan y desarrollan en el hombre la autoconciencia de hu­manidad, la cual es al mismo tiempo su conciencia de vivir en un mundo que es el suyo propio, que él mismo ha creado y no dejará nunca de crear como parte que es de la humanidad. La evocación estética del pasado es pues la vivencia de esa continuidad, no la conciencia de lo «universal humano» supuesta­mente supratemporal. La tensión que consiste en que, por una parte, seguimos conscientes de la lejanía histórico temporal mien­tras, por otra, se nos presenta en destinos, hombres, etc., de anti­guo desaparecidos un nostra causa agitur, caracteriza este aspecto histórico-temporal de lo estético como autoconciencia de la huma­nidad: lo estético es, como hemos mostrado ya, su memoria. Pero mientras que en la vida cotidiana la memoria ejerce las más diver­sas funciones, entre otras el mero registro y la mera conservación de hechos que pueden un día ser importantes prácticamente para el hombre de que se trate, en la memoria estética no opera más que su central función actualizadora, la función que la memoria comparte con la conciencia. Esta convergencia revela una cone­xión profunda entre la estética y la ética, el hecho de que ninguna evolución estética realmente profunda es posible sin apelación ín­tima a problemas éticos y a sentimientos de la misma naturaleza; lo que pasa es que en el ámbito de lo estético esos problemas son contemplativos (sólo en el Después de la vivencia estética pueden pasar a la práctica ética), razón por la cual los problemas se quedan en problemas, se «limitan» a ampliar el horizonte humano, a des­cubrir presupuestos y consecuencias que en otro caso seguirían siendo desconocidas, pero sin trasponerlo todo inmediatamente a la práctica.

Pero con todo eso no queda aún adecuadamente descrita la universalidad del mundo propio del arte. Esa universalidad es precisamente lo que hace del campo del arte una infinitud inten­siva, algo inagotable con medios ajenos a ese campo. Nos limita­remos a subrayar aquí que los dos aspectos del mundo propio de las obras de arte —el principio universal-humanístico que aca­bamos de analizar y el momento del medio homogéneo antes estudiado- se refuerzan y promueven recíprocamente desde este punto de vista. La intensificación y diferenciación de la capacidad receptiva y expresiva que pudimos observar en la vida cotidiana como consecuencia de la división del trabajo entre los sentidos, etcétera tiene límites muy definidos respecto de la captación inten­siva de un fenómeno en una conexión intensivamente infinita. No sólo por la orientación práctico-inmediata de la vida cotidiana, sino también porque la superficie receptiva del hombre entero, en la medida en que se enfrenta como tal con la entera realidad objetiva, comporta dispersiones de la atención y, con ella, de la capacidad receptiva. Sólo el medio homogéneo produce, creadora y receptivamente, una concentración tal que todas las posibili­dades y determinaciones objetivas adormecidas en el fenómeno concreto de cada caso consiguen hacerse actuales de un modo sensible. También en este caso es el hombre entero el que crea o recibe un tal mundo propio en un medio homogéneo. La ine­xistencia real del medio homogéneo —inexistencia en el sentido de la práctica inmediata—, el carácter puramente de reflejo que tiene ese medio, imponen al hombre un comportamiento puramente contemplativo; por otra parte, a consecuencia del estrecha­miento del reflejo del mundo, de la mímesis, a un solo órgano (visualidad, etc.), se produce aquella concentración de todo el inte­rés, aquella trasformación del hombre entero de la cotidianidad en el “hombre enteramente” que hace a éste capaz de recibir una infinitud intensiva, de reproducirla y de gozarla adecuadamente.

Así, pues, nuestra descripción, a pesar de haber resultado bas­tante larga, no es en absoluto suficiente. Permítanos por ello el lector aducir aquí para terminar la descripción de este fenómeno con los medios del arte. Keats lo ha descrito en su célebre oda a una urna griega. El paso relevante para la cuestión del principio estético dice así:

Fair Youth, Beneath The Trees, Thou Canst Not Leave
Thy Song, Nor Ever Can Those Trees Be Bare;
Bold Lover, Never, Never Canst Thou Kiss,
Though Winning Near The Goal —Yet, Do Not Grieve;
She Cannot Fade, Though Thou Hast Not Thy Bliss,
For Ever Wilt Thou Love, And She Be Fair!

Ah, Happy, Happy Boughts! That Cannot Shed
Your Leaves, Nor Ever Bid The Spring Adieu;
And, Happy Melodist, Unwearied,
For Ever Piping Songs For Ever New;
More Happy Love! More Happy, Happy Love!
For Ever Warm And Still To Be Enjoy´d.
For Ever Panting And For Ever Young;...


Keats concluye en los versos finales:


When Old Age Shall This Generation Waste,
Thou Shalt Remain, In Midst Of Other Woe
Than Ours, A Friend To Man, To Whom Thou Say’st,
“Beauty Is Truth, Truth Beauty”, — That Is Alt
Ye Know On Earth, And Alt Ye Need Fo Know.


La identidad de lo bello y lo verdadero es realmente el sentido inmediato de la pura vivencia estética, y, por ello, tema eterno de toda reflexión sobre el arte. Aún nos ocuparemos varias veces del hecho de que, en cuanto el arte y su efecto se contemplan en la amplia conexión de la entera vida histórico-social humana, se pro­duce una enorme y complicada problemática a propósito de cada uno de esos conceptos, y aún más respecto de su relación. Pero esto no altera la llana evidencia inmediata de aquella afirmación en la inmediatez de lo puramente estético.





























UNIDAD 2 FILOSOFÍA DEL ARTE



Discutimos de filosofía del arte; pero ¿qué es el arte? En su sentido más amplio, el arte incluye todo lo hecho por el hombre, en contraposición con las obras de la naturaleza. En este sentido, las obras pictóricas, las casas, los reactores atómicos, las ciudades, las cajas de cerillas, los barcos y los montones de basura, son arte; mientras que los árboles, los animales, las estrellas y las olas del mar, no lo son. En esta misma orientación afirmó André Gide que «la sola cosa no natural en el mundo es una obra de arte», y en este sentido preciso su afirmación constituye una tautología[63].

La cualidad de estar hecho por el hombre constituye una condición necesaria para que un objeto sea denominado obra de arte. Si lo que considerábamos pieza de escultura resulta ser un trozo de madera a la deriva, podernos seguir considerándolo como objeto artístico, podrá seguir siendo tan bello (o feo) como antes, pero ya no será una obra de arte.

Otras condiciones restrictivas, sin embargo, son mucho más discutibles: se han dado innumerables definiciones de «arte» en la historia de la teoría estética, de la mayor parte de ellas puede afirmarse que estamos más seguros de la condición artística o no de determinada obra, que de que las definiciones dadas sean satisfactorias. Como con tantos otros términos (por ejemplo, «romanticismo»), estamos más seguros de la denotación del término (i.e., de lo que abarca) que de su designación (i.e., el criterio por el que ciertas obras podrían ser incluidas y otras excluidas).

Por otro lado, como veremos en seguida, muchas definiciones de arte se formulan desde la perspectiva de alguna teoría concreta del arte y, consiguientemente, dependen de la exactitud de esa teoría. La mayor parte de las teorías deben considerarse como generalizaciones sobre el arte, por el estilo de ésta: «todo lo que constituye una obra de arte posee también tales y tales características», más que como definiciones susceptibles de servirnos de punto de partida. Esa generalización, en realidad, cuando utiliza el término «arte», presupone algún significado existente ya en el término, más que asignárselo por vez primera. Quienes «definen» así el arte, deben presuponer alguna definición en cierto modo aproximada del término, so pena de que sus lectores ignoren por completo a qué se refiere la generalización.

En cualquier caso, en la teoría estética nos ocupamos de una clase de objetos mucho más limitada que el inmenso conjunto de cosas hechas por el hombre; o, con mayor precisión tal vez, de una función más reducida de objetos. Nos ocupamos de las cosas hechas por el hombre sólo en cuanto pueden ser contempladas estéticamente. Es también definitivamente cierto que hay muchas formas de mirar los objetos hechos por el hombre, distintas de la forma estética. Se necesita, pues, estrechar el campo para excluir, si no la inmensa mayoría de los objetos confeccionados por el hombre, al menos la mayor parte de las formas de contemplarlos.

A) Nos ocuparemos primero de las llamadas bellas artes. Las bellas artes pueden distinguirse del arte en sentido amplio, diciendo que los objetos de las mismas fueron creados para ser vistos, leídos o escuchados estéticamente. La pintura se hizo para ser contemplada, estudiada, disfrutada, saboreada, no para utilizarla corno adornos de paredes o de mesas. Sin embargo, distinguir una clase de objetos sólo por la intención de sus creadores, es siempre peligroso: resulta a menudo difícil saber cuál fue esa intención, y a veces ocurre que la intención era muy distinta de la que uno creyó deducir de la contemplación del objeto. Cierto arte --incluidas tal vez algunas de las obras más importantes-- nació con la finalidad de convertir a los hombres al cristianismo o al comunismo, o para edificar y ennoblecer sus caracteres, más que para ser contemplado estéticamente[64]. El hecho de que ciertos templos egipcios se construyesen para honrar a la diosa Isis, no impide que los contemplemos como obras de arte; y hoy los consideramos de una forma que probablemente difiera mucho de la intención original de sus diseñadores y arquitectos.

La característica más sostenible de las bellas artes no es lo que intentaron hacer sus autores, sino cómo actúan hoy en nuestra experiencia. ¿Qué podemos hacer con las sinfonías aparte de oírlas y disfrutarlas? ¿Para qué más sirven? Actúan provocando respuestas estéticas en los oyentes, y no de otra forma distintiva. En consecuencia, las obras incluidas en las bellas artes pueden definirse como aquellos objetos hechos por el hombre que, de una manera absoluta o primaria, actúan estéticamente en la experiencia humana.

B) Como opuestas a las bellas artes, podemos distinguir las históricamente llamadas artes «útiles». Todos los objetos de las artes útiles tienen alguna finalidad en la vida del hombre, distinta de la de su contemplación estética. Los automóviles, los vasos de cristal, las cestas, los floreros, las artesanías de todas las clases e innumerables cosas más, son ejemplos de arte útil. Muchas de ellas agradan a los ojos estéticamente sensibles, pero todas tienen alguna finalidad no estética, y al contemplarlas no puede olvidarse su función práctica.

Hay, desde luego, casos «intermedios», entre los cuales la arquitectura tal vez sea el principal. Algunos han sostenido que la arquitectura es ante todo y primariamente una bella arte, que los edificios son primariamente objetos estéticos y sólo incidentalmente sirven para vivir o tributar culto en ellos; otros, por el contrarío, sostienen que son primariamente objetos útiles, y que su función estética es incidental. Este ha sido un tema muy controvertido entre los mismos arquitectos: el departamento de arquitectura de algunas universidades forma parte de la escuela de artes liberales, y en otras de la escuela de ingeniería.

Cuando un objeto estético es también útil, la relación de su función principal con su carácter estético es algo importante. La controversia sobre el funcionalismo en el arte tiene mucho que ver con la relación entre las funciones práctica y estética. La cuestión debatida es si la forma debería seguir siempre a la función, o si la forma del objeto debería considerarse con relativa independencia de la función práctica que tiene. Con respecto a las obras de bellas artes, hacia las que los filósofos del arte han orientado generalmente su atención, este problema no se plantea, porque es en este campo donde el carácter estético de los objetos, sea cual fuere, existe sin aditamentos.

2.1 CLASIFICACIÓN DE LAS ARTES

Las bellas artes pueden clasificarse de diversas maneras; pero la naturaleza del medio en que se crean tal vez sea el criterio más seguro.

Las artes auditivas incluyen todas las artes del sonido que, para todas las finalidades prácticas, utiliza la música.

2.1.1 La Música

Tradicionalmente se ha enten­dido por música el arte de combinar los sonidos de instrumen­tos o de la VOZ humana con el fin de expresar o comunicar emociones, sentimientos o ideas. En un sentido más laxo, se habla de músicas sin re­ferencia a los instrumentos —tan va­riados como posibles son las fuentes vibratorias—, como una combinación armónica de sonidos o, simplemen­te, combinación intencionada de los mismos. La música es la más abstracta de las siete bellas artes y su lenguaje se dirige directamente al sentimiento, a la receptividad sensible del oyente. Si se ha afirmado que el arte pretende reflejar el alma o la esencia de la vida y de las cosas, al arte musical también va dirigido a los más intimo de las personas; de ahí que se hayan expresado definiciones de la música como la que hizo Beethoven, que afirmó que “la música es el eslabón que liga la vida espiritual con la vida de los sentidos”. También se ha llegado a decir que la música es la más importante de las artes y que rige a las restantes a través del ritmo, se habla así de la musicalidad de una película, de una escultura o de una obra arquitectónica. Una definición más moderna de mú­sica es la que la describe como una combinación de sonido y ritmo.

La música también es una ciencia y un lenguaje. El ritmo se rige según las leyes matemáticas algorítmicas, lo que permite que sea posible compo­ner música mediante un sistema co­dificado o con un ordenador. La mú­sica también se puede componer y leer mediante la notación escrita, sin necesidad de los instrumentos. La ciencia que estudia la teoría y la his­toria comparada de la música se de­nomina musicología.


2.1.1.1 Música y sonido

Sonido es la sensación que se produ­ce en el cerebro cuando el oído perci­be la vibración de un cuerpo, propa­gada en ondas por un medio elástico, como es el aire. El sonido supone la existencia de una fuente sonora, ór­gano o cuerpo vibrante, así como la captación de las ondas por el oído, que tienen unos límites fisiológicos. Cuando las ondas sonoras no pueden ser captadas por el oído se habla de ultrasonidos. El proceso de propaga­ción del sonido supone que la fuente vibratoria golpea las partículas en el aire y las desplaza; éstas, a su vez, gol­pean y desplazan las partículas adya­centes hasta alcanzar el tímpano del oído, cuyo movimiento llega a las ter­minaciones nerviosas y provoca sen­saciones en el cerebro humano. La ciencia que estudia los sonidos se de­nomina acústica.

Las ondas sonoras se propagan en el aire a una velocidad constante que se ha calculado en 340 m por segundo a una temperatura de 16 °C. Caracteri­zan a las ondas sonoras:

a) La frecuencia o número de vibra­ciones por segundo; a mayor frecuen­cia, la nota es más aguda, y a menor frecuencia, más grave.
b) La longitud de onda, o espacio que recorre el sonido durante una vi­bración. Las vibraciones pueden clasi­ficarse a su vez en continuas y claras (música) o discontinuas y confusas (ruido).

Todos los sonidos se definen por su intensidad, su altura y su timbre. El sonido musical añade a estos elemen­tos el ritmo, la melodía y la armonía.
La intensidad depende de la ma­yor o menor energía en la emisión, que determina la amplitud de la vi­bración y hace que el sonido sea más fuerte o más débil. La amplitud está condicionada por las características del medio por el que se propagan las ondas, si es un medio diáfano, como el aire, o muy denso, como la made­ra o el agua. A mayor densidad del medio, menor amplitud.

La altura del sonido (grave o agu­do) se refiere a la frecuencia de las vi­braciones. Cuerpos sonoros diferen­tes, pero de la misma frecuencia, pro­ducen la misma altura. La frecuencia se mide en hertzios (Hz) por segundo.

El oído humano sólo capta los son]-dos a partir de una frecuencia de en­tre 16 a 20Hz y hasta 20.000 Hz. La in­tensidad del sonido es decreciente desde que se emite hasta que desapa­rece, mientras que la frecuencia per­manece estable en tanto dura la vibra­ción. Las relaciones que se establecen entre frecuencia y amplitud de onda se denominan relaciones tonales.

El timbre es la calidad del sonido y lo que permite diferenciar el sonido emitido por dos instrumentos distin­tos a igual intensidad y frecuencia. Los sonidos casi nunca son puros o simples, sino que se producen acom­pañados de otros, llamados armóni­cos o concomitantes con el sonido principal, aunque se perciban por el oído como uno solo. El timbre se es­tablece por la relación entre estos so­nidos.


2.1.1.2 Combinación armónica de sonidos

Lo que convierte los sonidos en mú­sica es la distinción entre sonidos cla­ros, o notas, y confusos, o ruidos, así como su combinación organizada para expresar sentimientos, emocio­nes o simplemente sensaciones agra­dables al oído. La combinación armó­nica de los sonidos depende del rit­mo, que es la situación y duración de las notas en el tiempo.


2.1.1.3 La Notación Musical

Ya los antiguos egipcios inten­taron representar la música de una forma gráfica. Posteriormen­te, los griegos adoptaron una forma de notación que utilizaba las letras del alfabeto, a las que se imprimía una inclinación distinta a la habitual. Estos sistemas desaparecieron y ape­nas han dejado algunos vestigios. Los orígenes del sistema de notación ac­tual se remontan al siglo XI. El monje benedictino Guido d’Arezzo, en el año 1025, introdujo el precedente del actual pentagrama, con un tetragra­ma o pauta de cuatro líneas horizon­tales sobre las que se anotaban los sig­nos que correspondían a los sonidos o notas. El pentagrama, tal como se conoce actualmente, se debe a Uball de Tournai. El pentagrama consta de cinco líneas paralelas horizontales y equidistantes, entre las que quedan cuatro espacios en los que se escriben los caracteres o figuras que corres­ponden a las diferentes notas, más arriba o más abajo según su altura. A estas cinco líneas pueden añadirse otras si hay que situar notas muy gra­ves o muy agudas. En estas líneas adi­cionales sólo se representa el trazo adicional imprescindible. En la nota­ción se pueden considerar dos ejes virtuales, el vertical, en el que se in­dica el tono, y el horizontal, en el que se marca el movimiento de tiempo. La notación es una guía o serie de ins­trucciones para la persona que inter­preta la música. Esta guía no tiene ca­rácter cerrado, ya que siempre deja abierta la puerta a la creatividad del intérprete. En el pentagrama se indi­can mediante signos diferentes los matices de la composición, el tono, la intensidad, el ritmo, la duración, los silencios y las alteraciones o modifi­caciones accidentales. El texto com­pleto de la obra musical se denomina partitura.


a. Clave

La clave es un signo específico con el que se determina la situación de las notas en el pentagrama. Se coloca al principio y da carácter a toda la com­posición. Hay siete claves, cuatro en do, dos en fa y una en sol. Las claves en do se colocan en la primera, segunda, tercera o cuarta línea; las claves en fa, en la tercera o en la cuarta línea, y las claves en sol, en la primera o en la se­gunda. La nota que se coloca en la lí­nea de la clave es la de su mismo nom­bre y a partir de ella pueden leerse los nombres de las demás notas. Las pa­labras clave y llave son sinónimas a efectos del pentagrama.


b. Notas

Las notas son signos o figuras con los que se representan gráficamente los sonidos de la escala musical. Se entiende por escala la organización de sonidos de diversa altura por or­den de frecuencia, entre dos sonidos fundamentales. La escala es la base del sistema musical.

Guido d’Arezzo inventó los siete nombres de las notas de la escala, que son, en orden ascendente de frecuen­cia, do, re, mi, fa, sol, la y si. Estas no­tas se prolongan en una octava al re­petirse otra vez el do. Los nombres de las notas provienen de las primeras sílabas de los siete versos del Himno de vísperas de San Juan Bautista:

UT queant laxis
MIra gestorum
SOLve polluti
REsonare fibris
FAmulli tuorum
LAbii reatum
Sancte Ioannis

Posteriormente, el nombre de UT se transformó en el do que se conoce ac­tualmente y que se debe al italiano Doni.

Las notas se representan mediante figuras, cuyas diferentes formas indican su valor o duración en el tiempo. Estas figuras son siete: redondas, blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas. La figura redonda representa la unidad musical y vale cuatro tiempos en el compás, que es el doble que la siguiente. La blanca vale dos tiempos, que es la mi­tad que la anterior y el doble que la si­guiente, la negra, que vale un tiempo. Así sucesivamente, la corchea vale medio tiempo, la semicorchea un cuarto, la fusa un octavo y la semifu­sa un dieciseisavo.

Las pausas indican los tiempos de silencio y tienen la misma duración que la nota que las precede. Hay tan­tos silencios como notas o figuras y reciben sus mismos nombres, por ejemplo “pausa de redonda”. Indican que el sonido debe interrumpirse du­rante ese tiempo.

c. Las escalas

Las notas pueden ser diatónicas, si corresponden a su posición natural en los siete grados de la escala, y cro­máticas, cuando indican las posibles alteraciones en esta posición natural. Se estudian tres escalas: diatónica, cromática y armónica.

La escala diatónica o natural corresponde a las siete notas según su orden natural, de la más grave a la más aguda o viceversa. Esta es­cala consta de cinco tonos y dos se­mitonos. La cromática tiene doce semitonos. En la escala diatónica se puede distinguir la escala mayor y la escala menor. En la escala mayor, los semitonos se hallan entre mi y fa y entre sí y do, y en la escala menor, entre re y mi y entre si y do. En la for­ma melódica, los semitonos se en­cuentran entre re y mi, entre sol y la y entre si y do. La escala armónica contiene los mismos sonidos, pero facilita la lectura de la música al re­ducir el número de tonos.


d. Compás

El compás es la pulsación que se mar­ca al comienzo de la línea pautada por medio de una fracción o quebrado, in­mediatamente a continuación de la clave. El compás divide el tiempo mu­sical en partes iguales. El numerador indica indica el metro o medida de la pulsa­ción, es decir, el número de unidades contenidas en cada compás, y el deno­minador la nota base de la medida: re­donda, blanca, negra, etc. Los compa­ses pueden ser simples y compuestos. Los simples son binarios; en ellos cada tiempo es divisible por mitades. Los compases compuestos son ternarios o divisibles por tercios. Así, por ejemplo, en el compás 3 / 4 se incluyen tres figu­ras de las que en el compás caben cua­tro. Tanto en los simples como en los compuestos se consideran doce posi­bilidades o fracciones. Los compases más usuales son el 2/4 (dos negras), el 3/4 (tres negras), el 4/4 (compasillo) y el 6/8 (seis corcheas). Un cam­bio de compás se separa en la partitu­ra mediante una doble línea divisoria vertical.

El compás se marca con un aparato denominado metrónomo. Fue inven­tado en el siglo XVIII por Stóckel y des­pués perfeccionado por Winkel y Maelzel durante el siglo XIX. Este apa­rato consta de una varilla graduada con un contrapeso que, según como se sitúe, hace oscilar el péndulo a ma­yor o menor velocidad.


e. Alteraciones

Las notas de la escala tienen una gra­dación ascendente en tonos y semito­nos según el siguiente orden: tono-tono-semitono-tono-tono-tono-se­mitono. Si se produce un cambio de tonalidad, para mantener esta misma estructura puede ser necesario em­plear una o más alteraciones. Las al­teraciones accidentales se encuentran en el curso de la composición y son signos que, colocados a la izquierda de una nota, sirven para subir o bajar su tono. Estas alteraciones pueden co­locarse junto a cualquiera de las siete notas de la escala. Las alteraciones esenciales son signos que se colocan a continuación de la clave y que modi­fican el tono de todas las notas que aparecen a continuación; también se denominan armaduras. El cambio de un tono a otro se denomina modula­ción; un cambio definitivo de tonali­dad implica cambiar la armadura. Las alteraciones accidentales modifican el sonido en un semitono (medio tono).

Existen tres alteraciones simples y dos alteraciones dobles. Las altera­ciones simples son el sostenido, que aumenta un semitono; el bemol, que disminuye un semitono, y el be­cuadro, que deja en suspenso el efec­to de un sostenido o un bemol ante­rior. Las alteraciones dobles son el doble sostenido, que aumenta un semitono a una nota antes alterada y un tono a una nota antes natural, y el doble bemol, que baja un semitono a una nota ya anteriormente disminui­da y un tono a una nota antes natu­ral. Otro tipo de alteración es el pun­tillo, que, situado tras una figura o un silencio, aumenta el valor de éste en la mitad; cada puntillo sucesivo aumenta la mitad del valor del ante­rior.

f. Intervalo

El intervalo describe la distancia en­tre los sonidos y la relación de sus frecuencias. Un mismo número de grados de la escala puede tener dife­rente extensión. Así, la tercera mayor do-mi abarca tres grados, do-re-mí, y dos tonos do-re y re-mi; y la tercera menor re-fa, un tono y un semitono, re-mi y mi-fa. El intervalo se mide su­mando los tonos y los semitonos que cubre y se designa por el número de orden de la nota más aguda a partir de la más grave, descendiendo gra­do a grado. Los intervalos pueden ser simples (inferiores a una octava), compuestos (superiores a una octa­va), incompuestos (que no pueden resolverse en otro más pequeño, como, por ejemplo, en el caso del in­tervalo correspondiente a un semito­no), ascendentes (cuando la última nota está más alta que la primera), descendentes (cuando la última nota está más baja que la primera), con­juntos (cuando tienen las notas de grado sucesivo), disjuntos (cuando saltan alguna nota intermedia), ar­mónicos (si sus sonidos suenan a la vez), melódicos (si están formados por dos notas que se oyen una detrás de otra) o inarmónicos (si no pueden entrar en la composición de un acor­de regular). Se habla también de in­tervalos naturales (cuando no se pro­ducen combinaciones que alteren las siete notas de la escala) o invertidos (si la nota más grave sube una octa­va o la más aguda desciende una oc­tava). Un acorde es una agrupación de tres, cuatro, cinco o más sonidos que suenan armónicamente de una manera natural.

El intervalo de tercera mayor deter­mina el modo mayor y el de tercera menor, el modo menor. La nota prin­cipal se llama tónica y es la que deter­mina la tonalidad, que es mayor o menor según el modo. Toda la com­posición se organiza en torno a esta nota o conjunto de notas tónicas. Por lo general, es la última nota o su acor­de la que marca la tonalidad de una composición.

g. Tempo

El tempo es el grado de velocidad con que se debe interpretar una composi­ción. También se denomina aire o presteza. El tempo puede ser más len­to o más rápido según se indica me­diante una palabra italiana que se es­cribe junto a la clave. En una compo­sición extensa, el tempo puede variar al iniciarse un nuevo movimiento. Los tempos que más se emplean son los siguientes: grave (muy lento), len­to (lento), largo (despacio), larghetto (menos despacio), adagio (pausado), andante (normal), allegretto (rápido), allegro (aprisa), vivace (vivo), presto (muy rápido) y prestissimo (extraordi­nariamente rápido). A estos términos se pueden añadir otros que aún cali­fican más el tempo: así, molto vivace, allegro maestoso, allegro moderato, an­dante grazioso o allegro ma non troppo. Y también affetuoso, appassionato, can­tabile, dolce, doloroso, entre otros.


h. Ritmo

El ritmo es una división proporcional del tiempo que se puede cualificar. Se refiere también a la duración o longi­tud relativa de las notas que se ejecu­tan de forma sucesiva. Una serie de notas o figuras con sentido componen una frase o fórmula rítmica. La más sencilla puede componerse sólo de dos notas. Esta fórmula rítmica cons­tituye el metro o medida de la compo­sición, que en el caso de que tenga un solo ritmo se denomina monorrítmica, y si combina varios ritmos, polirrítmica. Los ritmos se califican como fuertes o débiles, se estructuran en pulsaciones y se ejecutan con la ve­locidad que determina el tempo.

Las alteraciones del ritmo se lla­man síncopas, que son sonidos arti­culados sobre un tiempo débil y pro­longados sobre un tiempo fuerte. La síncopa tiene dos partes que pueden tener la misma duración, síncopa re­gular, o distinta, síncopa irregular. Existen cuatro tipos principales de síncopas: largas, muy largas, breves y muy breves. Actualmente se indi­can en el pentagrama por medio de li­gaduras o silencios entre las notas, aunque en el pasado también se ha­cía mediante notas partidas. La sinco­pación también puede producirse por medio de un silencio que aparezca en sustitución de la nota resolutiva de un tiempo débil. Esta forma se llama contratiempo. La base de la síncopa es una alteración del orden lógico determinado por las notas tónicas o acentos.
El ritmo, o su alteración, es lo que da forma a la composición musical y su importancia es básica.

i. Melodía

La melodía es una idea o tema musi­cal que se forma por una sucesión de notas de distinta altura o duración que componen un período completo dotado de continuidad y sentido. En la composición musical puede darse sola (música monofónica), acompa­ñada por otras melodías (música po­lifónica) o apoyada por armonías (música homofónica). A diferencia de otros elementos de la música que se pueden aprender sistemáticamente, la melodía no tiene reglas específicas, sino que es un resultado del genio del compositor La melodía puede ser vo­cal, si se expresa con la voz, o instru­mental, cuando se expresa con uno o con varios instrumentos. Tradicional­mente, la melodía se ha organizado en partes, períodos, frases, miembros y fragmentos. La parte se compone de uno o varios períodos; éstos a su vez se subdividen en frases o unidades con sentido. Una frase se divide en dos miembros y cuatro fragmentos.

La entonación y el ritmo tienen fun­ciones específicas en la formación de la melodía. Otros aspectos son la ca­dencia, que marca las paradas o repo­sos, y el acento, con el que se remar­can algunos sonidos dentro de una frase.
Matices

Entre los matices cabe incluir todo signo o indicación que acentúe o re­salte los signos expresivos para dar color a la ejecución de una obra. Los acentos indican la mayor o menor in­tensidad que se debe imprimir a la vi­bración de determinadas notas. Se es­criben fuera del pentagrama y son, en orden descendente: multo fortissimo (fff) o extraordinariamente fuerte, for­tissimo (ff) o muy fuerte, forte (f) o fuerte, mezzo forte (mf) o medio fuerte o ligero, mezzopiano (mp) o bastante suave, piano (p) o suave, pianissimo (pp) o muy suave y molto pianissi­mo (ppp) o extraordinariamente sua­ve. Las variaciones de intensidad se in­dican con las palabras crescendo y dís­minuendo. Las articulaciones señalan la forma en que el intérprete puede eje­cutar las notas; las principales articu­laciones son el ligado, el staccato, el piz­zicato y el picado-ligado. Se marcan con curvas o con puntos sobre las notas.


j. Armonía

Armonía es la teoría y práctica de la estructura, relación y combinación de los acordes entre sí. También se habla de armonía en referencia a la modu­lación de la voz y, en general, a todo lo referente a la perfecta proporción de las partes de un todo. Así, este tér­mino se emplea también en poesía, arquitectura y, en general, en todas las bellas artes. En música, la armonía actúa como soporte acústico de la obra y determina parcialmente la en­tonación melódica. Las ciencias de la armonía las expuso originalmente Rameau en 1722 y se han modificado y alterado constantemente por parte de los innovadores. Las diferentes ge­neraciones han aprendido a aceptar como natural lo que las anteriores ca­lificaron como discordante e incluso como chocante. Rameau formuló las leyes de la tonalidad, que se basan en la subordinación a la nota grave de cada acorde, formándose los acordes por sucesión de terceras. Ello implica que todas las tonalidades distintas de do mayor y la menor deben recurrir a alteraciones. El acorde más simple surge de la descomposición de un so­nido en sus armónicos. En la escala se encuentran tres acordes mayores, tres acordes menores y uno disminuido. Los acordes pueden ser consonantes o disonantes. La armonía consonante se consigue enlazando los llamados acordes perfectos: do-mi-sol. La armo­nía disonante se produce por el acor­de de tres o más sonidos.

En opinión de Dubois, “armonía es la combinación de sonidos diversos, de notas musicales diferentes, con­cordes y también discordes, que sue­nan simultáneamente, percibiéndolas el oído como un solo sonido com­puesto. Es lo que hace de las cien vo­ces de un órgano, de la orquesta o de la gran masa coral una sola voz, la que todo lo funde en un solo conjun­to, la que entreteje y une los variados ritmos, las distintas melodías de una magnífica composición en un solo rit­mo y una sola melodía”.


K Contrapunto

El contrapunto es el desarrollo hori­zontal de varias melodías, en tanto que la armonía es la combinación ver­tical de varias notas. El contrapunto estudia el desenvolvimiento melódi­co, significa nota contra nota y punto contra punto. Este término proviene de la notación que se empleaba en la época medieval, mediante puntos y pequeños cuadrados. Aunque el con­trapunto implica melodía, ésta puede y suele existir sin el contrapunto. La música clásica utiliza la melodía como tema y la armonía como progresión que conduce el motivo principal y pro­picia sus transformaciones y desarro­llos. Desde finales del siglo XIX, con Wagner, se inició una tendencia hacia la disolución de la melodía tradicio­nal. Posteriormente se produjo una re­volución de la teoría melódica y la ar­mónica clásicas con la aparición de las técnicas dodecafónicas, la utilización de formas métricas irregulares y series armónicas de espíritu abstracto o ma­temático que dieron origen a la músi­ca atonal y a la música electrónica.


Las artes visuales incluyen todas aquellas artes que constan, fenomenalmente, de percepciones visuales. Su reclamo se dirige de forma primaria a la vista, aunque no exclusivamente, porque algunas pueden también estimular el sentido del tacto. Las artes visuales incluyen gran variedad de géneros: pintura, escultura, arquitectura, fotografía y virtualmente todas las artes útiles.



2.1.2 La Pintura


La pintura es la técnica artística que consiste en la aplicación de ciertos pigmentos sobre una superficie plana de manera que respon­dan a una organización previamente determinada. La característica tradi­cional de este arte es su plenitud. Es decir, la imagen representada en una pintura es bidimensional y, por tan­to, carece de volumen. El espacio re­creado y los objetos que en él se si­túan son intangibles y no existen en la realidad. De este modo, el cuadro apela a la imaginación del especta­dor, quien lo recibe a través del sen­tido de la vista.

El soporte más frecuente de la pin­tura es el lienzo, tela resistente de lino tensada sobre un bastidor cuadran­gular de madera. También se utiliza la tabla, el metal, el papel o el cartón. En algunas ocasiones el soporte para la pintura es una superficie cerámica, un vidrio o un paño mural de piedra, yeso u otro material. Sobre el so porte escogido se aplica la pintura. Esta se compone de pigmentos pulverizados y aglutinante. Los pigmentos son sustancias colorantes que habitualmente se extraen de la naturaleza. El agluti­nante sirve para formar con el pigmen­to una pasta fluida y manejable: la pin­tura propiamente dicha. Según la téc­nica que se emplee, el aglutinante puede ser huevo, cera, aceite, miel, le­che, resma u otra sustancia. La tarea del pintor consiste en disponer la pin­tura obtenida de este modo sobre el so­porte elegido, con el fin de crear imá­genes para representar un fragmento de la realidad física o bien para ofre­cer una visión personal del mundo.

Tradicionalmente, la pintura ha te­nido una utilidad práctica bien defi­nida. Las representaciones de anima­les en la prehistoria formaban parte de un ritual mágico de apropiación, cuyo objetivo era asegurar la caza. Por tanto, la finalidad de carácter re­ligioso se ha asociado a la pintura desde épocas remotas. También en nuestra era esta técnica ha estado fre­cuentemente al servicio de la religión. Así, los frescos con que se decoraron las iglesias medievales servían para enseñar a los iletrados la historia sa­grada, y las imágenes pintadas de santos que se colocaban en los altares eran útiles para orientar el culto de los fieles y para servirles de ejemplo. Esta función educativa estaba presen­te, así mismo, en los cuadros de his­toria, que narraban hechos notables o exaltaban la figura de un líder. Ade­más, la pintura ha tenido siempre una evidente función ornamental. El con­cepto de arte por el arte, es decir, la pintura como fin en sí mismo, sin uti­lidad práctica, es muy moderno: pertenece casi exclusivamente al siglo XX y está asociado al nacimiento de las vanguardias artísticas.

2.1.2.1 Técnicas pictóricas

El principal elemento de variedad en las técnicas pictóricas es el aglutinante. En la pintura prehistórica se utiliza la grasa animal, la sangre y la caseína, mientras que los pigmentos habituales son a base de hierro, de donde se obtie­ne el ocre y el rojo, y a base de carbón o manganeso, para obtener el negro.


a. El temple

Durante la antigüedad se utilizaron ampliamente tres técnicas pictóricas principales. Se trata del temple, la en­cáustica y el fresco. Las dos primeras corresponden a la pintura de caballe­te, mientras que el fresco fue la técni­ca reina de la pintura mural. Temple es el nombre que se da a la técnica que usa el agua para deshacer los colores, utilizando como aglutinante una emul­sión de huevo, leche, cola o goma. En la práctica, el término se aplica funda­mentalmente al aglutinante hecho con yema de huevo. Su soporte caracterís­tico es la tabla o el lienzo a condición de que éste sea sólidamente tensado. Por lo general, cuando se utiliza lienzo, se pega sobre una tabla. Es necesario aplicar sobre la superficie del soporte varias capas de imprimación a base cola y yeso. El aspecto de la pintura bastante mate y suave de textura. colores se secan rápidamente sin alterar el tono. Esta técnica tuvo preponderancia sobre cualquier otra hasta generalización del empleo del óleo.

b. La encáustica

El otro gran medio empleado en la pintura de caballete de la antigüedad es la encáustica. Se basa en la utilización cera blanca de abeja como aglutinan­te, que se mezcla con resma vegetal y el pigmento en polvo. La pasta resul­tante se aplica caliente con una espá­tula de metal. También se puede ma­nipular con pinceles mientras aún caliente. Una vez fría la cera, el resul­tado es prácticamente inalterable. Durante la edad media esta técnica se abandonando progresivamente por d inconveniente que suponía mantener la cera caliente, y se sustituyó por técnicas frías, como el temple. En la época moderna la encáustica ha sido recu­perada por algunos artistas.


c. El fresco

El fresco es la principal técnica de pin­tura mural. Los colores se disuelven en agua, sin aglutinante. Se aplican sobre una argamasa fresca de cal y arena. Cuando se seca se convierte en una capa dura, cristalizada, que con­tiene el color en su interior. Es decir, el color pasa a formar parte de la pro­pia pared. Los fresquistas romanos desarrollaron una técnica muy sólida de preparación del muro. Solían dar hasta tres capas de mortero de cal y arena como base. Sobre ellas coloca­ban otras tres de cal mezclada con polvo de mármol, que luego pulían cuidadosamente. En la capa superior humedecida aplicaban los colores. Para pintar al fresco es muy importan­te que la pared esté húmeda, de ma­nera que sólo se trabaja la parte de pa­red que se puede completar en una jornada, antes de que se seque.


d. El óleo

A partir del Renacimiento comenzó a generalizarse el empleo de la pintura al óleo. El aglutinante utilizado en esta técnica es el aceite, frecuentemen­te de linaza. Sus principales ventajas son la lentitud con la que seca, lo que permite enriquecer la obra con el aña­dido de detalles; la flexibilidad de la pasta, lo que facilita el manejo y trans­porte del cuadro, y, finalmente, la po­sibilidad de hacer transparencias o veladuras, lo que amplía la gama cromá­tica. El óleo mantiene explícita la gra­fía del pintor, ya que permite trabajar con mucha o poca materia y aplicar ésta en pinceladas finas y apretadas o gruesas y sueltas, al gusto de aquél. Generalmente se pinta sobre lienzo, que se prepara con una imprimación suave, pero admite como soporte casi cualquier otro material.

e. La acuarela

La acuarela es una técnica relativa­mente moderna, en el sentido de que su momento culminante se produjo durante los siglos XVIII y XIX. Sin em­bargo, su uso ya estaba presente en­tre los iluminadores medievales de miniaturas. Su soporte característico es el papel. La acuarela se forma con pigmento en polvo muy molido aglu­tinado con goma arábiga que se ex­trae de la resma de la acacia. La goma se disuelve muy bien en agua y deja una pátina brillante y protectora sobre la acuarela. En esta técnica se par­te del blanco del papel y se van añadiendo colores de tonalidad cada vez más oscura. Los colores son trans­parentes y a través de ellos aparece el blanco del papel, lo que provoca el efecto luminoso característico de esta técnica.

f. El pastel

El pastel se obtiene empastando pig­mento en polvo y blanco de zinc con agua mezclada con goma o resma. La pasta resultante se moldea en forma de barritas y se deja secar. Se aplica fundamentalmente sobre papel o car­tón. El resultado es de gran fragili­dad, por lo que la obra precisa fijati­vos y un manejo cuidadoso. Tradicionalmente se ha considerado una técnica intermedia entre la pintura y el dibujo. Se utilizó masivamente en Francia durante los siglos XVIII Y XIX.


2.1.2.2 El concepto de color

El color se debe entender asociado a la luz y no al objeto. Un mismo cuer­po ofrece a la vista colores diferentes bajo luces distintas. Ello demuestra que el color depende de la calidad de luz que cada objeto absorbe. No es, por tanto, una cualidad propia de los cuerpos, sino que está determinada por la luz que los ilumina.

En la naturaleza hay sustancias que tienen la propiedad de variar la su­perficie de los cuerpos que impreg­nan, de manera que alteran su capaci­dad de absorber y reflejar la luz. Estas sustancias son los pigmentos. Poseen un color determinado, es decir, una determinada forma de comportarse ante la luz, y lo comunican a los cuer­pos cuya superficie cubren. Tal como antes se señalaba, con pigmentos se fabrican las pinturas. Estos pueden ser orgánicos o inorgánicos. Los pri­meros se extraen de las plantas. La clo­rofila es un pigmento orgánico. Los segundos proceden de los minerales, como el zinc, el cobre, etc. Actualmen­te se obtiene por medios químicos una gran cantidad de pigmentos.

El color es un principio fundamen­tal de la pintura. Se comporta tanto como medio constructivo como ex­presivo. Por reacción a la pintura del Renacimiento, en la que primaba el dibujo de la línea, durante el barroco la construcción de un cuadro se hacía en base al color Las calidades lumí­nicas de la pintura, por las cuales un fragmento de paisaje, por ejemplo, puede aparecer cercano y otro lejano, se obtienen mediante la construcción con el color Como medio expresivo, el color tiene gran importancia. En el arte de la edad media, el color dora­do como fondo de figuras de santos transmitía la sensación de atmósfera divina. En épocas más modernas se asociaron diferentes colores con otros tantos estados de ánimo. Así, el color amarillo era para algunos artistas el de la tranquilidad, mientras que el rojo se refería a las pasiones fuertes. Para los compradores de obras de arte en el Renacimiento, el color tenía una importante función representativa. Por ejemplo, cuando un comprador pagaba por una obra rica en azul añil estaba demostrando a los demás la importancia de su fortuna, ya que el pigmento necesario para obtener ese color, el índigo, procedía de muy le­jos y su importación resultaba cara.


2.1.4 Los géneros pictóricos

En pintura ha existido tradicional­mente una división entre arte mayor y menor, vigente aún hasta el siglo XIX. El arte mayor constituía la cima de la pintura, el objetivo más elevado a que podía dedicarse un pintor La historia, incluyendo la historia sa­grada, la representación de santos y los episodios mitológicos eran los te­mas del arte mayor. Solían pintarse sobre lienzos de gran formato. Desde el punto de vista técnico, los artis­tas estaban obligados a ser escrupu­losos y ortodoxos. Sus obras eran so­metidas a un severo juicio por parte del público y de los especialistas, tanto en lo que se refería al conteni­do, esto es, a la fidelidad y acierto de su representación, como a la forma de pintarlo. Como contrapartida, los pintores de historia, solían ser perso­najes respetados y bien pagados.

En cambio, otros asuntos pictóricos carecían de la misma consideración. Los cuadros de género o de escenas costumbristas eran realizados por pin­tores menos importantes. Son obras, generalmente de pequeño formato, que representan aspectos cotidianos de la vida, como escenas de taberna o de mercado, o grupos familiares cap­tados en la intimidad del hogar.

La pintura de paisaje es bastante re­ciente. Hasta finales del barroco no constituyó un género propio, sino que formaba parte de composiciones que en primer plano referían una anécdota histórica o religiosa. Con posterioridad, la pintura de paisaje ganó importancia, especialmente du­rante los siglos XVIII y XIX. Un subgé­nero amplio dentro de la pintura de paisaje es la marina, que agrupa a los paisajes marítimos. Otro, que se rela­ciona de algún modo, se centra en la arquitectura y consistía en represen­tar edificios notables o en mostrar las ruinas del clasicismo desde el punto de vista de la arqueología o como mo­tivo pintoresco y romántico.

Un género pictórico que ha cobra­do importancia en los últimos siglos, pese a que ya se practicó en la anti­güedad, es el bodegón o naturaleza muerta. En el norte de Europa el bo­degón tendía a la representación na­turalista de objetos diversos, como instrumentos musicales o científicos, » sobre todo, de alimentos, algunos exóticos. En el sur de Europa tuvo más bien la misión de provocar reflexiones acerca del paso de la vida y lo trivial de los objetos materiales acumulados. Para ello, junto a los alimentos e ins­trumentos de toda índole, se coloca­ban relojes que señalaban el paso del tiempo y cráneos humanos que apun­taban a la inminencia de la muerte.

La figura humana es otra fuente im­portante de géneros pictóricos. Desde la antigüedad se practicó el retrato de busto, de medio cuerpo o de cuerpo entero. El retrato atrapa la imagen y el carácter de una persona concreta, pero también existe el retrato tipoló­gico, que representa, con los ropajes correspondientes y el gesto adecuado, a naturales de una determinada re­gión o país, a miembros de una profe­sión, a caracteres humanos o a tipos sociales. Otra forma de representa­ción de la figura humana es el desnu­do, en el que los alumnos de las aca­demias de bellas artes se ejercitaban desde muy pronto con el objetivo de alcanzar una gran maestría en el co­nocimiento de la anatomía. También la caricatura es un modo de represen­tación de la figura humana.

La pintura animalística es, prácti­camente, el género más antiguo, ya que era el habitual en las pinturas ru­pestres. En la antigüedad clásica también hubo pintura de animales, pero, posteriormente, el tema cayó en desuso. Sin embargo, a partir del siglo XVIII numerosos pintores se es­pecializaron en este género, que fue muy apreciado en Inglaterra, por ejemplo. Los cuadros de caza inclu­yen animales y figuras humanas en violenta actividad y forman un gru­po bastante numeroso de pinturas.

Muy a menudo, diversos temas co­existen en un solo cuadro, aunque, por lo general, las pinturas pueden adscribirse a un género que predomi­na sin lugar a dudas. Con las van­guardias artísticas del siglo XX la cla­sificación en géneros pierde trascen­dencia e incluso se hace imposible, como ocurre con algunas composicio­nes de pintura abstracta.



2.1.3 La Escultura


La escultura es un modo de re­presentación artística cuyo so­porte característico es un material sus­ceptible de ser manipulado por el es­cultor con la finalidad de crear, a partir de él, una forma tridimensional nueva que retrate un fragmento de la realidad o exprese una idea concebi­da por el artista. La obra resultante es visible y tangible. Ocupa un lugar real en el espacio. Su presencia modifica la calidad del entorno circundante. Esta cualidad de la escultura hace que se relacione frecuentemente con otro arte que también ocupa un lugar en el espacio: la arquitectura.

La escultura puede ser de dos tipos: relieve y bulto redondo. El relieve se soporta sobre un plano, de manera que sólo tiene un punto de vista: aquel en que está realizado el motivo escultórico. Según sea la relación de la escultura con el plano de material que sirve de soporte, el relieve recibe diferentes nombres. Así, si la imagen representada sobresale del plano so­porte en menos de una cuarta parte de su espesor, se la llama bajorrelie­ve. Si sobresale la mitad de su espe­sor, se la denomina mediorrelieve. Si la imagen representada sobresale más aún, esto es, tiende hacia el volu­men exento, se trata entonces de un altorrelieve. Cuando la imagen no so­bresale en absoluto, sino que se en­cuentra al mismo nivel que el plano soporte, es decir, está resuelta me­diante la incisión de las líneas que de­finen sus formas, se habla de un relie­ve paralelo. Finalmente, la imagen en cuestión puede estar rehundida en el plano soporte, excavada en él, por así decir, en cuyo caso se trata de un hue­correlieve.


La escultura de bulto redondo es la escultura exenta, que en ocasiones puede tener, como el relieve, un solo punto de vista, por ejemplo la escul­tura pensada para colocarla en un ni­cho o ante una pared. La escultura de bulto puede dividirse de varios mo­dos. Por una parte está la escultura aislada, es decir, la que representa un único motivo. Un ejemplo de escultu­ra aislada es el retrato completo de un personaje notable, lo que general­mente se conoce como estatua. En oposición a este tipo de escultura está el grupo escultórico, que reúne va­rios motivos, por ejemplo diferentes figuras, dispuestos de tal forma que el resultado sea una obra unitaria. Las esculturas se dividen también por su tamaño. Así, una obra puede ser monumental, término que se apli­ca por lo general a los grandes grupos escultóricos asociados a edificios; puede ser colosal, cuando el tamaño de la obra supera al del modelo real, o puede ser natural, cuando sigue fielmente su escala. Si la obra sólo re­presenta una cabeza, como suele ser el caso de los retratos, se trata de un busto. Por lo general, aparte de la ca­beza se representan también el cuello y parte de los hombros o del pecho.

El motivo más característico de la escultura es, sin duda, la figura hu­mana. Según la posición en que ésta se represente, la escultura se denomi­na sedente, si semeja estar sentada so­bre el pedestal, o yacente, si se repre­senta en posición tumbada. Puede ser orante si parece estar dirigiendo la palabra y el gesto a una audiencia imaginaria, o ecuestre si se la presen­ta a lomos de un caballo.


2.1.3.1 Elementos escultóricos

La característica fundamental de la escultura es su tridimensionalidad, que obliga a considerar la obra como un objeto con presencia real en nues­tro propio espacio. Otro aspecto pro­pio de la escultura es su solidez. Con el advenimiento de las vanguardias artísticas en el siglo xx, este carácter ha pasado a segundo plano, ya que pueden verse esculturas realizadas en materiales que no son sólidos ni perdurables. Sin embargo, la idea la escultura ha estado ligada tradicio­nalmente a la de permanencia y du­rabilidad.

El propio material es otro de los ele­mentos escultóricos más importantes. Según sea el material en que está rea­lizada la obra, ésta presenta unas cali­dades de textura y de color que en modo alguno pueden obviarse a la hora de hacer su estudio. El devenir histórico ha alterado la moderna per­cepción de la escultura. Por ejemplo, las obras en mármol procedentes de la antigüedad clásica estaban policroma­das. Sin embargo, cuando fueron des­cubiertas en épocas más modernas, el color había desaparecido y se valora­ron en función del acabamiento de la piedra, ignorando su aspecto original.

Otro elemento escultórico de capi­tal importancia es el juego que se crea entre el volumen y el hueco. Primiti­vamente, por dificultades técnicas, la obra carecía de huecos y se presenta­ba como un bloque compacto. Poco a poco, sobre todo desde el siglo y a.C., se fue valorando el poder constructi­vo del hueco. Este estuvo presente y fue muy importante durante toda la antigüedad, olvidándose de nuevo en la edad media, época en la que la es­cultura se convirtió otra vez en un bloque rígido. Las figuras realizadas en este período podían tener un gran hieratismo. A partir del Renacimien­to, con el redescubrimiento de la es­cultura clásica, se volvió a instaurar el hueco como elemento escultórico. Su importancia se ha visto progresivamente incrementada y en la escul­tura moderna y contemporánea cons­tituye un valor constructivo y expre­sivo de primer orden.

Las técnicas escultóricas son nume­rosas y variadas, y constituyen un im­portante elemento en la escultura. Por lo general, el empleo de una técnica concreta viene impuesto por el mate­rial. Según sea éste, puede ser mode­lado, esculpido, tallado, fundido, va­ciado, recortado o soldado. La técnica empleada y el material elegido deter­minan en gran parte el aspecto que ofrecerá la escultura. Hay también otro elemento escultórico relacionado con la técnica que condiciona enorme­mente el resultado final: el acabado. Efectivamente, no presenta el mismo aspecto una escultura en mármol es­culpida y cuidadosamente pulida, que otra en la que se conserva la tex­tura rugosa de la piedra, a pesar de que una y otra estén realizadas con la misma técnica y el mismo material. Los artistas se han sentido frecuente­mente atraídos por las posibilidades expresivas de las obras inacabadas.


2.1.3.2 Materiales escultóricos

La principal característica de la pie­dra es su durabilidad, lo que la ha convertido tal vez en la materia pre­ferida para realizar una escultura. La piedra se esculpe, por sustracción de material, hasta que se obtiene la for­ma deseada. No todos los tipos de piedra responden igual a la acción del escultor. Algunas son quebradizas y se rompen con facilidad, en tanto que otras son excesivamente duras. Por lo general, se prefieren las calizas de cierta consistencia, como el mármol. También se ha esculpido en alabastro, granito o basalto. Los útiles propios del trabajo en piedra son el cincel y el mazo. Para el acabado final se utili­zan asperones, lijas y materias abra­sivas, por ejemplo la arena.

No es sencillo trabajar la piedra, ya que no permite corregir errores fácilmente, de modo que lo habitual es realizar un boceto previo a menor es­cala en un material más dúctil, por ejemplo el barro. Una forma de aco­meter la escultura en piedra, una vez completado el boceto, es la técnica del sacado de puntos. Se disponen unos planos encerrando el boceto, llama­dos palometas, que representan el bloque de piedra a escala. Sobre el bo­ceto se señalan unos puntos de refe­rencia. Las distancias entre estos pun­tos y la palometa correspondiente se trasladan, convenientemente escala­das, al bloque de piedra por medio de barrenas. A continuación se retira la piedra sobrante.

La madera es otro material muy utilizado en escultura. Las hay de dos tipos: duras, como el Nogal el roble, la caoba o el boj, y blandas, como el pino. Se trabajan por talla, retirando el material sobrante con escoplos, for­mones y gubias. El acabado se realiza con diferentes tipos de escofinas y li­jas. La principal limitación de la ma­dera viene dada por las dimensiones de los troncos de árbol que se pueden obtener. Cuando éstas no son sufi­cientes, se procede a empalmar varios fragmentos mediante cola y pernos. El bloque resultante, que alcanza el tamaño deseado, se conoce como embón.

La arcilla es otro material amplia­mente utilizado. Su principal cuali­dad es la maleabilidad. La arcilla se trabaja modelando. Permite añadir y retirar el material y admite corregir los errores, aunque hay que contar con su fragilidad. Las esculturas rea­lizadas en arcilla han de ser necesa­riamente de pequeño tamaño, deter­minado por la capacidad del horno donde se cuecen. Estas obras se cono­cen con el nombre de terracotas.

Un importantísimo grupo de mate­riales escultóricos lo forman los me­tales, con los que se trabaja de formas muy diferentes. Entre todos ellos, tal vez sea el bronce el más adecuado para la escultura. La técnica de fundi­ción a la cera perdida, con la que se rea­lizan las esculturas de bronce, se tra­tará más adelante. Aparte de ello, el bronce, como el hierro y otros meta­les conocidos desde antiguo, se traba­ja mediante la forja. Otros metales que se han utilizado tradicionalmente en escultura han sido los preciosos, como el oro o la plata. En el siglo XX, las posibilidades de trabajo escultóri­co con metal se han enriquecido no­tablemente gracias a la aplicación de técnicas industriales. Hoy en día, los escultores trabajan con grandes blo­ques metálicos, planchas de acero, vi­gas, gruesos cables, etc. Gracias a los modernos procedimientos realizan cortes, soldaduras e incluso fundicio­nes a gran escala.

El marfil es un material escultóri­co que se ha utilizado desde la anti­güedad. Siempre ha sido muy valioso en virtud de su rareza. Es bastan­te dúctil y responde muy bien a la talla. Lógicamente, sólo permite rea­lizar obras de pequeño formato. No obstante, es frecuente utilizar placas relativamente amplias para tallar re­lieves. Para ello, el tronco de marfil se corta en planchas, que después se unen para formar un plano de mayor extensión.

En la época actual, la escultura ha incorporado materiales de muy di­versa índole, como plásticos, pastas de celulosa, cementos y otros. Para trabajar con ellos se han desarrollado técnicas adecuadas, procedentes casi siempre del mundo de la industria.


2.1.3.3 La escultura policromada

En un intento de conseguir una ma­yor apariencia de realismo, la escultura se policromó desde muy tempra­no. Casi todos los materiales escultó­ricos pueden ser coloreados con una técnica habitual de pintura, por ejem­plo óleo sobre metal. Algunas escul­turas policromadas precisan de un proceso específico, como es el caso de las terracotas, que deben pintarse con colores esmaltados antes de cocerlas.

Durante la edad media, en especial en el gótico, se produjo el gran auge de la escultura policromada. Las figu­ras talladas en madera eran ricamen­te coloreadas en sus ropajes y carna­ciones. Posteriormente, en la época moderna, se mantuvo esta costumbre sobre todo en lo referente a la estatua­ria religiosa. Por ejemplo, los pasos procesionales de los siglos XVII y XVIII, ­realizados en madera, iban siempre policromados, mientras que el resto de la escultura, en piedra, metal o marfil, se dejaba en el color del ma­terial.

La policromía de la escultura ha ex­perimentado un importante auge en el siglo XX La mayor parte de la es­cultura constructivista, surrealista y cubista, por ejemplo, va policromada.


2.1.3.4 Técnicas de modelado y vaciado

El modelado es la técnica idónea para preparar bocetos a escala. Se basa en la plasticidad del material elegido, que suele ser la arcilla, aunque tam­bién se ha empleado la cera y, actual­mente, la plastilina. El modelado per­mite añadir y retirar material y corre­gir los errores mientras éste no está seco. Se trabaja con las manos, aun­que también se emplean otras herra­mientas auxiliares, como rascadores y espátulas.

En el vaciado se trabaja a partir de un molde, en el que se vierte un ma­terial líquido, como la escayola, que después se solidifica. A continuación se procede a desmontar o romper el molde para obtener la escultura.

Cuando este proceso se realiza con bronce se denomina fundición. Debi­do al peso del metal, es preferible que las esculturas sean huecas. Para reali­zarlas se sigue la técnica que se cono­ce como fundición a la cera perdida, en la que se procede como sigue. En primer lugar se realiza un modelo de la escultura en arcilla, en el que sólo se reflejan las formas generales de la misma. A continuación se recubre el modelo con una delgada capa de cera, sobre la cual el artista modela to­dos los detalles de la obra. El conjun­to se cubre luego con arcilla o yeso, materiales refractarios. En esta capa superior se practican unos orificios, que comunican con la cera, y en cada uno de los cuales se dispone un cana­lillo metálico que se une con los de­más por encima de la escultura en un vertedero. En la base de la obra se realizan otros agujeros de mayor tamaño, que servirán como desagües. Terminada esta preparación, se pue­de verter el bronce fundido por la parte superior de la estructura. El metal se deslizará por los canalillos hasta llegar a la capa de cera, que se va fundiendo a su paso. Cuando empie­za a aparecer el bronce por los desa­gües inferiores se cierran éstos y se suspende el vertido. Se deja entonces que el metal se enfríe y sólo restará re­tirar el molde exterior y vaciar el blo­que de arcilla del interior de la esta­tua rompiéndolo con instrumentos punzantes. Todavía hay que retirar los canalillos y corregir las imperfec­ciones. Gracias a esta técnica, que ya fue conocida y practicada en la anti­güedad, ha sido posible realizar la importantísima estatuaria de bronce de gran tamaño.


2.1.4 La Arquitectura

La arquitectura es el arte de proyectar y construir edificios, en los que se aúnan la funcionalidad y la estética, mediante una distribución armónica del espacio y la adecuada combina­ción de materiales y elementos deco­rativos. El arquitecto debe saber conjugar los principios científicos y técnicos de la ingeniería y la construc­ción, con los recursos materiales dis­ponibles y las limitaciones impuestas por el lugar y la legislación vigentes, para conseguir el resultado deseado. Esta disciplina es tan antigua como el hombre, pues surgió de la necesidad que éste tuvo, ya en la prehis­toria, de disponer de un refugio se­guro en el que pro­tegerse de las in­clemencias climá­ticas y de sus peligrosos ene­migos naturales. Pero, si bien en su inicio probable­mente tuvie­ra esta mera función de co­bijo, pronto se desarro­lló en distin­tas áreas, con una evolución pareja a la de la humanidad. Así, en la me­dida en que las actividades y necesidades del hombre se ampliaron y diversificaron (organi­zación y jerarquización de las socie­dades, primeras relaciones comercia­les, políticas y diplomáticas; cultos religiosos y funerarios, etc.), las edi­ficaciones empezaron también a tener diversas finalidades, surgiendo así los templos, los mercados, los pala­cios, las fortificaciones defensivas, las construcciones funerarias, las recrea­tivas o las de tipo puramente conme­morativo o decorativo. Por este moti­vo, de todas las artes plásticas, la ar­quitectura es probablemente la que mejor refleja la historia y desarrollo de las distintas civilizaciones, y tam­bién la más completa, ya que integra a casi todas las demás (pinturas murales, escultura, vidriado, artesona­do, etc.).


2.1.4.1 Elementos arquitectónicos

De una manera muy simplificada, en toda construcción cabe distinguir dos tipos de elementos arquitectónicos básicos: por un lado, los que ejercen presión sobre las estructuras (elemen­tos de carga) y, por otro, los destina­dos a soportar dicha presión (los sus­tentantes o de sostén), de forma tal que el edificio se mantenga en pie. En las construcciones sencillas de una sola planta o piso, el principal ele­mento de carga lo constituye la te­chumbre, que es soportada básica­mente por los muros y los cimientos.

Si los elementos de carga se apoyan en los sustentantes por medio de estructuras horizontales, dan ori­gen al sistema ar­quitectónico llamado adintelado (el dintel es la parte superior ho­rizontal de los hue­cos o vanos); si la car­ga es soportada por estructuras curvas, surge el sistema abo­vedado (se llama bóve­da a la forma curva de cierre que sirve para cubrir el espacio com­prendido entre dos muros o entre varios pilares o columnas).

Por otra parte, en toda cons­trucción se deben alternar con­venientemente los macizos (muros), encargados de propor­cionar protección y aislamiento al edificio, con los huecos (va­nos), sin los cuales el interior de la edificación, además de inac­cesible, carecería de la necesa­ria ventilación e iluminación. Pero cuantos más vanos se abran en un muro, más se debi­lita su función de soporte; de ahí, la incorporación de unos elementos de sostén básicos: la columna (soporte cilíndrico de mucha mayor altura que diá­metro); el pilar (soporte de sec­ción cuadrada y sin proporción fija entre el grosor y la altura); la pilastra (pilar adosado al muro), y los contrafuertes, gran­des machones que refuerzan los muros, bien adosados a ellos o bien unidos por medio de los ar­botantes, arcos cuya función es contrarrestar y transmitir a los con­trafuertes el empuje de las bóvedas. El uso de los contrafuertes adosados es característico de los templos romá­nicos y el de los arbotantes como ele­mentos de unión, de los góticos.

A lo largo de la historia de la arqui­tectura, todos estos elementos de sostén han ido teniendo también funciones ornamentales. Un ejemplo de ello lo constituye la evolución de la colum­na, que del primitivo bloque monolí­tico con mera función de soporte, se fue embelleciendo con la adición de la basa (soporte inferior), el capitel (rema­te superior, a veces magníficamente ornamentado con elementos escultó­ricos) y otros elementos decorativos, o con la estriación de su parte central o fuste, hasta convertirse en una cariáti­de (estatua de figura humana, por lo general una mujer con traje telar, que hace el oficio de columna o pilastra) o en las magníficas columnas helicoida­les características del barroco.

Volviendo a los principales ele­mentos de soporte, los muros, según la disposición de los materiales em­pleados en su construcción cabe dis­tinguir, entre otros, los llamados ci­clópeos, que son los formados por piedras de gran tamaño unidas sin argamasa; los de sillería, formados por piedras labradas, por lo común de forma rectangular (sillares), asen­tadas unas sobre otras, en hileras; los almohadillados, formados por sillares biselados en los bordes, y los de mam­postería, formados por piedras sin la­brar (mampuestos), colocadas de for­ma irregular, sin sujeción a orden de ubicación o tamaño determinados.

Como ya se comentó antes, los mu­ros normalmente presentan aberturas de acceso para proporcionar luz y ven­tilación. Estas aberturas se denominan en general vanos. El elemento horizon­tal superior de los vanos se llama din­tel; el inferior, umbral, y los elementos verticales, jambas. Cuando la parte su­perior (elemento de sostén) en lugar de horizontal es curva, aparece el arco, que en vez de soportar todas las fuer­zas de carga sobre él, las desvía en sen­tido oblicuo hacia los lados, a partir de la pieza central, llamada clave.

Al igual que la columna, el arco ha tenido a lo largo del desarrollo de la arquitectura una importante función decorativa y ha evolucionado del sen­cillo arco de medio punto (media cir­cunferencia) a formas más complejas, en muchas ocasiones características de estilos arquitectónicos concretos, como sucede con el arco de herradura (más de media circunferencia), típico del arte islámico, o con el apuntado (dos porciones de curva que forman un ángulo en la clave), del estilo góti­co. Otras formas de arcos que mere­cen destacarse son el carpanel, formado por varias porciones de circunfe­rencia, unidas entre sí y trazadas des­de distintos centros; el escarzano, me­nor que una semicircunferencia; el conopial o flamígero, formado por por­ciones de circunferencia trazadas desde distintos centros y unidas en forma de zig-zag, lo que le da aspec­to de cortinaje, y el lobulado, formado por tres o más arcos de igual valor.

Del desplazamiento longitudinal del arco de medio punto surge la bó­veda llamada de cañón (semicilíndri­ca), y de la rotación de dicho arco en torno a su eje vertical surge la cúpula, que puede apoyarse sobre pechinas (triángulos curvilíneos) o sobre un tambor (muro cilíndrico que sirve de base). Como en el caso de los arcos, de la bóveda de cañón han derivado otras muchas, como la de cañón apun­tado, originada por un arco apunta­do; la de aristas, formada al cruzarse dos bóvedas de cañón, y la de cruce­ría, compuesta por una serie de arcos que se cruzan diagonalmente, llama­dos nervios, y una cubierta que cubre el espacio entre ellos.

Por último, la distribución de to­dos estos elementos comentados vie­ne determinada en gran medida por la planta, es decir, por el diseño de la figura que han de formar los cimien­tos de un edificio en construcción so­bre el terreno. Las más sencillas son las cuadradas, las rectangulares y las circulares, a partir de las cuales exis­ten numerosas variantes, entre las que cabe destacar la cruciforme (con forma de cruz griega —ambos brazos iguales— o de cruz latina —el brazo longitudinal más largo que el que cruza—); la elíptica (con forma de elip­se), típica del barroco, y la basilical o longitudinal, con varias naves que se distribuyen en torno a una central que sirve de eje.


2.1.4.2 materiales

Los materiales arquitectónicos bási­cos son la piedra y la madera, utiliza­dos por el hombre desde la más re­mota antigüedad, dada su abundan­cia en la naturaleza. Sin embargo, la dificultad que acarrea moldear la pie­dra y la escasa durabilidad de la ma­dera hizo que se buscaran otras alter­nativas. Así, de la mezcla del barro y la paja secados al sol surgió el adobe. Pero las primeras construcciones con adobe se deshacían con la lluvia, por lo que en lugar de dejarlo secar al sol se recurrió a la cocción en hor­nos de leña, para hacerlo más resis­tente; de este modo, apareció el ladri­llo. Es éste un material consistente, rí­gido y duradero que, introducido en la arquitectura por las primeras civi­lizaciones surgidas a las orillas del Tigris y el Eufrates, fue muy utilizado por los romanos y ha perdurado has­ta nuestros días, extendiéndose su uso por los cinco continentes.

Tras las civilizaciones mesopotá­micas, los grandes innovadores en el campo de los materiales de construc­ción fueron los romanos, quienes, al mezclar piedras, arena, agua, cal y ce­mento, obtuvieron el hormigón, ma­terial extraordinariamente resistente y moldeable, y con el que las posibili­dades arquitectónicas aumentaron de forma considerable, sobre todo desde el punto de vista de las estructuras.

Desde el ocaso de la Roma antigua y hasta el siglo XIX, la arquitectura si­guió su evolución técnica y artística, pero se hicieron muy pocas aporta­ciones desde el punto de vista exclu­sivo de nuevos materiales. Las cate­drales góticas, los palacios renacen­tistas y las construcciones barrocas seguían creando formas y espacios nuevos con piedra, madera y vidrio, sin apenas novedades al respecto.

Sin embargo, a mediados del si­glo XIX, y como consecuencia de la re­volución industrial, la arquitectura dio un paso de gigante con la incor­poración del hierro al catálogo de materiales empleados en la construc­ción, » sobre todo, del hormigón ar­mado, bloque de cemento con un re-forzamiento interior de hierro, que combina a la perfección la resisten­cia y la compresión del primero, con la tracción y la flexibilidad del se­gundo.

La incorporación, ya en el siglo XX, de nuevos materiales, como el alumi­nio y los plásticos, de gran ligereza y resistencia, ha permitido aprovechar al máximo la luz y crear variadas y originales estructuras, impensables en otros tiempos.


2.1.4.3 Órdenes arquitectónicos

En sentido amplio, se llama orden a la disposición y proporción de los cuerpos y elementos principales que componen una edificación. No obs­tante, estos términos suelen aludir en concreto a los estilos de los templos de la Grecia clásica, definidos por el tipo y la ordenación de los elementos que componían las fachadas de los mismos. Así, los tres órdenes clásicos son: el dórico, el jónico y el corintio.

Antes de pasar a describir las carac­terísticas diferenciales de estos estilos, para su mejor comprensión, conviene detenerse en el estudio de las partes principales que componen la fachada de un templo clásico. El principal ele­mento de carga, horizontal, está for­mado por tres elementos: el arquitrabe o parte inferior, que descansa directa­mente sobre los capiteles de las co­lumnas; el friso o parte intermedia, y la cornisa o remate superior. A todo el conjunto se lo denomina entablamen­to. Por encima de éste se dispone un elemento, llamado frontón, cuyo inte­rior se denomina tímpano. El frontón tiene siempre forma triangular, debi­do a que las cubiertas se hacían a dos aguas. Toda esta carga descansa sobre las columnas, que a su vez reposan so­bre un pedestal de tres escalones.

Orden dórico. En este orden, el ar­quitrabe del entablamento es liso y está rematado en la zona superior por una pequeña moldura. El friso está dividido en dos tipos de campos rectangulares que se alternan: unos en­trantes, con o sin decoración escultó­rica (las metopas), y otros salientes y con tres hendiduras verticales (los tri­glifos). A continuación, se dispone la cornisa, a forma de alero, y sobre el conjunto, el frontón.

La columna dórica carece de basa y tiene un fuste con estrías verticales —unas veinte, aproximadamente—, que se van estrechando hacia el capi­tel. Este consta de una fina moldura, formada por tres o cinco anillos, un cuerpo central redondeado (equino) y un remate en forma de prisma cua­drangular, denominado ábaco.

Orden iónico. La característica di­ferencial más notable del entabla­mento jónico es que el arquitrabe se compone, por lo general, de tres ban­das lisas que discurren en sentido ho­rizontal y que se presentan con una profundidad escalonada.

La columna tiene basa, el fuste es liso (primitivo) o acanalado y el capi­tel está rematado por una almohadi­lla con volutas enrolladas en forma de espiral, hacia abajo.

Orden corintio. En este orden, cro­nológicamente el último en aparecer, los elementos son los mismos que en el anterior y la principal diferencia ra­dica en el capitel de la columna. En efecto, éste está formado por un cuer­po central, similar a un tronco de pi­rámide invertido, que está profusa­mente decorado por hojas de acanto de diferentes alturas, de las que par­ten una serie de acanaladuras termi­nadas en espiral.

Esta decoración fue acentuada por los romanos, que diseñaron las hojas de acanto más puntiagudas y capite­les más estilizados.

Por último, cabe señalar que de la combinación de los órdenes jónico y corintio surgió el llamado orden com­puesto, que mezcla en el capitel las ho­jas de acanto y las volutas.


2.1.4.4 Urbanismo arquitectura del paisaje

El progresivo desarrollo de los pue­blos y ciudades a lo largo de la his­toria ha dado origen al urbanismo, la ciencia que se ocupa de la distribu­ción racional y ordenada de las construcciones, vías, espacios y paisajes de las grandes aglomeraciones urbanas, de modo que se facilite la vida a los habitantes de las mismas, al tiempo que se posibilitan los servicios nece­sarios a la comunidad y se embellece el entorno.

Las soluciones encaminadas al or­denamiento de los núcleos urbanos han sido en muchos casos u durante mucho tiempo espontáneas y han ido surgiendo en consonancia con las ne­cesidades de defensa y de expansión de las poblaciones y evolucionando en paralelo a las circunstancias socia­les de cada época. Tal es el caso, por ejemplo, de las ciudades medievales, cuyo trazado estaba estrechamente condicionado por las necesidades de­fensivas contra los ataques invasores, lo que dio como resultado núcleos ur­banos en muchos casos difícilmente accesibles, ubicados en zonas escar­padas, circunscritos a un área reduci­da y fuertemente amurallados.

Pero no siempre ha sido así; duran­te el imperio romano, por ejemplo, ya existía lo que podría denominarse un urbanismo programado, es decir, ca­paz de anticiparse a as necesidades; de hecho, las antiguas urbes romanas demuestran un minucioso trazado geométrico que se basa en el cruce de dos arterias principales, una que transcurre de norte a sur (cardo) u otra que lo hace de este a oeste (decumano), a partir de las cuales se trazaban todas las demás; también de esta época da­tan las primeras infraestructuras ten­dentes a suministrar servicios básicos a la población, como los acueductos.

Tras el largo período medieval, du­rante el Renacimiento la ciudad se ex­pande de nuevo y los criterios urbanísticos vuelven los ojos a la antigüe­dad clásica. En esta época, además, las soluciones urbanísticas no buscan sólo una correcta y racional ordenación, puesta de manifiesto en los rigurosos trazados geométricos de las vías, simi­lares a los romanos, sino que también pretenden dotar a las ciudades de una armonía estética; rincones, plazas, pa­seos, jardines y elementos ornamenta­les diversos embellecen el entorno y dotan a estas ciudades de su caracte­rística elegancia y grandiosidad.

En los tiempos modernos, y sobre todo a partir de la revolución indus­trial y de la afluencia masiva de gen­te del campo hacia las ciudades, éstas han crecido de forma indiscriminada, sin un plan preestablecido y sin aten­der a las necesidades reales de sus ha­bitantes, cada vez mayores y más di­versas. Un ejemplo característico de este crecimiento masivo y descontro­lado lo constituyen las llamadas ciu­dades dormitorio, frecuentes en la peri­feria de las grandes aglomeraciones urbanas, denominadas así porque sus habitantes sólo acuden a ellas a dor­mir, dado que en la inmensa mayoría de los casos desarrollan su actividad laboral en otros puntos. Otro ejemplo es la destrucción frecuente del patri­monio artístico monumental de las ciudades, por el derribo de edificios y la construcción incontrolada de grandes bloques de viviendas mo­dernos, capaces de albergar a mucha gente, pero en franca discordancia con el entorno que les rodea.

Por esa razón, hoy día, en todos los países desarrollados del mundo, el ur­banismo se plantea como una ciencia, que debe ser capaz de prever y planifi­car con antelación soluciones a los pro­blemas de habitabilidad de las gran­des ciudades o, en el peor de los ca­sos, de paliar los ya existentes. Debe proponer soluciones concernientes a la salubridad, a las comunicaciones y transportes, al tráfico automovilístico, a la ocupación de los suelos y correcta ubicación de las zonas industriales, a la conservación de los núcleos históri­cos antiguos, a la accesibilidad de las instalaciones por parte de los ciudada­nos discapacitados, al ocio u a la esté­tica, de modo que sus habitantes pue­dan desarrollar de la mejor manera posible sus actividades familiares, la­borales, sociales y recreativas, al tiem­po que disponen de los servicios nece­sarios para subsistir.

Tan ingente tarea, obviamente, va no atañe sólo a un colectivo profesio­nal único. Por el contrario, ha de ser el resultado de una labor conjunta e in­terdisciplinaria de arquitectos, inge­nieros, ecólogos, trabajadores sociales, juristas y muchos otros, ya que cual­quier perspectiva parcial puede inci­dir negativamente en las restantes.

En el momento actual, sólo el esfuer­zo común puede dar corno resultado una política urbanística racional y co­herente, capaz de humanizar las ciuda­des, lo que supone un reto difícil en mu­chos casos, pero ineludible y factible.



2.1.5 La Fotografía


La fotografía se basa en la posi­bilidad de obtener imágenes mediante el procedimiento de la cá­mara oscura. Este es un fenómeno óp­tico que se puede experimentar fácil­mente. Si un observador se sitúa en el interior de una habitación cerrada y a oscuras, en una de cuyas paredes se haya practicado un orificio que per­mita pasar la luz del día, vera como en la pared opuesta a la que tiene el orificio se proyectan las imágenes inver­tidas de los objetos que hay en el ex­terior. Exactamente lo mismo ocurre en una caja pequeña, cerrada y opa­ca en la que se perfora un pequeño agujero. Esta experiencia conforma uno de los dos principios de la foto­grafía: se producen imágenes dentro de tina cámara oscura. El fenómeno era bien conocido desde siglos antes de la invención de la fotografía pro­piamente dicha. Viejos aparatos, como la linterna mágica o el proyector de cuerpos opacos, se basan en él.

El otro principio, sin el cual no pue­de hablarse de fotografía, es que las imágenes así obtenidas se pueden cap­tar y fijar definitivamente en un sopor­te plano. El nacimiento de la fotografía se produjo con el descubrimiento de los medios químicos que hicieron posible esto, lo cual ocurrió en el siglo XIX. Di­chos medios son fotosensibles, es decir, se modifican y actúan de acuerdo con la incidencia que la luz tiene sobre ellos.

Si un soporte tratado químicamen­te para ser sensible a la luz se coloca al fondo de una cámara oscura, la imagen que penetra al interior de ésta, en lugar de reflejarse o provec­tarse en una pared, lo hará en dicho soporte. La luz va impresionando so­bre él las formas del objeto captado, de modo que los medios químicos que contiene modifican su aspecto en función de la calidad de luz que reci­ben en cada punto. Al final del proce­so, cuando la imagen deja de reflejar­se, la luz va ha trazado las formas del objeto captado, que quedan registra­das en el material fotosensible, de ma­nera que se puede proceder luego a garantizar su durabilidad, transpor­tando dicho registro o impresión a un soporte permanente, como el papel fotográfico.


2.1.5.1 Los orígenes

En sus primeros tiempos, la fotogra­fía estuvo estrechamente ligada a la pintura. Con este arte tenía algún pun­to de contacto: la intención de captar y representar un fragmento de reali­dad en un soporte bidimensional. Es significativo que muchos de los pri­meros estudios o talleres de fotogra­fía lo fueran también de pintura. Las primeras composiciones fotográficas imitaban los modos compositivos de los pintores. Posteriormente, la in­fluencia entre pintura y fotografía fue recíproca. Desde la generalización del uso de las cámaras fotográficas mu­chos pintores se aprovecharon de este nuevo medio, y no sólo para fotogra­fiar motivos que luego les sirvieran para hacer pinturas. En ciertas obras del período impresionista que no re­presentan paisajes, sino escenas coti­dianas de la vida moderna de la socie­dad burguesa, a menudo se aprecian encuadres característicamente foto­gráficos.

Alguien que quisiera hacerse un re­trato podía acudir a un pintor. Si de­seaba un retrato que le representara con parecido fiel, porte digno, expre­sión del carácter y buena ejecución técnica, debía dirigirse a un buen pin­tor, quien, por lo general, podía co­brarle muy caro el trabajo. Si optaba por un pintor más económico, seguramente correría el riesgo de obtener un retrato mediocre. Sin embargo, con la aparición de la fotografía se conseguiría el retrato más fiel posible de forma rápida y poco costosa. En realidad, los primeros retratos foto­gráficos se enriquecían con pintura, añadiendo detalles, colores y pince­ladas que aparentaban una cierta textura en la obra. Así, la fotografía na­ció como un medio alternativo a la pintura, como una forma de hacer cuadros con medios mecánicos.

Esta relación entre pintura y foto­grafía desconcertó y alarmó a muchos pintores. Algunos creyeron llegado el fin de un arte milenario, pues consi­deraron a la fotografía como una competidora que podía captar la rea­lidad de una forma mucho más fiel que la pintura (y con menos esfuerzo y coste). Conviene indicar que la fotografía apareció cuando muchos pintores seguían el naturalismo, un estilo que hoy se identifica como ca­racterístico del siglo XIX. Si en lugar de reparar sólo en su propia época hubieran tenido una visión más am­plía de la historia de la pintura, su alarma les habría parecido yana. Toda la expresividad simbólica que encierra una pintura gótica o el sello personal que imprimían a sus obras pintores de épocas posteriores, quie­nes interpretaban la realidad a través de formas de mirar y comprender únicas, tienen poco que ver con la fo­tografía tal como ésta se desarrolló en sus comienzos. Sin embargo, el estilo seguido por muchos pintores en el si­glo XIX era impersonal, excesivamen­te técnico y deudor sólo de una estricta observación de la realidad físi­ca. A éstos, y probablemente con ra­zón, sí los confundió la irrupción de la fotografía. Poco después, con la aparición del impresionismo y las primeras vanguardias, quedó demos­trado que pintura y fotografía segui­rían caminos bien diferentes, aun cuando, puntualmente, y tan sólo en ocasiones, iban a entrecruzarse.


2.1.5.2 Los materiales fotográficos

Actualmente, los fotógrafos tienen una gran cantidad de materiales y aparatos a su disposición. En un estu­dio de fotografía se pueden encontrar diversos tipos de cámaras y muchos accesorios, como objetivos, filtros, fo­cos, pantallas difusoras, fondos, trí­podes y fotómetros. Hay también pe­lículas especializadas para varias cla­ses de fotografías y en el laboratorio se encuentran medios químicos apro­piados para obtener determinados efectos en el resultado final. Conti­nuamente la industria fotográfica incorpora novedades en un campo que está en pleno desarrollo tecnológico. Pero, en definitiva, los materiales ne­cesarios para la obtención de una fo­tografía, los que, independientemen­te de los pasos añadidos, conforman el proceso básico, son tres: la cámara, a través de la cual se capta la imagen; el soporte fotosensible, donde queda captada, y el conjunto de elementos que hacen posible su revelado y pre­sentación.

Esencialmente, una cámara foto­gráfica consta de un orificio en su par­te delantera que deja pasar la luz ha­cia el interior. Dentro de la cámara, ubicado en su lado posterior se en­cuentra un mecanismo que alberga y sujeta el plano de material fotosensi­ble, donde se recogerá la imagen pro­yectada.

El material fotosensible se introdu­ce dentro de la cámara. Se trata de un soporte, que puede ser de vidrio, po­liéster, acetato de celulosa u otro ma­terial, cubierto uniformemente por una emulsión a base de sales de pla­ta. La presentación más frecuente es el soporte de acetato de celulosa, el celuloide, dispuesto en forma de pe­lícula enrollada. Esta película emul­sionada reacciona ante la exposición a la luz, reteniendo en ella la imagen del objeto fotografiado. Se trata de una imagen latente que debe revelar-se luego mediante un proceso quími­co que permita su presentación defi­nitiva.

Dicho proceso se conoce como pro­ceso de revelado. Para llevarlo a cabo se emplean varios productos quími­cos dispuestos en cubetas, en las que sucesivamente se va bañando la pe­lícula, con lo que en ésta tienen lugar diferentes reacciones químicas. Des­pués, una vez seca la película, se so­mete a la acción de una máquina am­pliadora. La ampliadora se compone de una lámpara y una lente de aumen­to que se desplaza con relación a una bandeja en la que se coloca el papel fotográfico sensible. Gracias a ella, la pequeña imagen contenida en la pe­lícula se puede traslada; en un tama­ño mayor previamente decidido, al papel, que constituirá su soporte de­finitivo.


2.1.5.3 El proceso fotográfico

La imagen a captar se obtiene con la cámara cargada con película fotosen­sible. La luz penetra por el orificio de­lantero de la cámara e impresiona la película. Ciertos mecanismos de la cá­mara tienen como finalidad perfec­cionar este proceso, de manera que el fotógrafo tenga control absoluto so­bre la calidad y las características de la imagen que se va a obtener Antes de realizar la exposición de la pelícu­la, el fotógrafo calcula el tiempo que el orificio debe permanecer abierto. Pasado un tiempo concreto, la luz que penetra en la cámara es ya demasia­da y el material fotosensible sufre una sobreexposicíón, es decir, recibe exce­so de luz. Si el tiempo no es suficien­te, la luz que penetra en la cámara es poca y la película no alcanza una im­presión adecuada. Para abrir y cerrar el orificio en el momento preciso, la cámara cuenta con el obturado; con cuyo control el fotógrafo determina la duración de la exposición a la luz. Otro mecanismo es el diafragma, que permite regular el tamaño del orifi­cio, esto es, hacer que éste se abra, dejando pasar más o menos luz, se­gún la intensidad que ésta tenga en ese momento. Se trata de otro ele­mento con el que el fotógrafo puede trabajar.

Por su parte, la luz penetra en la cámara a través de un juego de len­tes que se conoce como objetivo. El fotógrafo puede colocar lentes adi­cionales y variar la distancia entre ellas. De esta manera consigue enfo­car la imagen del objeto a fotogra­fiar, se encuentre éste alejado de la cámara o próximo a ella. También puede elegir entre encuadrar un de­talle o una vista amplia del motivo. Otros mecanismos accesorios de la cámara sirven para sujetar la pelícu­la en su posición correcta o para ha­cerla correr automáticamente de un plano al siguiente. La cámara tam­bién puede incorporar un flash, que proporciona un fogonazo de luz ex­tra cuando la luz ambiental es insu­ficiente para obtener una buena fo­tografía, y un fotómetro, que ayuda al fotógrafo a medir la intensidad de la luz.

Una vez correctamente impresio­nada la película, que registra la ima­gen fotografiada en negativo, se ex­trae de la cámara en el interior de una habitación oscura. Mientras no finali­ce el proceso de revelado, la película no debe recibir más luz, pues una nueva exposición volvería a alterar la emulsión fotosensible. En estas con­diciones tiene lugar el proceso de re­velado.

En el revelado de películas para fo­tografías en blanco y negro, la pelícu­la recibe primero un baño en líquido revelador. La duración de este baño varía en función de varios factores, como el tipo de película de que se tra­ta o la temperatura a la que se realiza el revelado. A continuación, un nuevo baño en otro producto químico, que se denomina “baño de paro”, detiene el proceso anterior; evitando que el agente revelador siga actuando una vez que se ha conseguido el nivel de revelado previamente determinado. Un último baño, esta vez en líquido fijado; tiene como finalidad fijar la imagen en negativo, de modo que ya no se altere. A continuación, la ima­gen se pasa al positivo en un papel fo­tográfico sensible. Para ello, el negati­vo se coloca junto al papel. La imagen resultante tiene el mismo tamaño que el de la película. Estas fotografías pe­queñas se conocen como contactos y son muy utilizadas por fotógrafos profesionales que realizan una gran cantidad de fotografías y, finalmente, sólo eligen ampliar unas pocas. Para obtener fotografías a tamaños mayo­res se emplea la ampliadora, desde la que se proyecta la imagen de los ne­gativos sobre el papel fotográfico.

El proceso de revelado para negati­vos de fotografías en color es algo más complejo, aunque responde a los mismos principios.


2.1.5.4 Evolución histórica

El principio de la cámara oscura fue conocido por Aristóteles ya en el si­glo IV a.C. Durante el Renacimiento, Leonardo da Vinci se dedicó al estu­dio de este fenómeno. Sus anotacio­nes acerca de la cámara oscura fueron conocidas y publicadas a finales del siglo XVIII. Para entonces, el alemán J. H. Schultze y otros investigadores habían demostrado la relación entre la luz y el oscurecimiento de las sales de plata.

En 1826, el francés Nicéphore Niep­ce consiguió fijar permanentemente la primera imagen fotográfica, una vista desde la ventana de su estudio. Tres años más tarde, Niepce se asoció con Jacques-Mandé Daguerre y jun­tos profundizaron en el descubri­miento de Schultze. Entre 1833 y 1839, Daguerre consiguió crear y per­feccionar el “daguerrotipo”, una pla­ca de cobre recubierta de plata que se sensibilizaba en una cámara oscura mediante vapor de yodo. De este modo se formaba yoduro de plata, una sal susceptible de ser impresio­nada por la luz de la cámara oscura. Después de un proceso químico que limpiaba y fijaba la imagen, se obte­nía el daguerrotipo. Esta forma de fo­tografía fue la más extendida duran­te gran parte del siglo XIX. Sucesivos investigadores contribuyeron a me­jorar la técnica y a reducir los tiem­pos de exposición.

Hacia 1840, el británico William Henry Fox Talbot desarrolló la técni­ca del “calotipo”, que utilizaba papel impregnado con yoduro de plata. Me­diante este sistema se podían obtener fácilmente reproducciones positivas, pero el resultado era sensiblemente menos nítido que el logrado con el procedimiento de Daguerre. Diez años después, Frederick Scott Archer intro­dujo la placa cubierta con emulsión gelatinosa húmeda. Su método tenía grandes ventajas y un inconveniente: había que proceder al revelado inme­diatamente, mientras la placa perma­necía húmeda, siguiendo un proceso incómodo y muy técnico. En 1871, el británico Richard L. Maddox desarro­lló el procedimiento con placa seca. Ello permitiría la creación del carrete de celuloide, la reducción del apara­to fotográfico y la simplificación del proceso de obtención de una fotogra­fía. Inmediatamente se multiplicaron los talleres fotográficos y se generali­zó la figura del fotógrafo aficionado. La incipiente industria fotográfica pudo producir material cada vez más perfeccionado, para un público en constante aumento.

Para entonces ya habían aparecido los grandes fotógrafos del siglo XIX, como el francés Nada; autor de una impresionante serie de retratos de hombres ilustres y de las primeras fo­tografías aéreas, tomadas desde un globo; o la británica Julia Margaret Cameron, quien, como Nada; consi­guió retratos magníficos, de gran pre­cisión, y, ante todo, obras estricta­mente fotográficas, que rehuían la similitud con la pintura. También ac­tuaban entonces el británico Roger Fenton, autor de una serie de fotogra­fías sobre la guerra de Crimea, primer reportaje fotográfico de estas caracte­rísticas, o Mathew Brady, que realizó una obra monumental sobre la guerra de secesión estadounidense.

En 1888, George Eastman introdu­jo la primera cámara portátil Kodak, cargada con un rollo de celuloide que se revelaba en la fábrica. El material revelado, junto con la cámara recar­gada, se devolvía luego al propieta­rio. Esto popularizó enormemente la fotografía. Tres años más tarde, East­man comercializó la película protegi­da con papel, lo que permitía recar­gar la cámara a la luz del día. Al mis­mo tiempo se fueron perfeccionando las cámaras, objetivos, zooms y emul­siones. A lo largo del siglo XX la in­dustria fotográfica no ha cesado de hacer grandes innovaciones, como el desarrollo de la fotografía en color; la cámara reflex, la Polaroid, capaz de re­velar instantáneamente, la fotografía submarina o la fotografía desde saté­lites.

Entre tanto, se fueron sucediendo las obras de grandes fotógrafos, como Man Ray, quien exploró las posibili­dades artísticas del medio, o Robert Capa, que impuso el estilo de repor­taje en prensa y que, junto a Henri Cartier-Bresson y otros, fundó la agencia Magnum. En la actualidad, la fotografía se ha desarrollado en di­versos frentes. Por un lado, es un me­dio de expresión artístico, es decir una técnica para crear obras de arte, como lo es la pintura o el grabado. También es un modo fundamental de transmisión de información y de pre­servación de la memoria histórica, tan importante en este siglo como la palabra. Además, es un auxiliar indis­pensable en casi todas las ramas del conocimiento humano. Finalmente, es un medio democrático, disponible para que cualquier persona enfoque, dispare y fije un momento o episodio en el tiempo.



2.1.6 La Literatura


El vocablo literatura deriva eti­mológicamente del término latino litera (“letra”) y sirve para desig­nar cualquier forma de comunicación escrita. Definición tan genérica tiene alguna exclusión (la llamada literatu­ra oral) y admite un amplio uso del término, que comprende:

a) el sentido no literario: cualquier información impresa o bibliografía;
b) el sentido peyorativo: condena de escritos convencionales, esa “par­te escrita registrada” que, según Goethe, goza de efímera vida;
c) el sentido de “bello arte”: el que emplea como instrumento la palabra. Evoca los elementos refinados de un inmenso campo.

Esta última acepción es la que sue­le prevalecer cuando se habla o se es­cucha hablar de literatura. En este caso se quiere aludir a una creación estética y lingüística. Estética porque persigue la belleza, y lingüística por­que pretende la comunicación, es de­cir, porque ambiciona convencer o emocionar por medio de composicio­nes bellamente escritas.

El escritor inglés Thomas Carlyle aseguraba que el propósito que debe guiar al literato es llevar a cabo su ta­rea dentro de los principios universa­les de la belleza poética y de la naturaleza humana, pero no como están escritos en los libros de texto, sino como están grabados en los corazo­nes y en la imaginación de los seres humanos.

En un principio, literatura era “lo escrito”, en contraposición a “lo ha­blado”, es decir, lo que se transmitía oralmente y no merecía el prestigio consustancial a la letra, ya que no era digno de perdurar. De ahí que, desde sus orígenes, la literatura haya esta­do tan estrechamente vinculada a la religión (que precisó de los textos es­critos para propagar las creencias), a la historia (que siempre pretendió perpetuar los acontecimientos) y a la clase social dominante, que ejerció su poder por medio de la palabra escri­ta (órdenes, deseos, relaciones, etc.).

El concepto de literatura ha va­riado a través de la historia. En la edad media estaba ligada fundamen­talmente a la religión. El humanismo del Renacimiento la liberó del vínculo religioso y, más adelante, en la Europa del siglo XVII, se empezó a consi­derar al escritor como un moralista que debía instruir y deleitar. Con el romanticismo se separó radicalmen­te la literatura como arte de la literatu­ra como expresión del pensamiento.

Restringiendo únicamente el espacio de la literatura a la consideración estética del hecho literario, es posible establecer una rigurosa distinción entre la literatura como arte y otras disciplinas del conocimiento. Si así se hace, habría que excluir del ámbito de la literatura no sólo todos los saberes que se expresan mediante signos gráficos, sino también la ingente producción literaria banal y perecedera. La literatura, pues, es una actividad que el ser humano realiza de forma natural, que responde a una ne­cesidad interior y que, en princi­pio, no obedece a una obligación dictada por su instinto de superviven­cia. Sin embargo, también es el arte de escribir obras duraderas que, su­madas, ponen de manifiesto el com­plejo devenir del hombre y de las so­ciedades.

El creador literario en el mundo clá­sico debía dominar la teoría de la re­tórica y de la poética. La poética ofre­cía al escritor las normas necesarias para encauzar y desarrollar la crea­ción; la retórica le proporcionaba los recursos lingüísticos necesarios para embellecer la expresión. Ambos re­cursos procedían de la oratoria, cuya finalidad primordial era convencer a los oyentes.

De manera que la literatura es, so­bre todas las otras posibles cosas, una creación lingüística sujeta a ciertos cá­nones y que persigue la belleza.

El material de la literatura es el len­guaje. Sin embargo, el lenguaje no es una materia inerte, sino más bien una crea­ción del ser humano cargada de herencia cultural y sujeta a constante transforma­ción. Cada grupo lin­güístico enriquece el lenguaje con particu­laridades expresivas. El sistema lingüístico surge del individuo agrupado en socie­dad, aunque su reali­zación sea indepen­diente de la realidad del hombre. El signo lingüístico es inmuta­ble, a pesar de la mu­tabilidad diacrónica que experimentan todas las lenguas. Como afirmó Saussure, el sistema lin­güístico es incapaz de funcionar sin sus dos puntos de apoyo, los sujetos hablantes y la realidad social, lo que da lugar a diferentes tipos de lengua­je: profesional científico, artístico, ar­tesano, de germanía, etc.

El lenguaje literario concede im­portancia al signo, al significante y al simbolismo fónico de la palabra. Es un lenguaje connotativo. Abunda en ambigüedades y pretende influir en la actitud del lector. Por el contrario, otros tipos de lenguaje, como el cien­tífico, son fundamentalmente denota­tivos, es decir, tienden a una corres­pondencia entre el signo y la cosa de­signada, y en él el signo es arbitrario, pudiendo ser sustituido por otro equi­valente sin que por ello cambie el sig­nificado. El lenguaje coloquial, por su parte, se diferencia del literario en que carece de una estructura, emplea los recursos del habla de una manera de­sordenada y es evidentemente prag­mático.

Además de la condición del len­guaje y de su finalidad artística, la obra literaria debe tener una carac­terística distintiva que le permita di­ferenciarse de otras grandes obras del pensamiento humano: la ficción. En toda obra literaria existen ele­mentos fantásticos, ya que siempre interviene en ella la subjetividad del autor.

No obstante, a pesar de todas estas características referenciales no resul­ta fácil determinar qué es literatura y qué no lo es. Hay que apoyarse en consideraciones como el contenido psicológico de las obras, su análisis de la condición humana o su natura­leza lúdica para llegar a una defini­ción adecuada de literatura.


2.1.6.1 La función de la literatura


El hecho literario ha planteado histó­ricamente interrogantes que los pro­pios literatos intentaron responder. Por ejemplo: ¿cuál es la misión espe­cífica de la literatura que la distingue de las otras formas de expresión ar­tística?, o bien: ¿qué papel desempe­ña en el conjunto de los saberes del ser humano? Preguntas que podrían reformularse de la siguiente manera: ¿para qué sirve la literatura y hasta qué punto colabora en la ampliación o desarrollo del campo del conoci­miento? Aristóteles, cuando habló de la “causa final”, quiso ofrecer una respuesta a la necesidad de elaborar una clasificación literaria y también al tema de la utilidad de la literatura. De acuerdo con este principio, los anti­guos dividían el ámbito de la compo­sición retórica en: a) deliberativa, U) ju­dicial y c) demostrativa, y a partir de esas premisas basaban sus distincio­nes entre los caracteres estilísticos, ya que cada uno se adaptaba a un fin específico. Así pues, la literatura servía para informar, conmover y deleitar, utilizándose diferentes estilos litera­rios en función de lo que se pretendía conseguir No está muy lejos de esta teoría la tendencia relativamente mo­derna que sugiere que la literatura cumple funciones propagandísticas o bien funciones de mero entreteni­miento (el llamado escapismo que se le atribuye a ciertas obras literarias).

Entre “lo dulce” y “lo útil”, se ha in­tentado establecer a lo largo de los si­glos la función de la literatura. Lo dulce como expresión de una noble actividad del entendimiento, y lo útil en el sentido de enseñar o, mejor, en el de la constante búsqueda de la ver­dad. Sin embargo, la “poesía por la poesía”, en sentido estricto, no repor­ta utilidad alguna, ya que no preten­de instruir al lector Tal vez busque la verdad, pero nunca será una verdad empírica, basada en investigaciones y en comprobaciones experimentales.

T. S. Eliot y Jean-Paul Sartre, entre otros autores, fueron acérrimos de­fensores de la función propagandísti­ca de la literatura. Difundir una idea específica o una creencia, presentar un determinado punto de vista de una manera conscientemente parcial bajo el supuesto de que el arte debe comprometerse o tomar partido, son algunas de las premisas en que se apoyan quienes defienden el carácter propagandístico de la literatura.

Sin embargo, la distinción entre arte y propaganda es válida desde el momento en que una obra literaria puede ser ambas cosas, pero nunca al mismo tiempo. Si la atención del lec­tor se centra en los valores artísticos, soslayará lo que en la obra haya de propaganda; a la inversa, si su única preocupación es la de asimilar el mensaje o la idea subyacente, habrá eliminado de ella los valores exclusi­vamente artísticos.

Lo cierto es que, para determinar la función de la literatura, resulta im­prescindible tomar en cuenta al lec­tor, por más que sus experiencias sean tan subjetivas como irrepetibles. Pa­rece indudable que, si bien las obras literarias no proporcionan verdades científicas, sí pueden llegar a aportar verdades humanas de enorme valor A la literatura le corresponde en ex­clusiva la capacidad de iluminar esos oscuros recovecos del espíritu, el tras­fondo psicológico del ser humano y los impulsos que le llevan a cometer acciones que modifican el sentido de la historia.

Sin embargo, no se debe perder de vista que la verdadera literatura no puede, ni debe, sustituir a las ciencias empíricas, aunque se sepa que a ve­ces es complementaria. Al escritor le compete una responsabilidad moral, que no es otra que la de asistir al lec­tor en la búsqueda de una conciencia más clara sobre los problemas de su tiempo y sobre su propia condición.

2.1.6.2 Géneros y estructuras

Tradicionalmente se habla de tres gé­neros literarios: épica, lírica y dramá­tica. Esta clasificación de las obras li­terarias tiene por objeto dar un princi­pio de orden a la inmensa extensión y complejidad de la literatura y respon­de a las características intrínsecas de las obras más que a la época o el lugar en que fueron escritas. Para agrupar­las se toma en cuenta la forma exterior y la forma interior Por la forma exte­rior se entiende aquellos rasgos forma­les y de estructura que distinguen, por ejemplo, a una narración de una poe­sía. La forma interior guarda relación con el tema o el propósito de la obra (si es didáctica o recreativa, etc.).

En principio es muy fácil distinguir los tres géneros: la épica cuenta algún hecho y fundamentalmente se basa en la narración; en la lírica se expresa una situación sentida por un yo sub­jetivo y se usa el verso; en la dramática, el texto está hecho para ser represen­tado en un escenario y se estructura a través de diálogos. Sin embargo, como es muy difícil encontrar formas puras, resulta más exacto hablar de estructuras literarias que de géneros. Aristóteles fue uno de los primeros en describir unas normas para clasifi­car los géneros poéticos. En su libro La poética contempla tres: épica, tragedia y lírica. Para el filósofo griego, la for­ma exterior de cada una se adecua a los propósitos estéticos. Por ello, la épica exige el hexámetro dactílico, que es un verso de corte narrativo. La tragedia, en cambio, se realiza con versos yám­bicos, porque éstos se hallan más cerca del diálogo y del tono conver­sacional. Aris­tóteles tam­bién pensaba que los géne­ros nunca de­bían mezclarse: había que mantenerlos en estado puro y no contaminarlos con formas que pertenecieran a otros géneros. De la misma manera, la teoría clásica di­ferenciaba socialmente los temas que trataba cada género: la épi­ca y la tragedia contaban su­cesos de la nobleza; la come­dia extraía hechos de la bur­guesía, y la sátira, de la gente común del pueblo.

El problema de los géneros ha sido objeto de estudio de los teóricos y los críticos a través de los siglos. La clasificación aristo­télica, a pesar de haber recibido muchas críticas por su rigidez, continúa siendo vigente. Muchos autores han partido de este modelo para después aplicarle modificaciones que amplían el espectro. Por ejemplo, el filósofo ale­mán Federico Hegel equipara la divi­sión tripartita de épica, lírica y dramá­tica con los fundamentos filosóficos de tesis, antítesis y síntesis. Según este cri­terio, la lírica, que abarca el campo de la subjetividad, se corresponde con la te­sis; la épica se adecua a la antítesis por sus características objetivas, y la dramá­tica a la síntesis, por ser mezcla de subje­tividad y objetividad. Otros críticos, como el francés Jean Paul, otorgan carac­terísticas de tiempo a estos tres géne­ros. Para Jean Paul, la lírica es expo­nente de sensaciones presentes; la épica tiene su fundamento en lo ocurrido en el pasado, y la dramática proyecta sus acciones y contenidos hacia el futuro.

Sin embargo, no todos los críticos han estado de acuerdo con la clasifi­cación aristotélica. Algunos afirman que no se debe encasillar la literatura en un modelo. Benedetto Croce, por ejemplo, se opuso radicalmente a la teoría de los géneros. La escuela idea­lista y estética alemana de Karl Voss­ler también compartió esta reticencia. Tanto Croce como la escuela alemana pensaban que supeditar la literatura a una estructura fija sólo podía sus­tentarse en aspectos exteriores y su­perficiales, porque cada obra mantie­ne una singularidad y una individua­lidad particulares.

Durante el siglo XX la mezcla de gé­neros es tal que se han tenido que revisar nuevamente los criterios de clasifi­cación. En 1939, el Congreso Interna­cional de Historia de la Literatura, ce­lebrado en Lyon, Francia, se dedicó ex­clusivamente a revisar la cuestión de los géneros literarios. Tras este encuen­tro se sacaron varias conclusiones. Una de ellas fue establecer que la palabra género tiene dos significados: el más profundo se refiere a los fenómenos ge­nerales de épica, lírica y dramática, mientras que la segunda acepción de­signa formas que están de alguna ma­nera dentro de la clasificación anterior, pero que tienen un carácter más espe­cífico, como la novela o el cuento, la tra­gicomedia o el himno. Algunos críticos llaman a estas formas subgéneros.


La literatura es mucho más difícil de clasificar. Indudablemente, no es un arte visual: de hecho, un poema no necesita ser escrito. Tampoco es un arte auditivo. Ocurre a menudo que el efecto de un poema aumenta cuando es leído en voz alta, pero su valor no disminuye cuando no es leído así, ni precisa ser leído en voz alta para actuar como poema. Si la literatura fuese un arte auditivo, pertenecería al arte de la música; y para un auditorio entendido, el placer de la poesía difícilmente puede compararse con el de las composiciones musicales, Musicalmente, el idioma inglés, por ejemplo, es más bien pobre; y quien oyese los sonidos de un poema en esta lengua sin conocer el significado de las palabras, no tardaría en sentir aburrimiento. Virtualmente todo el efecto de la poesía, que a primera vista podemos atribuir a los mismos sonidos (al elemento auditivo), se debe en realidad al significado de las palabras[65]. Si la palabra «mar» es poética, no lo es porque el sonido de este monosílabo nos resulte bello, sino porque conocemos el significado de esa palabra, que sirve para evocar pensamientos e imágenes del mar tropical, del mar tempestuoso, del mar de una puesta de sol, etc. Es el significado --tanto el literal de las palabras como el de las asociaciones que provoca en la mente de quienes están familiarizados con la lengua en que el poema se halla escrito-- lo que distingue la literatura de todas las otras artes. La literatura ha sido llamada arte simbólico; el carácter distintivo de su medio se debe al hecho de que todos sus elementos son palabras, y las palabras no son meros ruidos o trazos de pluma, sino ruidos con significados que han de conocerse para poder entender o valorar el poema.

Las artes mixtas incluyen todas aquellas artes que combinan uno o más de los medios anteriores. Así, la ópera incluye música, palabras e imágenes visuales, aunque con predominio de la música. Las representaciones teatrales combinan el arte literario con la habilidad escénica y las imágenes visuales. En la danza predomina generalmente lo visual, mientras que la música sirve de acompañamiento. En el cine están presentes todos los elementos.



2.1.7 El Cine

Al cine se lo considera como el séptimo arte y la gran inno­vación tecnológica y artística del si­glo XX. Su aparición puede conside­rarse el inicio de la llamada “cultura de la imagen”, tras los trabajos de los hermanos Lumiére.

El mecanismo que rige la cinema­tografía se basa en la persistencia de las imágenes en la retina al recibir im­presiones sucesivas del movimiento a velocidad suficiente para que se su­perpongan en aquélla.

Así pues, si se ofrecen a la vista una serie de imágenes fijas pero que varían progresivamente de posición —p. Ej., una secuencia de las distintas posi­ciones de las piernas al andar— al pasarlas con rapidez, el cerebro percibirá un movimiento continuo, no fragmentado, en nuestra mente parecerá, así, que estamos viendo una persona mientras camina, y no una simple sucesión de imágenes estáticas o fotogramas.

Este principio ya se describió en la antigua Grecia pinturas y decorados de aquellas civilización demuestran que la persistencia de las imágenes en la retina no era desconocida por ellos. Por otra parte, las sombras chinescas y la linterna mági­ca, que se inventaron en otras latitu­des y culturas, demuestran el interés del hombre por la imagen en movi­miento desde la antigüedad.

Por todo ello, casi podría afirmarse que los orígenes remotos del cine ac­tual van ligados a actividades casi lú­dicas y a simples mecanismos que, sin un plan fijo de investigación in­dustrial, ofrecieron a los ojos sorpren­didos de nuestros antepasados pin­torescas imágenes movibles. El trau­matopo (1825), la rueda de Faraday (1830), el fenastiquistoscopío (1832) y otros artefactos precedieron a la pa­tente, en 1833, del zootropo, ideado por Horner y que constituyó el pri­mer artilugio serio creado para ofre­cer imágenes móviles.

El zootropo es un cilindro hueco con ranuras verticales a través de las que se contemplan unas imágenes pintadas en su interior. Al girar el ci­lindro y ser observadas las figuras a través de las ranuras, se tiene la vívi­da sensación de que los objetos dibu­jados se están moviendo realmente.

Sin embargo, para que el cine en­contrara su verdadero camino fue preciso esperar al desarrollo de los primeros experimentos fotográficos.

Ya en el siglo XVIII, diversos físicos y químicos europeos habían investi­gado sobre la acción de la luz en las sales de plata. Uniendo estos experi­mentos con la “cámara oscura” vinie­ron a dar con el principio de la foto­grafía, que un francés, Nicéphore Niepce, convirtió en realidad. Pero fue otro francés, Jacques-Mandé Da­guerre, quien perfeccionó la obra de Niepce, la lanzó al mercado y la bau­tizó con el nombre de daguerrotipo.

Por aquel entonces —hacia 1850— ya se intuía la llegada del cine. Experien­cias y artefactos más o menos inge­niosos aparecieron en Europa y Esta­dos Unidos en la segunda mitad del siglo pasado. En 1870, un fotógrafo británico, Edward James Muybridge, empleó 24 cámaras oscuras dispues­tas en fila, cuyos obturadores funcio­naban automáticamente, para conse­guir imágenes sucesivas de los movi­mientos de caballos y otros animales, que después proyectaba sobre una pantalla, con lo que se obtenía sensa­ción de movimiento.

Mientras tanto, en Estados Unidos, Thomas Alva Edison seguía perfec­cionando, con la ayuda de su socio William K. Dickson, el kinetoscopio. En este primer intento serio de acercamiento a lo que hoy es el cine, las películas no se proyectaban sobre una pantalla, sino que eran observadas a través de un visor.

El kinetoscopio incorporaba un ele­mento esencial para el futuro del cine: la película de celuloide perforado que comenzaron a fabricar en Estados Unidos George Eastman y el reveren­do Hamilton Goodwin. El kinetosco­pio se patentó en 1891 y fue presenta­do al público en un salón de Nueva York en 1894, donde desde el primer momento se observó que estaba pre­destinado a un gran triunfo popular.

En marzo de 1895, los hermanos franceses Louis y Auguste Lumiére, que llevaban varios años experimen­tando con el kinetoscopio, la cámara oscura, la película de celuloide, el re­velador y el proyector, presentaron un artefacto que reunía muchos de es­tos elementos. Era el cinematógrafo.

La primera exhibición pública, rea­lizada el 28 de diciembre de 1895 en el Gran Café del boulevard de los Ca­puchinos de París, constituyó un acon­tecimiento de gran resonancia. Iniciaba la gran aventura del cine, una nue­va industria » sobre todo, un formida­ble y novísimo medio de expresión. A partir de ese momento, el cinemató­grafo fue perfeccionándose desde el punto de vista técnico, y su difusión resultó excepcionalmente rápida.

Desde las iniciales películas cortas, en blanco y negro y mudas, hasta las actuales superproducciones, el pro­ceso de realización de un filme se ha vuelto cada vez más complejo y los elementos técnicos y humanos que intervienen en el mismo poco tienen que ver ya con los de los hermanos Lumiére. En efecto, las producciones actuales son el fruto del trabajo con­junto y coordinado de, entre otros, los equipos de caracterización, vestuario y ambientación, efectos especiales, iluminación, sonido, filmación y, fi­nalmente, montaje, integrados por profesionales especializados, que de­ben manejar medios técnicos alta­mente sofisticados.

2.1.7.1 Hitos históricos de la cinematografía

En el Salón Indio del Gran Café de Pa­rís, el 28 de diciembre de 1895, según reza una inscripción colocada en la fa­chada del inmueble, tuvieron lugar las primeras proyecciones públicas de foto­grafía animada, con la ayuda del cinematógrafo, aparato inventado por los herma­nos Lumiére. Ese día, los escasos es­pectadores que asistieron al espectácu­lo pudieron ver, maravillados, diez pequeñas cintas de 16 metros cada una, entre las que se incluían La sali­da de los obreros de la fábrica Lumiére y La llegada de un tren. Como se ha vis­to, el cine no había nacido por gene­ración espontánea, sino que fueron necesarios muchos años de estudio del movimiento, su registro y repro­ducción sobre una pantalla, hasta de­sembocar en el aparato patentado por Auguste y Louís Lumiére.

Otro francés, Georges Méliés, con­virtió el cine en un arte. Él inventó el cine de ficción, alejándose de los do­cumentales que se limitaban a produ­cir los hermanos Lumiére. Méliés co­loreaba a mano sus películas y está considerado el creador de los efectos especiales. Su gran película fue Viaje a la luna, inspirada en la novela de Ju­lio Verne.

Por aquella época, el cinematógra­fo encontró a los dos hombres que lo dotarían de los medios industriales y comerciales necesarios para conver­tirse en un auténtico espectáculo:

Léon Gaumont y Charles Pathé. Este último colaboró con Ferdinand Zec­ca, quien mejoró la técnica de Méliés. El primer hombre del cine que lle­gó a convertirse en una gran estrella y a comportarse como una vedette es Max Linder, actor, autor y realizado; que apareció en docenas de películas entre 1905 y 1914.

A Émile Courtet, llamado Émile Cohl, le corresponde el honor de ha­ber creado y realizado la primera pe­lícula de dibujos animados, Fantasmagoríe, que medía 36 metros y contenía cerca de 2.000 dibujos.

En 1907 el nombre de Hollywood comenzó a asociarse al cinematógra­fo, cuando Frank Boggs eligió ese ba­rrio de Los Angeles para rodar escenas de El conde de Montecristo. Siete años más tarde se había convertido en la meca de la industria cinematográfica.

El cine europeo, entre tanto, si no al­canzó la cantidad de la producción americana, sí al menos igualó su cali­dad. En Italia, el poeta Gabrielle d’An­nunzio colaboró en el guión de Cabí­ria. Y en Suecia se revelaron como grandes directores Mauritz Stiller »sobre todo, el maestro Victor Sjostróm.

En 1915, David W. GrifIth rodó El nacimiento de una nación, la primera gran obra maestra del cine estadouni­dense. Para entonces, ya habían apa­recido nuevas técnicas narrativas como el fundido y el travelling.

Tras la primera guerra mundial, co­menzó la que se ha dado en llamar edad de oro del cinematógrafo. Abar­ca diez años, entre 1919 y 1929, en los que surgieron grandes directores tan­to en Estados Unidos como en Euro­pa: nombres como René Clair, Abel Gance, King Vidor, Fritz Lang, etc., ruedan entonces sus primeras pelícu­las. Además se dieron a conocer en todo el mundo las primeras estrellas de la pantalla: Charles Chaplin, Ha­rold Lloyd, Buster Keaton, Charley Chase, Lon Chane» Clara Bow, Greta Garbo, entre muchas otras, y cambió por completo la estructura de la in­dustria cinematográfica. En la misma época, el cine soviético comenzó a exportar sus películas a occidente y logró con El acorazado Potemkín, de Eisenstein, una obra maestra, que permanece en el tiempo como una lección magistral de montaje cinema­tográfico.

En la década de los 20, el western se convirtió en el género de entreteni­miento por excelencia. El primer ac­tor que interpretó papeles de cowboy fue Tom Mix.

El 5 de octubre de 1927 se estrenó la primera película hablada y cantada, El cantante de jazz, hecho que influyó de forma decisiva en el triunfo en todo el mundo de la cinematografía estadounidense.

En los años previos a la segunda guerra mundial, la producción cine­matográfica alemana rivalizó con la estadounidense y aun la superó en muchos aspectos, pero la llegada del nazismo provocó el exilio de algunos de sus mejores directores. Es entonces cuando Walt Disney realiza Blancanie­ves y los siete enanitos, la primera super­producción de dibujos animados, cuyo coste superó el millón de dólares.

Durante la guerra, y a pesar de la lógica disminución en el número de producciones, se estrenaron pelícu­las de la importancia de El gran dicta­dor, de Charles Chaplin, y sobre todo, Ciudadano Kane, de Orson Welles, uno de los títulos más famosos de la his­toria del cine.

En la cinematografía europea cabe destacar el surgimiento de la figura del director de origen británico Al­fred Hitchcock, maestro del suspense cuya obra habría de prolongarse has­ta los años 70 con títulos tan conoci­dos como Rebeca o Los pájaros.

Al finalizar la conflagra­ción mundial, la guerra fría se refleja, sobre todo, en las primeras películas de cien­cia-ficción, y en Europa nace el neorrealismo italiano con la obra de Roberto Rosselli­ni (Roma, ciudad abierta), Vit­tono de Sica (Ladrón de bicicletas), Lu­chino Visconti (Senso) y Federico Fe­llini (La Strada), y se desarrolla una cinematografía francesa de gran cali­dad, encarnada en directores como Jean Renoir y René Clair.

Los años 50 suelen considerarse como una época de ruptura, en la que debuta una nueva generación de acto­res como Marlon Brando, James Dean y Marilyn Monroe, y en la que apare­cen los musicales de música rock. Otro género que empieza a tener auge a lo largo de la década es el llamado cine negro, que cultivan directores ya con­sagrados como Orson Welles (La dama de Shanghai) y John Huston (La jun­gla de asfalto) y otros aún desconocidos, como Elia Kazan y Billy Wilder.

La década de los 60 supuso el auge del género musical, así como la crea­ción de grandes superproducciones necesarias para la supervivencia eco­nómica de los estudios. West Side Story, de Robert Wise, y 2001, una odi­sea en el espacío, de Stanley Kubrick, son buenas muestras de ello.

En Francia apareció el movimiento denominado de la nouvelle vague, que dio a conocer directores de la talla de Jean-Luc Godard y François Truffaut. En Italia, además de los directores ya consagrados, surgieron los nuevos nombres de Bernardo Bertolucci y Marco Bellochio. El cine alemán man­tuvo su alto nivel, merced a películas como Los crímenes del doctor Mabuse, de Fritz Lang, mientras que en Suecia destacó la figura de Ingmar Bergman (Secretos de un matrimonio). Los prime­ros años de la década de los 70 fueron pródigos en grandes películas de en­tonces desconocidos directores esta­dounidenses: Woody Allen presentó El dormilón y Sueños de seductor; Fran­cis Ford Coppola estrenó la primera parte de su trilogía El padrino; Sam Peckimpah rodó Perros de paja, y Sid­ney Lumet, Serpico. Paralelamente, una pléyade de jóvenes actores alcan­zó el estrellato, entre ellos Dustin Hoffman, Al Pacino, Sidney Poitier, Barbra Streisand, Paul Newman, Ste­ve McQueen, Robert Redford y Jane Fonda. La guerra de Vietnam fue un tema recurrente en la filmografía es­tadounidense, así como las denomi­nadas road movies o películas de carre­tera, que buscaban granjearse el apo­yo del público juvenil.

En Italia, en estos años se rodó una serie de filmes críticos contra el fascis­mo, entre los que destacan Novecento, de Bernardo Bertolucci; Amarcord, de Federico Fe­llini, y La caída de los dioses, de Luchino Visconti.

En Francia, otros nuevos directores, como Claude Lelouch y Robert Bresson, se unieron a los ya conoci­dos de la nouvelle vague.

Las décadas de los 80 y de los 90 han estado mar­cadas por la lucha que en­frenta a la industria cine­matográfica con los nue­vos medios audiovisuales domésticos (vídeo, videojuegos). En Europa, las subvenciones a la produc­ción y la colaboración con las cadenas públicas de televisión han permitido mantener en pie una industria mucho menos poderosa que la estadouni­dense. Las películas, durante estos años, se han ocupado de temas muy variados, desde el yuppismo de los ochenta (After hours; Wall Street), has­ta las cintas de aventuras de alto pre­supuesto, como Top Gun, Platoon, pa­sando por filmes de acción trepidan­te como Arma letal o la australiana Mad Max. Mención aparte merece la trilogía de La guerra de las galaxias, que volvió a poner de moda el géne­ro fantástico o de ciencia-ficción.

Las películas más taquilleras de los últimos años han sido dirigidas por Steven Spielberg (E.T; La lista de Schíndler; En busca del arca perdida;Par­que Jurásico). En 1992, Paul Verhoeven cosechó un gran éxito con el thriller erótico Instinto básico -bajos instintos-, interpretado por Sharon Stone. En 1995, año en el que se conmemoró en todo el mundo el centenario del cine, Forrest Gump, interpretado por Tom Hanks, se con­virtió en uno de los filmes de mayor éxito. En 1996 destacó la película Ca­sino, dirigida por Martin Scorsese.


2.1.7.2 El cine español

El cinematógrafo llegó a Madrid de la mano de Albert Promio, apenas cin­co meses después de su presentación en París, aunque hasta 1899 no empe­zaron a construirse las primeras salas de proyección. La primera película española de que se tiene constancia es Salida de la misa de doce del Pilar de Zaragoza, de Eduardo Jimeno. A partir de entonces aparecieron los pioneros del cine español: Fructuoso Gelabert, fundador de la industria cinemato­gráfica española; Segundo de Cho­món, el Méliés español por los efec­tos especiales que inventó; Antonio Cuesta, y Ricardo de Baños.

La década de los 20 contempló el acercamiento al cine de algunos inte­lectuales de prestigio como Jacinto Benavente o Vicente Blasco Ibáñez, y en 1930 Florián Rey estrenó La aldea maldita, primer intento de hacer un cine social. Luego realizó las prime­ras películas sonoras: Morena Clara, La hermana San Sulpicio y Nobleza ba­turra, protagonizadas todas ellas por Imperio Argentina. Los años 30 apor­taron, además, las obras de José Luis Sáenz de Heredia (La hija de Juan Si­món), Benito Perojo (Es mi hombre) y Luis Buñuel (Las Hurdes).

Tras la guerra civil se impuso la cen­sura previa y la obligación de doblar al español las películas extranjeras. De entre la mediocridad imperante en­tre los directores españoles de enton­ces cabe destacar a Rafael Gil (Huella de luz) y a Juan de Orduña (Locura de amor). El resto de las producciones fueron de carácter bélico y de con­tenido patriótico exa­cerbado, pero de escasa calidad.

En los años 50 surgió, en cambio, un nutrido grupo de jóvenes direc­tores, que realizaron pe­lículas notables; desta­can, entre ellos, Luis García Berlanga (Bien­venido, Mr. Marshall), Juan Antonio Bardem (Muerte de un ciclista), Rovira Veleta (El expre­so de Andalucía), Ladis­lao Wajda (Marcelino, pan y vino) y el guionis­ta Rafael Azcona (El pi­sito, filme dirigido por Marco Ferren). Los ac­tores más taquilleros de la época fueron Manolo Morán, Rafael Rivelles, Aurora Bautista y JoséIsbert.

La década de los 60 se inició con el estreno de Viridiana, de Luis Buñuel, interpretada por Fer­nando Re» A ella le siguieron otros tí­tulos importantes como La tía Tula, de Miguel Picazo; Vacaciones para Ivette, de José María Forqué, o Los chicos del Preu, de Pedro Lazaga, junto a mu­chas otras obras de escasísimo inte­rés. Carlos Saura se dio a conocer con La madriguera.

A principios de los años 70, Luis Buñuel estrenó Tristana. Entre las me­jores películas de esta década se en­cuentran: El jardín de las delicias, de Carlos Saura; El espíritu de la colmena, de Víctor Erice; El bosque del lobo, de Pedro Olea, y El amor del capitán Brando, de Jaime de Armiñán. Tam­bién apareció una nueva generación de directores, cuyos componentes más interesantes fueron: José Antonio de la Loma, Roberto Bodegas y Anto­ni Ribas.

Al finalizar la década, la desapari­ción de la censura permitió el estreno de películas ambientadas en la gue­rra civil y en los duros años de pos­guerra, como Las largas vacaciones del 36, de Jaime Camino, y Canciones para después de una guerra y Caudillo, de Ba­silio Martín Patino.

Los años 80 trajeron consigo el pri­mer Oscar concedido a una película íntegramente española: Volver a em­pezar, de José Luis Garci. Durante esta década se realizó en España un cine de calidad internacional, reí ren­dado por los numerosos premios co­sechados en diferentes festivales. Destacan los realizadores Mario Camus (La colmena, Los santos inocentes), José Luis Borau (Furtivos), Pilar Miró (El crimen de Cuenca), Femando Colomo (Tigres de papel) y Vicente Aranda (Tiempo de silencio), entre muchos otros.

Ya en los 90, el cine español cosechó su segundo Oscar con Belle Epa que, de Fernando Trueba. Destacó también la filmografía de Pedro Almodóvar, con títulos como Mujeres al borde de un ata­que de nervios, Tacones lejanos y La flor de mi secreto. Por último, hay que re­señar la aparición de nuevos directo­res —Icíar Bollaín, Agustín Díaz Yanes, Alejandro Amenábar, Alex de la Igle­sia o Julio Medem—, que realizan pe­lículas de una calidad más que esti­mable.


2.1.7.3 El cine latinoamericano

La cercanía a Hollywood de las repú­blicas latinoamericanas influyó deci­sivamente en el tipo de cine que, en los primeros tiempos, dominó en sus salas de proyección. No obstante, ya desde los años 20 vieron la luz pelícu­las de producción propia, como, por ejemplo, las mexicanas El automóvil gris, de Enrique Rosas, y El hombre sin patria, de Miguel Contreras Torres. De esta misma época destaca, en Brasil,

la cinta Pablo y Virginia, de Almeido Fleming, mientras que en Chile so­bresale Pedro Sienna, con películas de corte patriótico.

Por su parte, Argentina contaba ya en esos años con más de ochocientas salas de proyección y una industria incipiente capaz de producir varias películas al año. La primera de ellas íntegramente argentina fue Nobleza gaucha, de Humberto Cairo. Con pos­terioridad, José A. Parreira estrenó Buenos Aires, ciudad de sueños, Mi últi­mo tango y Perdón, viejita, al tiempo que Jorge Lafuente exhibía La peque­ña de la calle Florida.

Durante los años 30 aparecieron las primeras películas sonoras, como, por ejemplo, la mexicana Más fuerte que el deber, de Raphael J. Sevilla, y se estrenaron también en México las cin­tas El compadre Mendoza, Vámonos con Pancho Villa o Allá en el Rancho Gran­de, de Fernando de Fuentes, conside­rado por muchos como el mejor di­rector del momento. De los actores de entonces, algunos de ellos prolonga­ron su carrera durante muchos años y triunfaron fuera de sus fronteras:

Mario Moreno (Cantinflas), María Fé­lix, Pedro Armendáriz o Jorge Negre­te, entre otros.

Por su parte, en Argentina el cine sonoro aportó películas como Tango, de Luis Moglia Barth, interpretada por Libertad Lamarque; Los tres berre­tines, de Enrique Susini, o Riachuelo, también de Luis Moglia Barth. Otros directores de la época fueron: Luis César Amadori (Puerto Nuevo), Alber­to de Zavalía (Escala en la ciudad), Luis Saslavsky (Nace un amor) y Alberto Tynaire (Bajo la santa federación).

La década siguiente estuvo marca­da en México por dos figuras funda­mentales: Emilio Fernández, quien en 1946 se reveló en el festival de Cannes con su película Candelaria, y el espa­ñol Luis Buñuel, quien, tras exiliarse en este país, rodó Los olvidados. A Emi­lio Fernández se le deben, además, fil­mes de la calidad de La perla, Río es­condido o Pueblerina.

En Argentina destacaron en este momento títulos como: Tres hombres del río, de Mario Soffici; Los isleros, de Lucas Demare; La dama duende, de Luis Saslavsky, y La vendedora de fantasía, de Alberto Tynaire.

Durante las décadas de los 50 y los 60 se impuso en el cine mexicano la obra de Luis Buñuel, con estrenos como Él, La vida criminal de Archi baldo de la Cruz y Nazarín, o El ángel exter­minador y Simón del desierto. Por su parte, en Brasil destaca la figura de Alberto Cavalcanti, autor de O canto do mar y Mulher de vardade, quien ade­más colaboró decisivamente en la pe­lícula de Lima Barreto O Cangaçeiro, una de las mejores de la cinematogra­fía brasileña de todos los tiempos. De la filmografía argentina de los 50 so­bresale la obra de Leopoldo Torre Nilsson, autor de una docena de fil­mes, entre los que destacan La casa del ángel y La mano en la trampa. Ya por los años 60, un grupo de jóvenes directo­res argentinos intenta importar la nouvelle vague francesa; entre ellos merecen mencionarse Lautaro Murúa (Alias Gardelito); Manuel Antín (La ci­fra impar); Rodolfo Kuhn (Los jóvenes viejos). Cabe citar también la obra de Leonardo Favio (Crónica de un niño solo; La Francisca).

Entre tanto, en otros países de Latinoamérica los intentos de potenciar la industria cinematográfica propia dan también películas notables. Así, en Cuba, Paúl Medina y Roberto Rey ruedan, en colaboración con España, Bella, la salvaje. Y en Venezuela, el ar­gentino Carlos Hugo Christensen rea­liza La balandra Isabel llegó esta tarde
.
Las postrimerías de la década de los 60 y los primeros años de los 70 co­nocieron una larga lista de directores latinoamericanos que pretendieron renovar las. cinematografías de sus respectivos países. Entre ellos desta­can, en México, discípulos de Buñuel como Luis Alcoriza ( Ti bu raneros), Fe­lipe Cazals (La manzana de la discordia) y Arturo Ripstein (Tiempo de morir), entre otros, cofundadores del Grupo Cine Independiente, especie de coo­perativa que trabaja al margen de la industria nacional. En Argentina, a los nombres ya mencionados hasta ahora hay que añadir los de Fernan­do E. Solanas y Octavio Getino, auto­res de La hora de los hornos. Por su par­te, en Brasil se mantiene el denomina­do cinema novo hasta la década de los 70, cuyos mejores directores son Glauber Rocha (Antonio das mortes) y Ruy Guerra (Os deus e os murtos), aun­que también destacan Carlos Diegues (Ganga Zumba), Nelson Pereira dos Santos (Vidas secas) y Joaquim Pedro Andrade (Macunaima).

En Cuba, tras la revolución castris­ta surgen nombres como el de Tomás Gutiérrez Alea, cuya producción, de gran éxito, se prolonga hasta la actua­lidad (Fresa y chocolate, Guantanamera).

También en Chile empiezan por en­tonces a filmarse llamativas películas, como Tres tristes tigres; Valparaíso, etc.

En los umbrales del siglo XXI, la cinematografía latinoamericana ha dado al mundo figuras y productos capaces de despertar un generaliza­do interés. Así, el argentino Adolfo Aristaráin (Un lugar en el mundo) se ha convertido en uno de los directores más sugestivos. Otros compatriotas suyos de éxito son: Eliseo Subela (El lado oscuro del corazón), Marcelo Pi­ñeyro (Tango feroz) y Lita Stantíc (Un muro de silencio). Así mismo, el mexi­cano Alfonso Arau (Como agua para chocolate) ha conseguido triunfar tan­to en Europa como en Estados Uni­dos. Por último, cabe citar la obra del colombiano Sergio Cabrera, con títu­los como Técnicas de duelo y La estrate­gia del caracol.

El tipo de trabajo que cada arte puede realizar depende primariamente de la naturaleza del medio. Así, las artes visuales en general son artes del espacio, y pueden reproducir el aspecto visual o «apariencia» de los objetos mucho mejor que cualquier descripción. Por otra parte, no pueden representar el movimiento, o la sucesión de actos en el tiempo; esto puede hacerlo la literatura, donde el orden de los elementos en el medio es temporalmente secuencial. En una obra pictórica nuestra atención es secuencial, porque podemos concentrarnos ahora en una parte y después en otra. Sin embargo, el cuadro entero se halla ante nosotros todo el tiempo, y no se nos impone ningún orden para contemplarlo, como sería el ir de izquierda a derecha, en realidad, si nos fijamos en sus partes sucesivamente al principio, es sólo para poder captarlo luego en su totalidad. El efecto de la contemplación de una escultura depende a menudo de la dirección que sigamos al movernos en torno a ella; y al no poder contemplar todo el objeto tridimensional de una vez, el aspecto temporal es más importante que en la pintura. La música está inseparablemente vinculada al orden temporal de los tonos, como la literatura al orden temporal de las palabras; no podemos invertir el orden de dos tonos en una melodía, y tampoco el de dos palabras en una frase.

Aunque las artes mixtas combinan más de un tipo de medios, poseen funciones distintivas que no se repiten en las otras artes. El cine tiene una enorme ventaja con su medio, porque puede reproducir relaciones espaciales y secuencias temporales de los hechos al mismo tiempo. El teatro puede hacer otro tanto. Sin embargo, lo que es adecuado para el medio teatral puede no serlo para el medio cinematográfico. Una excelente representación teatral, si se traslada directamente a la pantalla, resultará de ordinario una película mediocre; la principal ventaja del teatro --su contacto vivo con actores vivos-- se pierde por completo en el medio más impersonal del cine, que puede, sin embargo, subsanar esta desventaja con innumerables recursos no accesibles para el teatro.

Los estudiosos del arte han sacado de estos hechos conclusiones distintas en torno a la naturaleza de los medios artísticos. Los «puristas», siguiendo la orientación del ensayo Laokoonte[66], ven con desagrado cualquier intento de hacer que la obra de arte trascienda los límites de su propio medio distintivo. Y así, sostienen que los poemas no deberían intentar describir con exactitud las apariencias visibles de las cosas, función reservada a las artes visuales; ni las artes visuales deberían intentar reproducir el movimiento, cosa reservada a la literatura; como tampoco la música debería intentar tener un programa y contar historias, lo que corresponde también a la literatura; ni el cine debería abandonar su capacidad específica de reproducir el movimiento, en beneficio del diálogo entre sus personajes. Los adversarios de esta concepción arguyen que tales normas pueden transgredirse ventajosamente, y que, si es cierto que cada medio artístico tiene sus propias posibilidades distintivas, no hay razón alguna para que un medio no pueda echar mano de recursos que otro arte sería ciertamente capaz de utilizar mejor. En esta perspectiva, la observación de Lessing es un consejo de perfección que eliminaría muchas insignes obras de arte y negaría validez a muchos experimentos interesantes. Wagner, por ejemplo, estaba convencido (erróneamente sin duda) de que con sus dramas musicales creaba un superarte donde lo auditivo, lo Visual y lo literario eran de la misma importancia.




2.2 CONCEPTOS Y MEDIOS

A causa de las diferencias entre los medios de las distintas artes, hay conceptos que se aplican de forma rigurosa a una o más artes, pero no, o en distinto sentido, a las demás. He aquí algunos de los ejemplos más importantes.

2.2.1 Asunto

El asunto de una obra de arte es aquello de que trata. La persona que leyese una obra literaria sin intentar interpretarla, podría no obstante determinar su asunto: por ejemplo, la Odisea trata de las andanzas de Ulises. Toda obra de ficción tiene un asunto; puede además tener o no un tema o idea subyacente, que aparece explícitamente afirmado o que se halla implícito en la obra. Si la Odisea tiene un tema a la vez que un asunto, es susceptible de discusión; pero a menudo la respuesta es clara: por ejemplo, el asunto de la obra Pilgrim's Progress de Bunyan, es una serie de sucesos acaecidos a un sujeto llamado Christian, mientras que el tema es la salvación del hombre. Por añadidura, una obra literaria puede tener asimismo una tesis, es decir, una proposición o conjunto de proposiciones que formula, ataca o defiende. La tesis puede hallarse tanto implícita como explícita: la tesis de Pilgrim's Progress es afirmada repetidas veces; mientras que la de muchas novelas de Hardy --a saber, que el hombre es víctima de un «hado» hostil que controla su vida y del que no puede librarse--, raras veces o nunca aparece explícitamente formulada.

No todas las obras de arte tienen asunto: los poemas, las obras dramáticas y las novelas tratan siempre de algo; pero no así las obras musicales: la Sinfonía número 5 de Beethoven no trata del destino del hombre, de su heroísmo, ni de tantas otras cosas como a veces se le han atribuido en calidad de asunto. Algunas pinturas, especialmente las no representativas compuestas de colores y figuras, no tratan de nada; pero otras tienen sin duda un asunto (por ejemplo, la Crucifixión). El término «tema» se utiliza a menudo en música; pero en este caso posee un significado completamente distinto; cuando hablamos de la «temática material» de una composición, nos referimos, no a cualquier idea subyacente, ni a ninguna otra cosa que trascienda lo representado a través del medio, sino a una serie de tonos dentro del medio mismo.

2.2.2 Representación

Las artes visuales puede decirse que representan objetos del mundo. Rigurosamente hablando, la pintura presenta una serie de colores y figuras que luego interpretamos o elaboramos como representaciones de diversos objetos del entorno vital. No todas las pinturas, desde luego, son representativas. Pero muchas obras de pintura, escultura y otras artes visuales, representan claramente objetos de la naturaleza. Sin embargo, el sentido en que lo hacen no siempre es el mismo: existe cierta diferencia entre pintar un objeto y retratarlo. La obra pictórica podemos decir que representa a un hombre de pelo negro cubierto con una toga. Pero cabe decir también que esa misma pintura representa a Julio César, o sea, que es el retrato de Julio César. Retrato es un concepto más ambiguo: el pintor puede cambiar el título de un cuadro sin cambiar el cuadro mismo, de suerte que cambia lo que dice retratar[67](5). Lo representado en el cuadro puede deducirse de su contemplación, junto con cierto conocimiento del mundo; lo retratado sólo puede inferirse generalmente del título. Si cambiase el título, el sujeto retratado sería distinto, pero la pintura seguiría siendo la misma.

En cuanto a la música, es dudoso que podamos hablar de representación. La naturaleza no produce sonidos musicales: éstos son producidos únicamente por instrumentos de confección humana[68](6). La naturaleza nos ofrece ciertamente sonidos, pero son primariamente ruidos más qUe tonos musicales mientras que la música se compone de estos últimos. La música, pues, nos presenta una amplia gama de sonidos musicales que, sin embargo, no representa.

Hay sin duda programas de música, es decir, música con un título que indica algún tema. Pero ¿cuál es la conexión exacta entre una obra de música y su «programa»? Únicamente que en la música oímos una serie de tonos variados que, con ayuda del título (y casi nunca sin él), puede recordarnos o evocar en nosotros la impresión de lo indicado en el título. La misma música, con un título diferente, nos recordaría otra cosa y canalizaría nuestras asociaciones mentales en una dirección completamente distinta. Tal vez la mayor semejanza entre los tonos musicales y las cosas de la naturaleza radique en ciertos ritmos: el galopar de los caballos puede limitarse mediante ciertos esquemas rítmicos en una composición musical. Pero el valor musical de la representación es muy discutible.

El caso de la literatura es distinto, porque sólo puede llamarse representativa de una manera muy indirecta. La literatura no puede presentar representaciones visuales, como la pintura y la escultura; si algo en ella puede decirse representado, ha de serlo por medio de símbolos verbales. Sin embargo, en este sentido es conveniente, y acaso no demasiado equívoco, decir que una de las novelas de Fielding representa las aventuras de su héroe, Tom Jones y muchos otros personajes; o, más exactamente, que representa a una serie de personas de tales y tales características implicadas en estas o aquellas aventuras, y que retrata a Tom Jones y a otros muchos personajes. Pero no hay nada que nos permita distinguir entre pintura y retrato en literatura; puesto que la referencia a Tom Jones tiene lugar en el medio (i.e., las palabras), mientras en las artes visuales lo retratado se conoce sólo por el título, que no forma parte del mismo medio visual. En una obra literaria, lo retratado no podría cambiarse sin cambiar las palabras mismas de la novela.

2.2.3 Significado

«¿Qué significa una obra de arte?», es una pregunta engañosa por incauta. En el estricto sentido de la referencia convencional, el único arte donde se dan signifícados es la literatura. Los elementos que constituyen la literatura tienen significados en un sentido que no se aplica a ningún otro arte. La palabra «gato» tiene un significado, pero el tono musical del Do medio, y una línea dentada, no lo tienen: pueden evocar diversas respuestas, pero carecen de punto de referencia convencional.

Pero cuando preguntamos qué significa una obra de arte en su conjunto, no estamos hablando de símbolos convencionales. Al formular esa pregunta podemos entender una de estas cosas:

1) Podemos estar preguntando «De qué trata», pregunta cuya respuesta consistirá en indicar el asunto de la obra, si es que lo tiene;

2) podemos estar preguntando «Cuál es su tema»: por ejemplo, si la película He Who Must Die se refiere realmente a Cristo;

3) podemos estar preguntando por la tesis o proposición(es) central(es) formulada(s) o implicada(s) en la obra: por ejemplo, si la tesis de un poema concreto es que la infancia constituye el período más feliz de la vida;

4) podemos, finalmente, estar preguntando «Qué tipo de efecto produce (o debería producir) en el auditorio»: un sentido en el que todas las obras de arte tienen significado, pues todas ellas producen efectos, pero que no puede traducirse en palabras. Si pretendemos conocer lo que «significa» una sinfonía en este sentido, no nos queda otra alternativa que oírla atentamente cuando es interpretada. Sin embargo, este uso de la palabra «significado» es muy capcioso. Indudablemente, toda obra de arte produce efectos únicos e irrepetibles; pero si es esto lo que el crítico desea decir, ¿por qué no lo dice con estas palabras? Muchas personas que desean atribuir «significados» a las más abstractas composiciones musicales incluso, parecen suponer que una obra de arte no posee pleno valor ni tiene derecho a toda nuestra atención hasta que ellas la han descifrado o le han atribuido un «significado» particular.

2.3 ASPECTOS DE LAS OBRAS DE ARTE


Hay varias formas diferentes de prestar atención a las obras de arte; o, dicho de otro modo, hay varios tipos de valores que el arte puede ofrecernos y que merecen distinguirse en el análisis estético. En todo caso, he aquí algunos de los que mejor conviene distinguir.

2.3.1 Valores sensoriales

Los valores sensoriales de una obra de arte (o de la naturaleza) son captados por un observador estético cuando disfruta o se complace con las características puramente sensoriales (no sensuales) del objeto fenoménico. En la apreciación de los valores, las complejas relaciones formales dentro de la obra de arte no son objeto de atención; ni tampoco lo son las ideas o emociones que la obra artística pueda encarnar. Encontramos valores sensoriales en una obra de arte cuando nos deleitamos en su textura, color y, tono: el brillo del jade, el pulimento de la madera, el azul intenso del firmamento, las cualidades visuales y táctiles del marfil o el mármol, el timbre de un violín. No es el objeto físico per se el que nos deleita, sino su presentación sensorial[69].

2.3.2 Valores formales

La apreciación de los valores sensoriales queda pronto implicada en la apreciación de los valores formales. No permanecemos mucho tiempo embelesados con la cualidad de los tonos o colores aislados, sino que advertimos pronto las relaciones entre esos elementos. Una melodía se compone de relaciones tonales, y queda radicalmente alterada en cuanto algún tono del sistema de relaciones tonales es modificado, incluso levemente. Por otra parte, una melodía admite muchos cambios de clave, donde los tonos individuales son todos distintos de los de la clave original y, sin embargo, es fácilmente reconocible como la misma melodía, es decir, como la misma serie de relaciones tonales.

El término «forma» tiene un significado algo distinto en relación con las obras de arte, debido a su significado en contextos no estéticos. Así, «forma» no significa lo mismo que «figura», ni siquiera en las artes visuales. La forma tiene que ver con las interrelaciones totales de las partes, con la organización global de la obra, en donde las figuras --incluido el arte visual-- sólo son un aspecto. Si la forma de un cuadro pictórico fuese definida como su figura, o incluso como la totalidad de las figuras que contiene, esto no valdría para los colores, cuyos límites constituyen las figuras, y que son tan importantes para la organización formal del cuadro como las figuras mismas. La forma tampoco se refiere a la forma estructural, como ocurre en la lógica o en las matemáticas, cuando hablamos de diferentes argumentos o de distintas fórmulas dentro de la misma forma. Verdad es que muchas obras de arte tienen, sin duda, ciertas propiedades estructurales comunes, y en este sentido hablamos de «formas de arte», como las composiciones musicales en forma de sonata. Pero cuando hablamos de la forma particular de una obra de arte concreta, nos referimos a su propio modo único de organización, y no al tipo de organización que comparte con otras obras de arte.

En relación con esto, es útil distinguir «forma-en-lo-grande» (estructura) de «forma-en-lo-pequeño» (textura). Cuando hablamos de la estructura de una obra artística, entendemos la organización global resultante de las interrelaciones de los elementos básicos de que consta. Así, una melodía es sólo un ítem en la estructura de una sinfonía, aunque la melodía también se componga de partes relacionadas y constituya una «forma-en-lo-pequeño». Lo que se considera sólo un elemento en la estructura, se considera un todo en la textura; un todo que, a su vez, puede descomponerse y analizarse, como se analiza una melodía o una frase de un poema.

La distinción entre estructura y textura es, desde luego, relativa; porque cabría preguntarse qué tamaño ha de tener la parte para constituir un elemento singular de la estructura: si ha de ser una melodía, o una estrofa, o la octava parte de una pintura. No obstante, la distinción es útil: podemos desear a menudo distinguir, por ejemplo, la obra de aquellos compositores que son maestros en la estructura y menos expertos en la textura, de la obra de los compositores en quienes sucede lo contrario. Beethoven fue maestro en la estructura musical, aunque a menudo el material melódico que constituye sus bloques arquitectónicos es poco prometedor, y no merece ser escuchado por sí mismo. En cambio, Schubert y Schuman fueron maestros en la textura y material melódico, pero a menudo no supieron atinar esos elementos en una estructura global estéticamente satisfactoria.

No podemos comprender el importante concepto de forma en el arte sin mencionar algunos de los principales criterios utilizados por los críticos y estéticos en el análisis de la forma estética. ¿Cuáles son, pues, los principios de la forma desde los que se ha de juzgar una obra de arte, al menos en su aspecto formal? Muchos escritores han ofrecido diversas sugerencias sobre esto, pero el criterio central y más universalmente aceptado es el de unidad[70]. La unidad es lo opuesto al caos, la confusión, la desarmonía: cuando un objeto está unificado, puede decirse que tiene consistencia, que es de una pieza, que no tiene nada superfluo. Sin embargo, esta condición debe especificarse más; una pared blanca desnuda o un firmamento uniformemente azul tienen unidad en el sentido de que nada les interrumpe. Pero esto apenas se desea en las obras de arte, que generalmente poseen una gran complejidad formal. Así pues, la fórmula usual es «variedad en la unidad». El objeto unificado debería contener dentro de sí mismo un amplio número de elementos diversos, cada uno de los cuales contribuye en alguna medida a la total integración del todo unificado, de suerte que no existe confusión a pesar de los dispares elementos que lo integran. En el objeto unificado hay todas las cosas necesarias y no hay ninguna superflua.

Generalmente, el sustantivo «unidad» lleva pospuesto el adjetivo «orgánica». Puesto que la obra de arte no es un organismo, el término es claramente metafórico. Esta analogía se basa en el hecho de que, en los organismos vivos, la interacción de las diversas partes es interdependiente, no independiente. Ninguna parte actúa aislada; cada parte o elemento colabora con las otras, de suerte que un cambio en una de ellas hace diferente al todo; o, en otros términos, las partes se relacionan interna, no externamente[71]. Y así, en una obra de arte, si cierta mancha amarilla no estuviese donde está quedaría alterado todo el carácter de la obra pictórica; y lo mismo ocurriría con una obra teatral si determinada escena no estuviese en ella precisamente donde está.

Es evidente que ningún organismo posee unidad orgánica perfecta; algunas partes son claramente más importantes que otras. Esto mismo puede afirmarse de las obras de arte: algunas líneas de un poema son menos importantes que otras[72], y su alteración u omisión no destruiría el efecto estético del poema; e incluso, en ciertos casos, no le perjudicaría en absoluto. En las obras de arte hay puntos altos y bajos, partes más y menos integradas; que es como decir que las obras de arte, igual que los organismos, no son ejemplos de perfecta unidad orgánica. El que puedan llegar a serlo, es una cuestión discutida[73]; tal vez este ideal no sea imposible, sino indeseable. La mayoría de las obras de arte, en cualquier caso, distan mucho de poseer una unidad orgánica completa, aunque otras parecen aproximarse mucho al ideal.

No obstante, la unidad es una importante propiedad formal de las obras de arte; una obra artística nunca es elogiada simplemente por tener más desunión o desorganización. Cuando una obra menos unificada se considera mejor que otra más unificada, es a pesar de la falta de unidad de la primera, no a causa de ella; la presencia de factores distintos de la unidad parece pesar más que el menor grado de unidad existente en el primer caso.

Evidentemente, la idea de unidad es una idea de valor. Significa, por ejemplo, que en una buena melodía, o pintura, o poema, no se podría cambiar una parte sin perjudicar (no meramente cambiar) al todo; porque, desde luego, cualquier todo, incluso una colección de partes dispares, cambiaría algo si se cambiase una parte de él.

Aunque la unidad es importante en cuanto criterio formal, no es el único que utiliza el crítico al valorar las obras de arte. En esto, como en tantas otras cosas, no existe unanimidad entre los propios críticos. DeWitt Parker, en un ensayo muy conocido sobre la forma estética, de su libro The Analysis of Art, sostiene que los otros principios son subsidiarios del más importante, que es el de la unidad orgánica. Entre los otros criterios están:

1) el tema, o motivo dominante presente en la obra de arte;

2) la variación temática, variación (en vez de mera repetición) que introduce novedad y que debería basarse en el tema con miras a conservar la unidad;

3) el equilibrio, la disposición de las distintas partes en un orden estéticamente agradable (por ejemplo, no todas las cosas interesantes de una pintura están del mismo lado);

4) el desarrollo o evolución: cada parte de una obra artística temporal es necesaria a las partes siguientes, de suerte que si se alterase o suprimiese alguna porción anterior, todas las porciones posteriores tendrían que ser alteradas en consecuencia.... Todo lo que pasa antes es prerequisito indispensable para lo que pasa después.

Los criterios formales han sido también discutidos por Stephen Pepper en su libro Principles of Art Appreciation. Empleando una aproximación psicológica, Pepper sostiene que los dos enemigos de la experiencia estética son la monotonía y la confusión; el camino para evitar la monotonía es la variedad, y el camino para evitar la confusión es la unidad. Ha de mantenerse un cuidadoso equilibrio entre estas dos cualidades: el interés no puede mantenerse con la mera repetición, y por esto es preciso variar el material temático; sin embargo, las variaciones han de ser íntegramente referidas al tema, porque siempre debe estar presente una áncora de unidad si se quiere impedir que la obra «vuele a los cuatro vientos». Pepper sugiere cuatro criterios principales. Para evitar a la vez la monotonía y la confusión, el artista debe utilizar:

1) el contraste entre las partes, y

2) la gradación o transición de una cualidad sensorial a otra (por ejemplo, del rojo al rosa en una pintura), que introduce cambios dentro de una unidad básica. Ha de utilizar también

3) el tema y la variación: el tema para mantener una base unificada, y la variación para evitar igualmente la monotonía; y

4) la contención, o economía en la distribución del interés, de suerte que se halle adecuadamente repartido por toda la duración y extensión de la obra de arte, y el «bagaje de interés» del espectador no se agote demasiado pronto.

Muchas otras cosas podrían decirse acerca de la forma en el arte, y volveremos sobre ello al tratar del formalismo como teoría del arte. Entretanto, mencionaremos un tercer tipo de valor que ha de darse en las obras artísticas.

2.3.3 Valores vitales

Los valores sensoriales y formales son ambos del medio: se refieren a lo que la obra de arte contiene en su propio medio, es decir, los colores y figuras, los tonos y silencios, las palabras y su disposición en un poema. Pero hay otros valores importados de la vida exterior al arte, que no están contenidos en el medio, pero son vehiculados a través de él. Por ejemplo, las obras de arte representativas[74] no pueden ser plenamente valoradas si no se poseen ciertos conocimientos de la vida exterior al arte. También los conceptos e ideas pueden presentarse, sobre todo en obras de literatura. Además, el arte puede «contener»[75] sentimientos: la música puede ser triste, alegre, melancólica, animada, viva; el humor de un cuadro puede ser prevalentemente alegre o sombrío, y otro tanto ocurre con el de un poema. En cuanto a todos estos valores, se requiere cierta familiaridad con la vida exterior al arte, y por eso los valores aquí presentados se denominan valores vitales. (A veces reciben el nombre de valores asociativos, por entender que van asociados en la mente del observador con ítems del medio, más que estar directamente contenidos en él; pero esta expresión es un tanto desafortunada, dado que prejuzga la cuestión de si surgen a través de un proceso asociativo: por ejemplo, si la tristeza va asociada a la música más que hallarse contenida o encarnada de algún modo en ella.)

Sobre estos valores diremos algunas cosas más cuando discutamos las teorías del arte.

2.4 CONTEXTUALISMO «VERSUS» AISLACIONISMO

¿Con qué cosas externas a la obra de arte debemos estar familiarizados para poder valorarla? El problema no es si la obra de arte debería constituir el centro de nuestra atención: si contemplamos la obra estéticamente, sería presumiblemente así, Cuando la obra de arte se utiliza simplemente como vehículo para adquirir conocimientos históricos sobre la época o los hechos concernientes a la vida del autor o a sus motivos inconscientes, entonces no se está considerando estéticamente[76].

a) El aislacionismo es la concepción de que, para apreciar una obra de arte, no necesitamos sino contemplarla, oírla o leerla --a veces reiteradamente, con la mayor atención--, y de que no es necesario salir de ella para consultar los hechos históricos, biográficos o de otro tipo. (Cuando resulta necesario hacer esto, la obra de arte no es autosuficiente y, en consecuencia, es estéticamente defectuosa.) El crítico inglés de arte Clive Bell, por ejemplo, sostiene que para apreciar una obra de arte[77] no necesitamos ir acompañados de ningún bagaje de conocimientos mundanos; con excepción, en algunos casos de obras pictóricas, de la familiaridad con el espacio tridimensional[78]. Una obra de arte visual debería contemplarse como ejercicio de puras formas; y si uno aporta cierto conocimiento del mundo a la obra artística, este conocimiento llenará la mente del observador con cosas irrelevantes que le distraerán de la contemplación de las relaciones formales internas a la pintura.

b) Frente a esta posición, el contextualismo sostiene que una obra de arte debería considerarse en su contexto o marco total; y que los muchos conocimientos históricos o de otro tipo «enriquecen» la obra, haciendo la experiencia global de ella más completa que observándola sin tales conocimientos. Toda apreciación de obras artísticas debería realizarse en un contexto, incluso la apreciación de la misma música y de la pintura no representativa.

No es necesario que el crítico defienda una u otra de estas dos posiciones en su forma más pura e intransigente: se puede ser aislacionista con respecto a ciertas obras o clases de obras artísticas, y contextualista con respecto a otras. Pero vamos a ser más explícitos, sin embargo, sobre los tipos de factores (distintos de la cuidadosa lectura de la misma obra de arte) que, según el contextualista, pueden ser necesarios, o al menos muy útiles, en la apreciación de las obras de arte.

1) Otras obras del mismo artista. Si el mismo artista ha creado otras obras, especialmente de igual género, el contextualista piensa que puede enriquecer nuestra apreciación el compararlas o contrastarlas entre sí. El que las obras sean muy numerosas, no tiene de suyo gran importancia; sin embargo, cuando escuchamos cualquiera de los conciertos de Mozart para piano, podemos (más inconsciente que conscientemente) comparar su estilo general, su material temático, su forma de desarrollo y resolución, con alguno de los otros veintiséis conciertos que compuso Mozart. En este caso, el conocimiento de la totalidad de las obras puede aumentar el disfrute de una de ellas.

2) Otras obras de otros artistas en el mismo medio, especialmente en el mismo estilo o en la misma tradición. Nuestra apreciación del Lycidas de Milton es enriquecida por el estudio de las Bucólicas de Virgilio, y también por el estudio de toda la tradición bucólica en la poesía. Según los contextualistas, el estudio del Lycidas aislado de esta tradición nos privaría inútilmente de gran parte de la riqueza del poema, haciéndonos además ininteligibles algunas de sus referencias.

Hasta aquí, la atención originalmente prestada en exclusiva a una obra de arte concreta se ha extendido a otras obras artísticas, no a los condicionamientos de dichas obras. Sin embargo, ahora tocamos factores que en modo alguno constituyen obras de arte.

3) El estudio de lo que podríamos llamar factores externos al medio artístico: por ejemplo, el estudio de las limitaciones o ventajas instrumentales del órgano de tubos en tiempo de Bach, o el conocimiento de los convencionalismos dramáticos del teatro elizabethiano, como condicionamiento para la lectura o contemplación de las obras de Shakespeare. Cierta familiaridad con los convencionalismos, limitaciones o idiomas utilizados por el artista, permite a menudo una mejor comprensión de su obra y nos coloca en una posición mejor para apreciarla, que la mera posesión de conocimientos ajenos a ella; y, negativamente, el conocimiento de factores de este tipo nos ayudará a evitar entenderla o interpretarla equivocadamente.

4) El estudio de la época en que vivió el artista: la mentalidad de su tiempo, las ideas corrientes entonces, las complejas influencias que lo moldearon. El contextualista diría que cierto conocimiento de tales factores es a menudo útil. ¿No es importante saber que Milton era conocedor de la nueva astronomía copernicana, y que sin embargo eligió deliberadamente el sistema ptolemaico para su cosmos en El paraíso perdido? El aislacionista diría que esto es un mero «condicionamiento material», que puede interesar por derecho propio a la historia o la biografía, pero que es irrelevante para la experiencia estética de la obra de arte; en cambio, el contextualista pensará que nuestra experiencia estética de la obra de arte se enriquece con este conocimiento periférico.

5) El estudio de la vida del artista. Los antólogos de la literatura suponen siempre que ésta es una consideración importante, puesto que añaden detalladas biografías a la selección de textos en prosa o en verso de cada autor. Verdad es (como repiten enfáticamente los aislacionistas) que el conocimiento de la vida del artista puede distraer nuestra atención de la obra misma. Pero puede también ocurrir que ese conocimiento (por ejemplo, de los ideales y las luchas de Milton) enriquezca nuestra experiencia de la obra artística. En este caso, la importancia estética de tal conocimiento constituye el punto en litigio; aunque el contextualista dirá que, incluso en el caso de la música, que es la más autónoma de las artes, cierto conocimiento de la vida de Beethoven enriquece nuestra apreciación de su música. Ese conocimiento, por supuesto, debe ser un medio, y la apreciación enriquecida el fin; y no al revés, como sucede cuando la obra de un artista se utiliza simplemente, por ejemplo, para formular algunas tesis en teoría psicoanalítica. Los hechos concernientes a la vida del artista deberían utilizarse para «ilustrar» la obra.

6) El estudio de las intenciones del artista. Especialmente importante entre los hechos concernientes a la vida del artista es el conocimiento de lo que intenta realizar, hacer o conseguir con su obra. De ahí que los críticos hayan prestado especial atención a las noticias llegadas a nosotros a través del mismo artista o de sus contemporáneos, en torno a lo que intentaba transmitir en su obra, especialmente si ésta es oscura o difícil.

Los aislacionistas sostienen que, si se necesita mirar fuera de la obra de arte para captar lo que pretende, esto constituye un defecto artístico: la obra de arte no tiene entonces «consistencia propia». La persona que cree precisar tal conocimiento está incurriendo en «una falacia intencional»: la falacia de exigir un conocimiento de lo que el artista pretendía, antes de estar ella en condiciones de apreciar su obra. En este caso, el aislacionista sostiene una causa indefendible; muchos críticos estarían dispuestos a presentar como defecto de una obra artística el que no se pudiera inferir su significado, mensaje o contenido general de la cuidadosa observación de la obra misma. Dirían que la obra de arte debe constituir una entidad autoconsistente y autosuficiente. En cambio, el contextualista argüirá que, si bien idealmente las intenciones del artista deberían reflejarse en su obra, sin embargo no debería censurarse o rechazarse una obra de arte a causa de un fallo en este aspecto, si se prueba que es más digna de aprecio una vez conocidas las intenciones del artista[79]. El contextualista diría que es simplemente autolimitarse el rechazar la información susceptible de aumentar una experiencia estética, se incurra o no en una «falacia intencional».

El contextualista no está naturalmente, dispuesto a suscribir una serie concreta de criterios de valoración, tal como la propuesta por el poeta Goethe:

1) ¿Qué pretendió o intentó hacer el artista?

2) ¿Consiguió hacerlo? Y

3) ¿Era digno de hacerse?

Lo intentado por el artista es, en sí mismo, de escasa importancia: pudo haber pretendido una cosa y realizado otra muy distinta, o pudo haber pretendido crear una obra popular banal y conseguirlo espléndidamente. Pero mientras el conocimiento de la intención se utilice, no como una clave sagrada para la verdadera interpretación (al margen de lo que otra evidencia indique), sino como una nueva clave susceptible de empleo resulta difícil mantener que tal conocimiento nunca es útil.

2.5 TEORÍAS DEL ARTE

La postura que uno adopte en el problema «contextualismo versus aislacionismo» dependerá en gran parte de la propia concepción de la naturaleza y función esencial del arte. La primera de estas posturas que consideraremos es la teoría del arte en cuanto pura forma. Incluso aquellos filósofos del arte que más han escrito sobre las propiedades formales del mismo no han sostenido generalmente que la forma sea el único criterio para juzgar el valor estético; pero algunos de ellos sí lo hicieron, y se les denomina «formalistas» en arte.

2.5.1 Teoría formalista

Clive Bell, que fue un crítico del arte visual, sostiene una postura formalista con respecto a las artes visuales y musicales, pero no con respecto a la literatura. Dice que la excelencia formal es el único carácter intemporal del arte a través de los siglos; puede ser reconocida por observadores de distintos períodos y culturas, a pesar de los variados asuntos, de las referencias tópicas y de las asociaciones accidentales de todas clases. Bell llama a esta propiedad de las obras de arte «forma significante»[80].

La teoría formalista considera irrelevante para la apreciación estética la representación, la emoción, las ideas; y todos los otros «valores vitales». Sólo admite los valores «del medio», que en el arte visual son los colores, las líneas, y sus combinaciones en planos y superficies. La pintura no se perjudica siendo representativa, pero la representación es estéticamente irrelevante: un cuadro nunca es bueno simplemente porque representa algo del mundo real, por bien o por conmovedoramente que lo haga. Ni es mejor o peor porque suscite emociones. De modo similar, cualquier forma de anécdota (un cuento, una narración histórica, etc.) queda excluida como algo «literario»: una cualidad perfectamente apropiada a la literatura[81], pero irrelevante para el arte visual y musical.

Sólo las propiedades formales son importantes para el valor estético; otros escritores han estudiado detalladamente propiedades formales tales como la unidad orgánica, la variación temática y el desarrollo. Sin embargo, Bell habla de manera un tanto mística de «forma significante», sin ofrecer criterio alguno para detectar su presencia. Forma significante es aquella cuya respuesta es la emoción estética. Pero cuando preguntamos qué es la emoción estética, vemos que es la emoción evocada por la forma significante. Esta definición en círculo vicioso es por supuesto completamente inútil. Sin embargo, resulta claro que la emoción estética no tiene nada que ver con las emociones de la vida, como el gozo o la tristeza. Es sólo una respuesta a las propiedades formales: en un cuadro, las complejas interrelaciones de figuras y colores organizados en una unidad estética. La mayoría de las personas que dicen sentir placer ante los cuadros pictóricos no reaccionan demasiado a este respecto, y por eso no encuentran el placer específico que las obras de arte pueden ofrecerles[82] .

El espacio no nos permite ni mayores aclaraciones de la tesis fundamental de los formalistas con ejemplos concretos[83] ni la exposición de la crítica sistemática a que han sometido esta teoría sus adversarios. La orientación de esta crítica tal vez podamos indicarla mejor exponiendo otra conocida teoría del arte: la del arte como expresión.

2.5.2 El arte como expresión

La mayoría de los filósofos y críticos de arte no han sido formalistas; aunque muchos de ellos admiten que el énfasis puesto en el formalismo ha sido beneficioso, en cuanto ha servido para orientar nuestra atención hacia la misma obra de arte, es decir, hacia lo que presenta más que hacia lo que representa. Esos críticos sostienen que el arte puede ofrecernos otros valores, pero que éstos deben manifestarse a través de la forma, y no pueden ser captados sin prestar a la forma la máxima atención. En este aspecto están de acuerdo con el énfasis sobre la forma, pero no admiten que la forma merezca un énfasis exclusivo. Concretamente, muchos críticos han sostenido que, aparte de satisfacer las exigencias formales, la obra de arte debe en algún modo ser expresiva, especialmente de los sentimientos humanos. Esta concepción se concreta principalmente en la teoría del arte como expresión.

«El arte es expresión de los sentimientos humanos» es una fórmula consagrada, y la mayoría de los estudiantes de arte reaccionan a ella de inmediato. Sin embargo, los filósofos deben preguntarse qué significa dicha fórmula. Como muchos términos que pueden referirse simultáneamente a un proceso y al producto resultante de ese proceso, el término «expresión» (y el término «expresivo» con él relacionado) puede referirse tanto a un proceso emprendido por el artista como a una característica del producto de ese proceso.

Tradicionalmente, la teoría del arte como expresión ha supuesto una teoría concerniente a lo que el artista siente y emprende cuando crea una obra de arte. Eugenio Verón, Tolstoi, Benedetto Croce, R. G. Collingwood y otros numerosos escritores divulgaron de una u otra manera esta fórmula: y el público en general aún reacciona a la fórmula «arte como expresión» más favorablemente que a cualquier otra. Una formulación típica de esta postura, que puede hallarse en la obra de Collingwood titulada The Principles of Art, describe al artista como estimulado por una excitación emotiva, cuya naturaleza y origen él mismo desconoce, hasta que logra dar con alguna forma de expresarla; lo que implica ponerla en presencia de su mente consciente. Este proceso va acompañado de sentimientos de liberación y ulterior comprensión. El principal problema radica en sí tal proceso es importante para la teoría estética, o sí se relaciona más bien con la psicología: la psicología de la creación artística.

¿Se ha dicho algo sobre la misma obra de arte como contrapuesta a las condiciones bajo las cuales se crea? Aunque estamos considerando no el producto sino más bien el proceso de su creación, surge esta pregunta: ¿Cuál es el nexo entre la descripción del proceso creador hecha por la teoría de la expresión y la creación misma de las obras de arte? Cabría pensar que la creación de obras de arte implica, al menos, que el artista trabaja con materiales en un medio, es decir, que explora nuevas combinaciones de elementos en un medio determinado. De hecho, esto constituye su actividad creadora como artista. ¿Dónde se produce la transición entre las emociones que animan o inspiran al artista y que en alguna forma debe «expresar» y el medio en que trabaja? Supongamos que atribuimos una calidad singular a cierta composición musical y luego nos enteramos de que el compositor no sintió ningún tipo de emociones al componerla[84]. ¿Concluiremos entonces que la obra de arte no era tan buena como pensábamos al escucharla ignorantes de esa circunstancia?

El hecho de si el artista ha expresado o no en cierto modo sus propios sentimientos al crear la obra de arte podría parecer irrelevante para el problema de saber lo que expresa la obra artística, si es que expresa algo. «La música expresa tristeza» no significa lo mismo que «El compositor expresó sus propios sentimientos de tristeza al escribir tal música». Si la música es triste, lo es con independencia de lo que sintiera el compositor al escribirla.

Pero ¿qué significa decir que la música es triste o expresa tristeza? Se trata indudablemente de una metáfora, porque, en el sentido literal, sólo los seres sensibles capaces de emoción pueden estar tristes. ¿Cómo puede la música ser triste, o tener o implicar cualquier otra cualidad sensible?

Una respuesta a esta cuestión --muy simple, pero sin duda equívoca-- sería la de que «La música es triste» significa que «La música me hace sentir triste (a mí o a otros oyentes, a la mayoría de los oyentes o a un grupo selecto de ellos) cuando la oigo». Ahora bien, si es esto lo que significa, tenemos una palabra plenamente adecuada para expresarlo, la de evocación: «La música evoca tristeza en mí (o en la mayoría de los oyentes).» Pero este análisis no satisface en absoluto. Una persona puede reconocer ciertas melodías como tristes sin sentir tristeza. Si el oír la música la hiciera sentirse triste, como la pérdida de un ser querido, probablemente no desearía repetir la experiencia. En cualquier caso, el reconocimiento de la cualidad de una melodía es completamente distinto de las emociones que siente una persona cuando la oye. Puede oír una melodía alegre y aburrirse con ella. Lo que una persona siente y la cualidad que atribuye a la música son dos cosas diferentes. La tristeza de la música es fenoménicamente objetiva (es decir, sentida como si estuviese «en la música»); mientras que la tristeza de una persona al oírla (si se produce realmente) es perfectamente diferenciable de la tristeza de la música: la siente como «fenoménicamente subjetiva», como perteneciente a ella y no a la música, que sólo la evoca. No hay razón alguna para que ambos fenómenos se den a la vez. Así pues, decir que la música expresa tristeza, o simplemente que es triste, es decir algo sobre una cualidad sentida de la música misma más que sobre cómo hace sentir a los oyentes.

Ahora bien, ¿qué es esa cualidad inherente a la música? ¿Está encarnada en ella, está contenida en ella de algún modo, o es una propiedad de la música? Resulta difícil explicar lo que quiere decirse al afirmar que una obra de arte contiene propiedades emocionales. El andante no es triste en el mismo sentido en que lo son muchas notas largas, o tiene ciertos ritmos ascendentes y descendentes. Si se produce desacuerdo en torno a su cualidad expresiva, ¿cómo podría uno defender la propia postura?

Acaso la solución más satisfactoria sea analizar el sentido básico del término «expresión», es decir, el de conducta externa que manifiesta o refleja estados internos. Cuando las personas están tristes exteriorizan cierto tipo de conducta: se mueven lentamente, tienden a hablar en tonos apagados, sus movimientos no son violentos o bruscos, ni su entonación estridente y penetrante. Pues bien, puede decirse que la música es triste cuando manifiesta estas mismas propiedades: la música triste es normalmente lenta, los intervalos entre los tonos son cortos, los tonos no son estridentes sino apagados y débiles. En una palabra, puede afirmarse que la obra de arte posee una propiedad emotiva específica cuando tiene características parecidas a las de los seres humanos cuando sienten la misma o similar emoción, el mismo humor, etc. Este es el puente entre las cualidades musicales y las humanas que explica cómo puede la música poseer propiedades en rigor sólo poseídas por seres sensibles.

Estas mismas consideraciones pueden aplicarse a las otras artes. Podemos pretender que tal línea de un cuadro es graciosa porque se asemeja al contorno de los miembros de los cuerpos humanos y animales cuando decimos de ellos que son graciosos. La línea horizontal es descansada (en oposición a las líneas vertical o quebrada) porque el ser humano en posición horizontal se halla en actitud de reposo y de sueño, así como en una posición segura para no caerse. La línea horizontal no es intrínsecamente descansada y segura, pero lo es para los seres sujetos a la gravedad, cuya posición de descanso es la horizontal. Para los seres humanos, en cualquier caso, la conexión entre ambas cosas es universal, no está sujeta a variaciones individuales, ni siquiera a un relativismo cultural. Si la línea horizontal tuviese un efecto en determinado individuo y un efecto enteramente distinto en otro, ¿cómo podría el artista creador confiar en el efecto de su obra sobre otros seres humanos? Por lo demás, esas pretensiones pueden someterse a un test. Si alguien insistiera en que un vals rápido y vivo es realmente triste y melancólico, podríamos remitirle a las características de comportamiento de las personas tristes, y probarle que cuando se hallan en ese estado manifiestan las cualidades en cuestión (i. e., las cualidades de la música triste), más que rapidez o viveza.

Así pues, las obras de arte pueden ser expresivas de cualidades humanas: una de las notas características y generales del arte consiste en que las cosas percibidas (líneas, colores, sucesiones de tonos musicales) pueden estar y están impregnadas de afecto. Así se explica que la tesis de la teoría de la expresión parezca verdadera. Puede afirmarse que la obra de arte contiene o encarna cualidades emotivas. Una pieza de música es triste, no sólo evoca tristeza. La objeción de los formalistas a la búsqueda de efectos emotivos en las obras artísticas tiene como base, al menos en parte, la errónea creencia de que el único sentido en que una obra de arte puede «ser emotiva» es en el de que evoca emociones; cuando, de hecho (en el sentido que acabamos de exponer), la cualidad emotiva es una cualidad genuina de la obra de arte.

Concluyendo, podemos constatar que, en la presentación y defensa de su tesis, la teoría de la expresión se ha vuelto en cierto modo innecesaria. Ya no es preciso decir que la obra de arte expresa cualidades emotivas; basta decir que las tiene, que es triste o encarna como propiedad la tristeza.

2.5.3 El arte como símbolo

Algunos filósofos del arte, yendo más lejos que la teoría de la expresión, han formulado la teoría de la significación, según la cual el arte se describe más propiamente como símbolo de los sentimientos humanos que como expresión de ellos.

Para evitar la interminable polémica sobre la distinción entre signo y, símbolo, nos limitaremos a hablar de los signos, dejando para otros la elección de los tipos de signos que prefieren considerar como símbolos. En el sentido más amplio, «A es signo de B cuando A representa a B de una u otra forma». El verbo «significar» quiere decir «ser signo de»: así, las nubes significan lluvia, la nota musical (una mancha en el papel) significa el tono que ha de ejecutarse, la palabra significa la cosa que representa, el sonido del timbre significa que alguien está a la puerta. La mayoría de los signos no se parecen a las cosas que significan. Pero algunos de ellos reciben el nombre de signos icónicos por parecerse o asemejarse considerablemente a lo que significan. La palabra «stop» en cierto signo vial no es un signo icónico; pero sí lo es una curva orientada hacia la izquierda (para indicar que más adelante hay una vuelta hacia esa mano).

Según la teoría de la significación, las obras de arte son signos icónicos del proceso psicológico que tiene lugar en los hombres, y específicamente signos de los sentimientos humanos. La música es el ejemplo más claro, puesto que en ella está ausente el elemento representativo. La música es esencialmente cinética, al ser un arte temporal, fluye con el tiempo: se agita, salta, se ondula, se vuelve impetuosa, se eleva, titubea, se mueve de continuo. Los esquemas rítmicos de la música se parecen a los de la vida: en otros términos, son icónicos como los de la vida (de los seres vivos, desde luego). Así, por poner ejemplos evidentes, los esquemas de subidas, bajadas, crescendos y diminuendos, elevaciones graduales hasta un clímax para concluir luego[85], tienen una considerable semejanza estructural o isomorfismo con el ritmo del clímax sexual. El esquema del movimiento lento del Cuarteto número 16, op. 135, de Beethoven es similar a la inflexión de la voz de una persona al formular preguntas y responderlas luego.

Cierto grado de iconicidad se halla sin duda presente en muchos casos; pero el hecho de si todos los pasajes musicales son icónicos con procesos psicológicos, es otra cuestión; por no mencionar el problema de si su valor musical depende de esa iconicidad. Hay una enorme cantidad de esquemas y variaciones rítmicas, por ejemplo, en los preludios y fugas de Bach, y parecería imposible identificar el correspondiente proceso psicológico en cada caso. Puede afirmarse que los pasajes musicales son icónicos con procesos psicológicos, pero añadiendo que las distinciones son demasiado sutiles para ponerles un nombre, y que, de hecho, el lenguaje carece de términos para designar la enorme variedad de estados emotivos únicos. Este último punto seguramente es cierto, pero no prueba que cada pasaje musical sea icónico con un estado emotivo concreto; en realidad, no parece haber forma alguna de probarlo[86].

Llegados aquí, podemos plantear ya la cuestión, aún más fundamental, de si la iconicidad admitida prueba siempre que la música es un signo de procesos psicológicos, aun cuando no se diese ninguna ambigüedad en la significación. El pasaje del Tristán, que es icónico con el ritmo del proceso sexual, ¿es por el mero hecho de serlo signo de dicho proceso? La mutua semejanza de dos cosas --verbigracia, la de dos árboles entre sí-- no convierte a una en signo de la otra. ¿Qué más se requiere para convertirla en signo?

En los signos convencionales, A es signo de B porque los seres humanos lo han querido así: una palabra significa una cosa, un sonido de timbre significa el fin de la clase, etc. En cada caso podríamos haber empleado un signo distinto para representar la misma cosa. Por otra parte, en los signos naturales existe una relación causal de cierto tipo entre A y B: las nubes son signo de lluvia, la fiebre es signo de enfermedad, etc. No hay ningún parecido en este caso entre los términos A y B, pero se dan juntos en un orden causal y cuando conocemos este orden podemos descubrir (no inventar o imaginar) que A es signo de B.

La relación entre A y B en nuestros ejemplos de arte no es ni convencional ni causal. Hay una relación de iconicidad[87]. Pero ¿podríamos decir que esto es suficiente para convertir a A en signo de B? ¿Es suficiente la sola semejanza? La semejanza de la curva en el signo vial con la curva que más adelante se hallará en la carretera no es suficiente: existe una regla o convención que hace que cuando aparece una curva de determinada forma, signifique una curva de tipo similar (aunque no exactamente) en la carretera. Y otro tanto ocurre en la música: sin alguna indicación convencional de que cierto pasaje es un signo de determinado proceso, no hay modo alguno de establecer esa relación, porque la semejanza estructural podría extenderse a cualquier clase de procesos.

2.6 ARTE Y VERDAD

El espacio no nos permite un tratamiento más amplio de las teorías del arte actuales. Sin embargo, antes de abandonar la filosofía del arte, es importante considerar la relación del arte con otros dos conceptos: el de verdad y el de bondad (i. e., moralidad).

Un juicio estético no es un juicio sobre la bondad o maldad de algo en sentido moral, ni tampoco sobre la verdad o falsedad de las afirmaciones. Una obra de literatura no se considera mejor o peor estéticamente por basarse en hechos históricos, o por contener descripciones verdaderas de materias geológicas o astronómicas. ni incluso por presentarse en ella una concepción verdadera de la vida[88]. En los poemas de Dante y Lucrecio aparecen concepciones del mundo opuestas; pero como observadores estéticos, no tenemos que elegir entre ellas; podemos apreciar cada concepción de la vida tal como es presentada, sin necesidad de comprometernos con ninguna. Sin embargo, las obras de arte --especialmente las de literatura-- tienen cierta relación con la verdad, relación que describiremos brevemente.

2.6.1 Proposiciones formuladas o implicadas

Hay muchas proposiciones explícitamente formuladas en las obras de literatura, y sólo en la literatura, porque sólo ella utiliza las palabras como medio. Ahora bien, dado que toda proposición es verdadera o falsa y dado que la literatura contiene muchas proposiciones, el arte literario debe contener verdad en este sentido obvio[89].

Pero de mayor interés e importancia son aquellas proposiciones (muchas de las cuales pueden ser también verdaderas) que se hallan implícitas, en vez de ser explícitamente formuladas. La Weltanschauung[90] general de una obra literaria está normalmente implícita y ha de descubrirse mediante una cuidadosa lectura de la obra.

Esto plantea de inmediato la siguiente cuestión: ¿Cuál es el sentido de «implicar» en el que las obras de literatura pueden contener proposiciones implícitas? No es en el sentido lógico habitual. Más bien, el sentido en cuestión de «implicar» o dejar entrever es probablemente el mismo en que lo utilizamos en la vida ordinaria cuando decimos, por ejemplo: «Él no dijo que ella le había rechazado, pero lo dio a entender.» La afirmación explícita no implicaba lógicamente la proposición, pero sí contextualmente. Esto significa que el empleo de esa afirmación (no la afirmación per se) en ese caso concreto, acompañado (en la expresión verbal, por supuesto) de ciertos gestos y tonos de voz especiales, implicaba una proposición en el sentido de que nos permitía deducirla: nos autorizaba para inferir ciertas proposiciones que no habían sido formuladas explícitamente. De una manera más compleja, aunque no distinta en principio, muchas concepciones sobre la vida del hombre, la muerte, el amor y el entorno cósmico de la vida humana se hallan implicadas en innumerables obras de arte literarias.

Leyendo obras de literatura se pueden a veces inferir proposiciones acerca del autor: sus intenciones, sus motivos conscientes o inconscientes, su mentalidad general, sus deseos y simpatías. Estas inferencias son a menudo peligrosas[91]; pero a veces la inferencia es válida: en una novela puede inferirse qué tipo humano considera más favorablemente el autor, partiendo de la simpatía con que describe sus caracteres; o qué temas le preocupan especialmente, partiendo de la frecuencia con que los trata. Las deducciones relacionadas con los móviles del autor, especialmente con los inconscientes, son mucho menos seguras; pero con el avance de los conocimientos psiquiátricos, no hay razón alguna (en principio, al menos) para que no podamos lograrlo.

2.6.2 Verdad para con la naturaleza humana

En las obras de literatura, y en cierto modo también en las obras de arte visual, se representa a los seres humanos y se describen sus acciones. Incluso cuando no existe ninguna base histórica para los personajes de una obra de ficción, la crítica aplica de modo general el criterio de «fidelidad a la naturaleza humana», en la valoración de dramas y novelas. La prueba de Aristóteles sobre «cómo se comportaría, probable o necesariamente, una persona de ese tipo» (en las circunstancias dadas), ha sido aplicada al arte, al menos al arte literario, durante muchos siglos de crítica. La prueba es más o menos como sigue: ¿Podría una persona tal como la descrita en la novela actuar, pensar, sentir o estar motivada en la forma que describe el autor y en las circunstancias que presenta? Resulta a menudo muy difícil resolver esta cuestión, sea porque nuestro conocimiento de la naturaleza humana es insuficiente, sea porque el novelista no nos ha proporcionado las claves necesarias. Pero una vez convencido el crítico de que el personaje en cuestión no se comportaría en la forma descrita por el autor, rechazará la caracterización (al menos con respecto a tal acto o motivación) como insostenible; y su juicio negativo sobre la verdad de la caracterización redundará en un juicio desfavorable de la obra. La importancia estética de la fidelidad a la naturaleza humana apenas ha sido discutida, al menos en el caso de la literatura.

Sin embargo, esta prueba de «fidelidad a la naturaleza humana» es delicada, y fácilmente puede suscitar polémica. Puede decirse, por ejemplo: «Si el personaje del tipo T no realiza en las circunstancias C la acción A, esto sólo demuestra que no es un personaje del tipo T», con lo que la prueba nunca puede tener resultado negativo. La manera de evitarlo es asegurarse de que su condición de personaje del tipo T se halla determinada con absoluta independencia de que realice el acto A; y así, si es un personaje del tipo T, como se demuestra por las incidencias previas de la narración, y no realiza el acto A en las circunstancias C, entonces su caracterización (al menos con respecto al acto A) es infiel a la naturaleza humana. Por ejemplo, si un personaje aparece descrito como empeñando su vida en la consecución de algún objetivo, y de pronto, sin ninguna explicación, deserta de él cuando está a punto de alcanzarlo, diríamos, siguiendo a Aristóteles, que no actúa como una persona de ese tipo hubiera «probable o necesariamente» actuado. Verdad es que hay personas que realizan cosas de esta clase; pero el novelista debe dejar claro, mediante la caracterización anterior, que este personaje concreto es de ese tipo. Si no lo ha hecho así, rechazaremos su caracterización (o al menos esta parte de ella) como indefendible y no convincente, siendo precisamente de la verdad de su caracterización de lo que el novelista debe convencernos. Podría parecer, pues, que el mérito de una obra artística --al menos de una obra que contenga caracterizaciones, como sucede habitualmente en literatura--, depende de la verdad; no de la verdad de un sistema astronómico[92], ni de la verdad geográfica[93], ni de la verdad de la descripción que hace de los hechos históricos[94], ni siquiera de la verdad del propio sistema filosófico[95], sino de la veracidad del retrato que hace de los seres humanos.

Admitiendo que la exigencia de «fidelidad a la naturaleza humana» sea aceptada, ¿cómo se armoniza con nuestra anterior caracterización de la actitud estética? Si hemos de centrarnos sólo en la misma obra de arte, en sus relaciones internas más que externas, ¿cómo compaginar esto con cualquier exigencia de verdad, que en definitiva es la relación de lo contenido en la obra con algo externo a ella?[96].Es precisamente este punto el que haría decir a los críticos de mentalidad formalista (como Bell) que la literatura difiere mucho de las otras artes; que la apreciación de la literatura implica «valores vitales» y las demás artes no, y que la apreciación de la literatura no es primariamente estética. Los formalistas admitirían que hay elementos de caracterización en algunas obras de arte visual --por ejemplo, en los autorretratos de Rembrandt--; pero se negarían a admitir que tal caracterización desempeñe el menor papel en nuestra apreciación estética de tales obras. En cambio, otros críticos les replicarían que la apreciación de la literatura, si bien distinta en su naturaleza, es igualmente estética y no viola las exigencias de la apreciación estética, al no ser necesario apartarse de la obra de arte para realizar una comparación consciente del personaje en ella presentado con personas reales del mundo exterior. El conocimiento de la naturaleza humana, añadirían, es algo que llevamos con nosotros a la obra de arte, lo mismo que cuando tenemos la habilidad de reconocer ciertos objetos como árboles y casas en las obras pictóricas representativas; y este reconocimiento no es más opuesto a la apreciación estética en un caso que en otro.

2.7 ARTE Y MORALIDAD

El juicio estético no es un juicio moral; y el valor de una obra de arte en cuanto objeto estético no tiene nada que ver con su valor de edificar a los lectores o mejorar su carácter moral, que pueden ser efectos de la lectura de obras artísticas, pero sin que los tengamos en cuenta al juzgar buena una obra de arte. Sin embargo, como en el caso de la verdad, puede existir entre arte y moralidad Una relación digna de ser considerada. En todo caso, se han dado varias posturas históricas diferenciables sobre la relación entre los valores estético y moral, que analizaremos brevemente:

A) La concepción moralista del arte se remonta a la República de Platón, y tiene su más vigorosa defensa moderna en ¿Qué es el arte?, de Tolstoi; es la concepción oficial del Gobierno soviético, y la defienden consciente o inconscientemente la mayoría de los profanos. Según ella, el arte es la criada de la moralidad: admisible e incluso deseable cuando promueve la moralidad (presumiblemente la moralidad «verdadera» o «aceptable»), pero inadmisible e indeseable en caso contrario. El arte puede transmitir al pueblo ideas heterodoxas: puede turbarlo e intranquilizarlo y, puesto que acentúa la individualidad y el desviacionismo más que la conformidad, puede resultar peligroso y socavar las creencias que (piensan) sirven de base a nuestra sociedad. En consecuencia, el arte es (y debería ser, según esta concepción) algo que han de mirar siempre con recelo los guardianes del orden establecido. Cuando el arte no afecta mayormente al pueblo, se considera un placer inocuo, un lujo, una evasión; pero cuando le afecta, se convierte en algo insidioso y, hasta subversivo, que perjudica a la infraestructura de nuestras creencias y actitudes sociales más estimables.

B) Una concepción del arte exactamente contraria a ésta es la del esteticismo, según el cual la moralidad es la criada del arte, y no al revés. Para esta concepción, la experiencia del arte es la suprema experiencia accesible a la humanidad, y nada debería interferirla. Si entra en conflicto con la moralidad, tanto peor para la moralidad; y, si las masas no saben apreciarlo o no admiten la experiencia que les ofrece, tanto peor para las masas[97]. La intensidad vital de la experiencia estética es el supremo objetivo de la vida; por encima de todo, deberíamos aspirar a «arder en una hermosa hoguera», por decirlo con la célebre expresión de Walter Pater. De ahí que, si se dan algunos efectos en el arte moralmente indeseables, esto no supone nada en comparación con la suprema experiencia que sólo el arte puede darnos.

Muy pocas personas se arriesgarían a ir tan lejos. Incluso los más ardorosos y entusiastas amantes del arte no se atreverían a decir que el valor del arte es exclusivo, o que tiene el monopolio sobre todos los demás valores. Puede ocurrir que la experiencia de las obras de arte sea la suprema experiencia accesible a los seres humanos; pero no es la única accesible, y tenemos que considerar otras. Los valores estéticos, aunque muy superiores a lo que la mayoría de la gente piensa, son no obstante unos pocos entre muchos. Siendo así, difícilmente podemos comportarnos como si los demás valores no existiesen. Por eso, debemos considerar la relación de los valores estéticos con los otros valores que nos ofrece la vida.

C) Esto nos lleva a una tercera postura, sin duda más defendible que las dos extremas antes mencionadas, y que, a falta de un término más adecuado, podemos denominar interaccionismo. Según esta concepción, los valores estéticos y morales tienen distintas funciones que realizar en el mundo, pero no actúan independienternente unos de otros: de hecho, el arte y la moralidad están íntimamente relacionados, y ninguno de los dos actúa plenamente sin el otro, Con este supuesto, veamos cuáles son algunas de esas interacciones. Será más conveniente considerar primero la relación del arte literario con la moralidad, porque en este caso la relación es más obvia.

A veces la literatura da una lección, señala una línea moral o transmite un mensaje que nos es muy importante aprender; y así, puede ponerse directamente al servicio de la moralidad. Incluso el gran arte puede a veces ser didáctico[98]. Quienes elogian el arte por sus lecciones morales no siempre están equivocados; pero si ésta es la única razón de su elogio, están sacando del arte mucho menos de lo que puede ofrecerles. Echando mano de una comparación que usa Clive Bell en otro contexto, los didactistas en arte cortan troncos con una navaja, o utilizan el telescopio para leer el periódico. El telescopio, con cierta dificultad, puede utilizarse para eso, pero no es ésta su finalidad; y si alguien lo usa con este único fin, lo está empleando para realizar un trabajo que otro objeto mucho menos costoso podría realizar mucho mejor. El arte puede sin duda enseñar, pero generalmente no de forma explícita[99]. La diversidad de situaciones presentadas, las caracterizaciones humanas, las crisis y luchas por las que atraviesan los personajes, estas solas cosas, cuando se presentan ante nosotros en toda su viveza y complejidad, son suficientes para producir efectos morales. Si no fuese así, el autor hubiera hecho mejor escribiendo un ensayo o un tratado.

Pero ¿cómo puede entonces el arte producir efectos morales si no formula ninguna afirmación moral concreta? Lo hace presentándonos personajes en situaciones (generalmente de conflicto y crisis) a menudo más complejas que nuestras propias experiencias cotidianas. Reflexionando sobre los problemas y conflictos de tales personajes, podemos enriquecer nuestras propias perspectivas morales; podemos aprender de ellos sin necesidad de experimentar en nuestra vida personal esos mismos conflictos y sin tener que tornar las mismas decisiones; porque en el arte podemos contemplar sus situaciones con un desprendimiento que raras veces conseguimos en la vida real, cuando nos vemos inmersos en la corriente de la acción. La literatura es a menudo un poderoso estímulo de la reflexión moral, porque presenta la situación ética en su contexto total, sin omitir nada importante, siendo esto de todo punto necesario para tomar las propias decisiones morales.

Ya hemos expuesto nuestro concepto en torno a la importancia de la literatura, que va considerablemente más allá del mero didactismo; pero aún podernos ir más lejos. El principal efecto moral de la literatura radica sin duda en su capacidad única de estimular la invaginación[100]. A través de la gran literatura nos sentimos transportados, más allá de los confines de nuestra vida diaria, a un mundo de pensamientos y sentimientos más profundo y variado que el nuestro, donde podemos participar en las experiencias, reflexiones y sentimientos de personas muy alejadas de nosotros en el tiempo y en el espacio. Mediante el ejercicio de la imaginación comprensiva, el arte, mas que predicar o moralizar, tiende a revelar la común naturaleza humana que existe en todos los hombres tras la fachada de doctrinas divisorias, y por este camino tiende a unir a la humanidad más eficazmente que las propias doctrinas. Esta es, en expresión de Dewey, la influencia «fermentadora» del arte.

Para que una obra de arte, pues, produzca efectos morales, no es necesario que nos presente un sistema de moralidad. No precisa hacerlo en absoluto; de hecho, su fuerza moral es probablemente mayor cuando nos presenta, no sistemas, sino personajes y situaciones caracterizados convincentemente y descritos con viveza de suerte que a través de la imaginación podamos observar sus ideas y compartir sus experiencias.

Por último, ¿qué decir de los efectos sobre las personas de la lectura, audición o contemplación de obras de arte? La teoría aristotélica de la catarsis fue la primera de una larga serie de concepciones que atribuyeron valor moral al consumo de obras artísticas, aunque esta teoría se limitó a la sola tragedia dramática. Según ella, el arte actúa como catarsis emocional, como purga de las emociones. En el transcurso de nuestra vida diaria se generan ciertas emociones[101], contra nuestra voluntad y que desearíamos eliminar; pues bien, el arte es el agente que nos ayuda a lograrlo. Presenciando un drama fuerte o escuchando un concierto coral, podemos «deshacernos» de esas emociones, en vez de dejarlas enconarse dentro de nosotros o desviarlas hacia nuestros compañeros.

Indudablemente, esta concepción es algo grosera a la luz de la psicología moderna. Por otro lado, considera el efecto del arte como una liberación de algo indeseable, más que como resultado positivo de algo deseable. Sin embargo, apenas puede negarse que la experiencia de leer, contemplar u oír una obra de arte produce un desahogo y descanso especial, una liberación de internas turbulencias. Esto no significa únicamente que durante algunas horas podamos echar en olvido nuestras inquietudes: cualquier tipo de diversión, incluida la droga, puede conseguir también este objetivo. El gran arte no sólo proporciona al hombre un descanso o interrupción en el curso de su vida trepidante, al término del cual se sentirá lo mismo que antes: en el acto mismo de concentrar nuestras energías sobre un objeto estético, nuestro estado espiritual mejora; hay un alivio en la tensión y una especie de iluminación interior que no existía anteriormente. El efecto incluye una agudización de nuestras sensibilidades[102], un refinamiento de nuestras capacidades de cara a la discriminación perceptiva y emotiva, una facilidad para reaccionar más sensiblemente al mundo que nos rodea.

Todos éstos pueden denominarse efectos morales del arte, y tienden a probar que el arte y la moralidad, lejos de oponerse, son complementarias. Sin embargo, puede haber ocasiones en que choquen: cuando, como se ha dicho a menudo, una obra de arte produce un efecto moral deletéreo, y uno se ve en la presión de elegir entre los valores estético y moral, al no poder compaginarse ambos. Esto plantea el problema de la censura en las artes. El problema de cuáles son los efectos reales de las obras artísticas es complejo, habida cuenta de la diversidad de respuestas entre observadores y lectores[103]. En cualquier caso, es difícil concebir una gran obra de arte como algo moralmente censurable, si uno la contempla desde la perspectiva estética; esta tarea requiere tanta atención, que excluye cualesquiera efectos marginales pretendidamente indeseables[104]. La fuerza estética de una obra de arte tiende a paralizar cualesquiera incipientes tendencias «inmorales». La forma estética de abordar una obra de arte es incompatible con cualesquiera efectos prácticos globales que pueda tener, como el impulsar al lector u observador a cometer crímenes o a proponerse cambiar el mundo. Generalmente, quienes critican la obra de arte sobre la base de principios morales no la abordan ni según la intención del artista ni en la forma en que puede resultar más provechoso hacerlo.

Aun en el caso de obras de arte de segunda fila y de personas no demasiado estéticamente sensibles, los efectos «inmorales» del arte han sido exageradamente abultados[105]. No hay prueba alguna de que los lectores de novelas de crímenes y detectivescas tiendan a cometer los atropellos que leen. De hecho, tales relatos pueden operar en forma contraria: una lectura ayuda con frecuencia al individuo a descargar inocentemente, a través de la experiencia de la novela misma, unas tendencias que, de no liberarlas, podrían haber resultado incómodas o peligrosas. Ni hay prueba tampoco de que los criminales que leen determinado libro cometan sus crímenes por haberlo leído; las raíces del crimen son mucho más profundas. Una tendencia criminal, si está ya presente, puede verse reforzada por la lectura de un libro; pero puede también descargarse (sustitutoriamente) a través de su lectura. En consecuencia, si el libro desapareciese, todos los lectores reales y potenciales se verían privados de él, y los pretendidos buenos efectos morales no se producirían tampoco: un mal negocio, sin duda,

Estas consideraciones empíricas sobre los efectos de las obras de arte podrían alargarse indefinidamente. Pero aun admitiendo que ciertas obras de arte produzcan malos efectos morales, subsistiría la cuestión: ¿Han de ser eliminadas o censuradas por ello? Aquí está en litigio el principio mismo de la censura. ¿Puede un grupo de seres humanos arrogarse el derecho de juzgar a otros grupos más amplios y de decirles lo que pueden o no pueden leer o contemplar? Cabe aún proponer casos de mayor fuerza para responder negativamente:

Primero, ¿con qué derecho actúan los censores? Son tan limitados, falibles como los censurados, y no hay garantía alguna de que sean mejores guardianes morales que el pueblo al que dicen proteger.

Segundo: ¿mejora realmente la estatura moral de los individuos adultos al impedirles hacer una elección, incluso una mala elección? La libertad de enfrentarse a una gran variedad de ideas y opiniones, ¿no es esencial para la preservación de una sociedad libre? Pues bien, esa elección se les niega al prohibir un libro o una película.

Tercero, la aprobación de la censura es probablemente contraproducente para la persona que la aprueba. Los censores, una vez nombrados, tienden a actuar según sus prejuicios individuales, sin prestar atención a los deseos de quienes originalmente los nombraron. La persona que desea ver prohibidas ciertas obras de arte solamente, al advertir que en lugar de ellas se han prohibido otras (incluidas algunas a las que quisiera tener acceso), ha pedido de hecho el tratamiento que está recibiendo, al admitir el principio de la censura en primer lugar.

2.8 LA DEFINICIÓN DE ARTE

Es preciso decir una palabra final sobre el concepto mismo de arte. La palabra «arte» y la expresión «obra de arte» han sido empleadas muchas veces en las páginas que anteceden y, sin embargo, no las hemos definido aún con precisión. Hemos señalado ya una condición negativa, a saber, que lo no hecho por mano del hombre (o, en todo caso, lo no hecho por seres sensibles) puede constituir un objeto estético, pero no debe clasificarse como arte; y también hemos mencionado otra condición positiva, a saber, que en el caso de las bellas artes (en cuanto opuestas a las artes útiles), la función primaria es estética.

Estos criterios ofrecen, sin duda, una pequeña base para distinguir el arte bueno del malo; pero es dudoso el que una definición de arte deba hacer tal distinción (la definición habría de ser neutral con respecto al valor)[106]. La confusión se debe, en gran parte, a no haber distinguido entre definiciones neutrales y definiciones de valor [107].

Sería comparativamente fácil definir términos como «música», «pintura», «escultura» y otros relacionados con las artes concretas, a través de la naturaleza de los diversos medios que utilizan[108]. Pero en el caso del arte como concepto general, es dudoso el que cualquier formulación más rigurosa que la dada anteriormente, resulte satisfactoria. En todo caso, la mayoría de las definiciones dadas excluyen algunas cosas que deberíamos llamar arte (al menos, tal como se usa este término en el discurso ordinario), o incluyen algunas otras que no desearíamos llamar así:

a) «El arte es una expresión del sentimiento a través de un medio»; pero ¿es el arte realmente expresión del sentimiento?[109] ¿Es siempre el «sentimiento» lo «expresado»? ¿Y es cualquier medio un medio artístico?[110].

b) «El arte es una exploración de la realidad a través de una presentación sensible»; pero ¿en qué sentido es una exploración? ¿Se relaciona siempre con la realidad, y en caso afirmativo, en qué sentido? ¿Y de qué manera son las palabras de un poema presentaciones sensibles?

e) «El arte es una re-creación de la realidad»; pero ¿es todo arte una re-creación de algo, incluida la música?[111]. ¿Y en qué sentido se refiere la música a la realidad?

Tales definiciones prejuzgan las respuestas a muchas cuestiones difíciles y suscitan bastantes más problemas de los que resuelven.

Incluso «definiciones más elaboradas», como la de DeWitt Parker en su ensayo «The Definition of Art», están sujetas a parecidas críticas. Según Parker, hay una serie de condiciones, cada una de las cuales es necesaria y todas ellas juntas son suficientes para que algo pueda llamarse obra de arte:

1. Ha de ser fuente de placer a través de la imaginación. En la vida diaria, el deseo se ocupa de objetos reales y se satisface mediante una serie de actos conducentes a una meta que implica interacción con el entorno; pero en el caso del arte, el deseo se aplaca en la presente experiencia dada.

2. El objeto ha de ser social: ha de implicar un objeto físico real públicamente accesible, que pueda ser fuente de satisfacción para muchas personas en repetidas ocasiones; no puede ser un sueño, una ilusión, un mechón de pelo o una medalla de victoria, que satisface sólo al poseedor o a algunos amigos. La satisfacción derivada de la obra se debe, en parte, al conocimiento de que otros la disfrutan también, de que la experiencia de ella es compartida.

3. Todo arte ha de tener una forma estéticamente satisfactoria: armonía, esquema, diseño. En torno a esto pueden suscitarse muchas cuestiones, tales como: ¿Es una definición de arte o un intento de describir las buenas obras de arte? (La referencia a que sea «satisfactoria» parecería indicar que se trata de esto último). ¿Es necesario que la facultad creadora del artista se encarne en algún objeto públicamente accesible? Croce y los idealistas piensan de otro modo: sostienen que la obra de arte «real» sólo está presente en la mente del artista, incluso antes de que haya puesto la pluma sobre el papel o la pintura sobre el lienzo, con tal de que su visión de la obra de arte sea concebida enteramente en el medio artístico. Hay también dificultades en torno al sentido en que la música, por ejemplo, es un «objeto públicamente accesible». ¿Existe incluso cuando no es interpretada? Mientras exista la partitura musical, que no es la música, ésta puede ser nuevamente interpretada; pero la segunda interpretación puede sonar de forma distinta que la primera, y ¿qué margen de diferencia puede haber sin que deje de ser el mismo «objeto públicamente accesible»? La satisfacción que se experimenta en una obra de arte, ¿debe depender realmente del conocimiento de que también otros experimentan satisfacción en ella? Si las obras de arte hubiesen sido accesibles a Robinson Crusoe habría podido disfrutarlas más a causa de su soledad. En la definición de Parker parece que tenemos una afirmación de lo que el autor piensa que debería ser el arte, en vez de una definición de lo que constituye el arte realmente.

Una vez cuidadosamente distinguida la cuestión de «¿Qué es el arte?» de la cuestión de «¿Qué es el buen arte?», parece que esta última pregunta es la más interesante. En todo caso, ha sido objeto de muchas viejas controversias en áreas tales corno ¿Qué es la belleza? ¿Hay patrones de valor estético? ¿Cómo puede distinguirse una obra de arte buena de otra mala? Volvemos, pues, al problema del valor estético; y puesto que éste incluye todos los objetos estéticos, tanto en la naturaleza como en el arte, el problema no se limita al campo de la filosofía del arte.












UNIDAD 3 EL VALOR ESTÉTICO

«La verdad, la bondad y la belleza[112]» constituyen la principal tríada de conceptos con que tradicionalmente se consideró que había de enfrentarse la filosofía. Sin embargo, sea lo que fuere de los otros, la Belleza ha sido siempre competencia de la teoría estética, y en cuyas palabras de Kant, se dinamiza su significado al asegurar que el deleite producido por la belleza es el único verdaderamente desinteresado y libre; aunque también lo ha sido la verdad, en la persuasión de que la estética debía presentar la verdad en torno a la belleza. No obstante, formular la pregunta de «¿Qué es la belleza?» en el sentido en que la palabra «belleza» se utiliza hoy, sería formular una pregunta demasiado limitada, porque aspiramos a proponer cuestiones de valor con respecto a todos los objetos de la experiencia estética. La palabra «belleza» tiende a implicar la connotación de algo agradable a la vista o al oído; y puesto que las obras de literatura son (como observábamos anteriormente) artes ideo-sensoriales más que sensoriales, no quedan incluidas fácilmente en esa clasificación[113]. Incluso en el arte visual y auditivo no todas las obras a que atribuimos valor estético pueden considerarse bellas[114]. Las obras de arte pueden impresionarnos profundamente, reorientar nuestras ideas o nuestros sentimientos, conmovernos o aturdirnos, pero no necesitamos encontrarlas agradables; y, sin embargo, es esta cualidad hedonista la ordinariamente connotada cuando denominamos a algo «bello». En las reflexiones que siguen, utilizaremos ocasionalmente el término «bello» cuando parezca apropiado hacerlo; sin embargo, cuando lo hagamos, lo emplearemos como sinónimo de «valor estético», no en el sentido más estricto de asociado con la cualidad agradable. La expresión «valor estético» se refiere al concepto más general, y, en consecuencia, nuestra pregunta es: «¿Qué es el valor estético?» ¿Qué se entiende al atribuir valor estético a un objeto?, ¿en qué nos basamos?, y ¿cómo puede defenderse la pretensión de que algo posee valor estético?

Arte y verdad: ¿existe armonía o contraposición entre el arte y la filosofía? Platón dijo que “contraposición” ¿Cuál? Lo personal, lo subjetivo, lo particular, predominan sobre lo impersonal, lo objetivo, lo universal; en consecuencia se desea la armonía social, dentro de lo cual no cabe el disgregador –según Platón-, es decir el artista.

Asimétrico a este argumento, se presenta el de Aristóteles, quien propone que entre el arte y el conocimiento hay y debe haber armonía, en cuanto el artista explora de otro modo la realidad, por lo tanto lo subjetivo no se puede aislar de la reflexión sobre la realidad.

En consecuencia el arte tiende también a mejorar nuestro conocimiento de la realidad, lo cual incluye lo terrible, lo absurdo, lo contradictorio y lo siniestro.

John Hospers sostiene la tesis que el “juicio estético” –o juicio de gusto- no es un juicio sobre la verdad o la falsedad de algo. Por consiguiente separa los campos de lo bello, de la ética y el conocimiento. Sin embargo acepta que la obra de arte contiene posiciones acerca de la realidad, es decir, contiene una concepción del mundo. Generalmente implícita, plantea la discusión de la verdad como base de los conceptos de “fidelidad y naturaleza humana”.

Arte y bien: examinando diversas teorías, se ha podido demostrar que lo bello estuvo ligado de manera estrecha con lo bueno. El elemento común más y mejor vida. Para los griegos la felicidad era estética y la belleza era moral. Platón distingue sin embargo entra la belleza propiamente dicha, o sea en sentido sicologico y la belleza a la que aspiran los artistas. Esta última la considera prescindible por inauténtica y peligrosa dentro de un orden político. El artista y la república, pensaba Platón, son irreconciliables, incompatibles.

Platón desafía a los artistas, sencillamente porque piensa que los artistas seducen – es decir, placer-. “Quien es dueño de los mecanismos de placer controla también al menos en gran parte la educación de la ciudadanía: por tanto más vale que dichos instrumentos estén en buenas manos”[115].

Arte y belleza: Savater retomando algunas de las posturas de Jorge Santayana, piensa que los valores estéticos no pueden jamás estar separados de los valores vitales del ser humano, aunque, añade él, deben ser distinguidos en ciertos aspectos de los demás. La belleza es perfección: los valores estéticos, que priman sobre los valores morales, deben extenderse y difundirse a través de todos los actos de la vida humana.

Santayana en su obra El sentido de la belleza, asegura que “nada salvo lo bueno de la vida entra en la textura de lo bello. Lo que nos encanta de lo cómico, lo que nos espolea de lo sublime y lo que nos conmueve de lo patético, es el vislumbre de algún bien; la imperfección tiene valor sólo como una incipiente perfección”[116]. Para santayana la belleza es percepción antes de ser juicio; es esto lo que explica su situación primaria de placer; pero el placer no es más que un elemento constitutivo de la belleza; habría por tanto que añadirle valor.

En pocas palabras podría decirse que lo bello comparte con lo bueno y lo delicioso la tarea de lograr que haya más vida y menos muerte.

La clasificación tradicional de las teorías del valor estético en «subjetivistas» y «objetivistas» es natural:

a) Una teoría del valor estético es objetivista si sostiene que las propiedades constitutivas del valor estético, o que hacen estéticamente valioso un objeto, son (en cierto sentido bastante estricto) propiedades del mismo objeto estético.

b) Una teoría es subjetivista si defiende que lo que hace a algo estéticamente valioso no son sus propiedades, sino su relación a los consumidores estéticos [117].


3.1 TEORÍAS SUBJETIVISTAS

Afirmaciones tales como «Cuando digo que algo es bello, quiero decir que me gusta» y «La belleza es algo subjetivo: una cosa es bella para ti si te agrada, y no es bella para mí si no me agrada», son claramente subjetivistas. El subjetivismo en teoría estética, aunque puede presentarse considerablemente más sofisticado que en las afirmaciones anteriores, defiende tenazmente que no se dan en los objetos estéticos propiedades realizadoras de belleza, sino sólo diversas reacciones ante ellos; y que la atribución de valor estético sólo puede hacerse válidamente cuando el observador reacciona en determinada forma al objeto. Con otras palabras, la belleza es siempre una característica «para ti» o «para mí». «Esto es bello para mí» carecería de sentido si la belleza fuese una característica objetiva de las cosas, como la forma cuadrada; al igual que «Esto es cuadrado para mí» carece de sentido, salvo en el caso de que sólo se pretenda decir «Esto me parece cuadrado». Pero las expresiones «Esto es interesante para mí» y «Esto es extraño para mí» sí tienen sentido, porque el interés y la extrañeza son características no objetivas. Cuando el crítico denomina bella a una pintura, se está refiriendo a alguna relación entre él mismo y el objeto estético; generalmente, a la relación de gustarle o agradarle estéticamente.

La teoría subjetivista más simple, que tiene cierto atractivo superficial pero es indudablemente errónea, es la de que cuando uno dice «X tiene valor estético», sólo afirma «Me gusta X estéticamente» o «Siento una experiencia estética como respuesta a X». Tales juicios son, por supuesto, meramente autobiográficos: nos dicen algo sobre el observador estético y describen su estado mental. De hecho, la mayoría de los estéticos dirían que son afirmaciones del gusto o la preferencia personal, y en modo algunos juicios estéticos. «Me gusta» es algo muy distinto de «Pienso que es (estéticamente) bueno». A una persona puede agradarle una pintura sin considerarla buena, y puede también considerarla buena sin que le agrade realmente: puede tener algún punto ciego con respecto a la apreciación de ese tipo de pintura, y puede ser perfectamente consciente de su deficiencia al respecto. «Me gusta» y «Pienso que es bueno» no son expresiones sinónimas, ni siquiera en el habla común.

Hay muchas otras objeciones a la postura subjetivista; la principal tal vez sea que hace imposible el desacuerdo en materia estética. Si alguien dice «X es bueno», y otro replica «X no es bueno», pretendiendo el primero decir «Me gusta X» y el segundo «No me gusta X», no hay ningún tipo de desacuerdo entre ambos. Las dos afirmaciones son probablemente verdaderas; ninguno de ellos miente sobre su agrado o desagrado. Ninguna de las afirmaciones es considerada por uno verdadera y por el otro falsa; situación que debe producirse, al menos, si el término «desacuerdo» posee un significado distintivo. De ser correcto el análisis hecho, la réplica adecuada a «X es bueno» sería «No, mientes, ¡en realidad no te agrada! ». Ésta sería indudablemente la réplica adecuada si uno estuviese poniendo en entredicho la afirmación autobiográfica del otro, pero no si pusiera en duda su juicio estético.

Tal vez la razón principal de que este análisis autobiográfico de «X es bueno» se acepte tan a menudo sin ulterior reflexión, sea el que la persona confunde el significado de una frase con sus condiciones de empleo. Una persona no diría generalmente (aunque, como hemos visto, podría decirlo alguna vez) que una obra de arte es buena si no le agradase también de algún modo, o si no pensara que podría agradarle si cambiasen algunas condiciones. Pero esto no implica que cuando dice que algo es bueno, sólo pretenda decir que le gusta. Lo que una persona quiere decir con una afirmación y las condiciones bajo las cuales la formula son dos cosas distintas.

Para superar algunas de estas dificultades, cabría adoptar la postura «sociológica» de que «X es (estéticamente) bueno» significa, no que a quien lo afirma le agrade estéticamente X, sino que agrada también a la mayoría de la gente. En torno a esto podría haber realmente desacuerdo, susceptible de resolverse llevando a cabo un sondeo para saber qué obras de arte prefiere la mayoría de la población. Dicho sondeo establecería un genuino desacuerdo; pero, desafortunadamente para la teoría, sería un desacuerdo sobre lo malo. Una cosa es discutir sobre lo que prefiere la mayoría de la gente y otra muy distinta hacerlo sobre si las obras de arte son buenas. Una persona que se pronuncia con entusiasmo en favor de cierta obra de arte, no sería disuadida de su entusiasmo por saber que la mayoría piensa lo contrario. El hecho de que la mayoría prefiera A a B, no nos dice nada sobre A o B, sólo nos dice que es más numerosa la gente que prefiere A que la que prefiere B. Pero ¿no puede equivocarse en esto la mayoría, como puede hacerlo en cualquier otra cosa?

Se podría intentar subsanar este defecto especificando que en el sondeo sólo se tienen en cuenta las respuestas de cierta clase de personas. Así, «X es bueno» significa que «A la mayoría de los mejores críticos les agrada». Pero ¿quiénes son los mejores críticos?

El problema podría orillarse eliminando la palabra «mejores», y especificando las calificaciones concretas de los críticos cuyo voto ha de tenerse en cuenta. Así, se podría decir que el crítico en cuestión debe poseer larga experiencia del medio artístico que va a juzgar; que ha de ser versado en historia del arte, pues de esto se trata; que ha de ser experto en el tratamiento del medio; que a la hora de juzgar no ha de ser molestado o distraído de cualquier forma que fuere, sino que ha de hallarse «en una actitud mental sosegada»; que debe (aparte de su experiencia en este campo) estar dotado de «sensibilidad estética», etc. Pero todas estas exigencias resultan difíciles de definir, y cada una de ellas es fácilmente cuestionable. Numerosos críticos han demostrado una excelente capacidad para apreciar el valor estético de una obra, sin ser historiadores expertos ni estar apenas familiarizados con problemas técnicos, como el de la química de la pintura o el del modelado del bronce. Por otra parte, el interés por los detalles técnicos y de elaboración deriva muy a menudo del placer sentido ante el objeto estético. Algunos se consideran más perceptivos en una actitud mental excitada en vez de tranquila; y no parece haber forma de determinar exactamente quién posee el raro don de la «sensibilidad estética».

Podría dar la impresión de que tales exigencias nos dicen más sobre el crítico de arte que sobre la obra artística. Si nosotros sabemos que la mayoría de los críticos, incluso los que superan ciertos tests (que, según acabamos de ver, resultarían muy difíciles de especificar) están a favor de cierta obra de arte, ¿se sigue necesariamente de esto que la obra de arte es buena?[118].

Cabría, naturalmente, llevar más lejos la clasificación diciendo que X es bueno si agrada a la mayoría de los críticos (que superen ciertos tests) de todas las épocas, o si les hubiese agradado analizarlo cuidadosamente después de cierto tiempo. Esto habría permitido puntualizar muchos juicios indebidamente precipitados o superficiales, y (superando circunstancias condicionantes) prestar atención a obras de arte de diferentes tiempos y lugares que algunos críticos nunca pudieron observar. Pero, aun en esta forma atenuada, es todavía la reacción del crítico lo que estamos describiendo, y no la misma obra de arte. Podría parecer que las dos afirmaciones «X es una buena obra de arte» y «A la mayoría de los críticos que superan las calificaciones A, B y C les agrada X», o «les habría agradado si hubiesen tenido la oportunidad de verla y examinarla cuidadosamente después de algún tiempo», son lógicamente distintas. Aun cuando, con respecto a una misma obra de arte, las dos afirmaciones fuesen siempre verdaderas a la vez o falsas a la vez, no se seguiría que signifiquen lo mismo; sería un caso de equivalencia lógica sin identidad de significado. Siempre parece haber una diferencia de significado entre una afirmación sobre el mérito de una obra de arte y otra afirmación sobre el veredicto de quienes la juzgan.


3.1.1 La subjetividad estética

Todas nuestras anteriores consideraciones se concentran en el intento de aclarar el principio antropomorfizador, incluso antro­pocéntrico, de toda posición estética. Al intentar ahora resumir y sistematizar las afirmaciones dispersas y en parte ocasionales que hemos ido haciendo, tropezamos en seguida con la contradicción entre los actos antropomorflzadores, tanto en la creación cuanto en la creación del arte, y su pretensión absoluta de validez objetiva. Esa contradictoriedad parece agudizarse aún porque no se trata simplemente de tendencias antropomorfizadoras, sino de que la fundamentación de lo estético en el sentido dicho pone siempre, en todas partes y necesariamente en el centro el momento subjetivo que alienta en él. De ello se desprende sin más la primera tarea: la aclaración de la esencia de la subjetividad estética. Hay que sentar ante todo una afirmación ya conocida por las anteriores considera­ciones: la subjetividad estética no es en absoluto simplemente idén­tica con la subjetividad de la vida cotidiana. Pero al mismo tiem­po hay que afirmar (y tampoco por vez primera): ese rebasamiento de la cotidianidad no supone en modo alguno la posición o el re­conocimiento de ninguna potencia o sustancia trascendente. Esta cismundanidad intrínseca del principio estético es tan intensa que, por ejemplo extremo, en el pensamiento de Kant no llega a presen­tarse, junto a la teorética «consciencia en general» y al práctico «homo nóumenon», ningún análogo sujeto trascendente en la esté­tica. La cuestión es ¿cómo, en respuesta a qué necesidades, dirigida por qué fuerzas se produce una tal intensificación de la subjetivi­dad que ésta puede valer ya como un cualitativo-ser-otro respecto de la subjetividad de la cotidianidad? Y ¿qué papel desempeña la esfera estética en ese desarrollo? Ese planteamiento contiene ya nuestra principal cuestión anterior, la de la génesis; pues el real contenido del tal planteamiento consiste en mostrar lo estético como un modo de posición o afirmación humano, producto de de­terminadas necesidades, en sí de crecimiento continuo desde su origen, y presentes siempre a partir de un determinado nivel evo­lutivo.

Nuestra reflexión se dirige ahora al núcleo de esas necesidades que es decisivo para la filosofía, o sea, al momento subjetivo de esa subjetividad, y no, por ahora, a la naturaleza de los objetos que ella se esfuerza por crear o recibir; así se pone temporalmente en últi­mo término la relación sujeto-objeto, decisiva para nosotros, con el fin de iluminar mejor la otra cara del problema; el hecho de ver en la mímesis el fenómeno estético fundamental bastará para no dejar dudas acerca de nuestra posición. La necesidad que subyace al arte ha sido expresada por Klopstock con gran aclaridad y ener­gía, precisamente desde el punto de vista que ahora nos interesa ante todo, el de la subjetividad. Es verdad que sus palabras se refieren directamente sólo a la poesía, pero su sentido muestra cla­ramente que el poeta las está pensando para todo el campo de lo estético: «La esencia de la poesía estriba en que, con la ayuda del lenguaje, muestra cierto número de objetos que ya conocemos, o cuya existencia sospechamos, pero por un lado que ocupa en tan alto grado las más altas energías del alma que la una obra sobre la otra y así pone en movimiento al alma entera». Luego explica Klopstock los diversos momentos de su descripción. Lo único que aún nos interesa de ese desarrollo es lo que dice sobre la palabra «Ocupar»: «Los más profundos misterios de la poesía yacen en la acción en que sume a nuestra alma. Siempre nos es la acción esen­cial al placer. Los poetas vulgares pretenden que vivamos con ellos una existencia de plantas»[119].
Desde el punto de vista de la comprensión de la necesidad que subyace al arte, lo decisivo en esas ideas de Klopstock es la alusión a una puesta en movimiento del alma entera del hombre. Cierto que en algún sentido el hombre entero está también en actividad en la vida cotidiana. Por mucho que el desarrollo de su actividad se especialice crecientemente, no puede hablarse tajantemente de una parcelación completa y consumada de sus capacidades, ni de una eliminación total de determinadas cualidades con utilización exclusiva de otras. Pero sí que puede decirse —y cada vez más a medida que se desarrolla la civilización— que su actividad desarrolla unilateralmente determinados aspectos de su personalidad total, ya en lo físico, ya en lo intelectual, mientras descuida tem­poralmente otras o hasta hace que se atrofien. La necesidad de equilibrio, de una orientación compensadora, a la armonía, a la proporcionalidad, se presenta masivamente llegados a determina­do nivel de bienestar material, de ocio, etc. (Las categorías aquí enumeradas son en sí las de la vida cotidiana según su existencia originaria, fáctica y de término medio, lo que quiere decir no estéticas.) Si situábamos en el centro, como general necesidad social, la nostalgia de totalidad e integridad del hombre, ahora tenemos que distanciarnos tajantemente —como otras veces— de la crítica romántico-anticapitalista de la división del trabajo. Esta crítica no ve en la división del trabajo más que lo negativo, la fragmentación y la amputación del hombre, sin tener en cuenta que se trata sólo de un escalón necesario de la evolución de la hu­manidad hacia más alto, ni que la división del trabajo misma —a pesar de sus modos de manifestación en el capitalismo, destructo­res y envilecedores del hombre— despierta al mismo tiempo inin­terrumpidamente cualidades, capacidades, etc., del hombre, y hasta consigue su despliegue, y la consiguiente ampliación y el consiguiente enriquecimiento del concepto de la totalidad huma­na. Por eso incluso la etapa del capitalismo más desfavorable al hombre entero no puede acarrear ninguna renuncia al hombre entero mismo. Al contrario: cuanto más intensamente se desplie­gan las tendencias fragmentadoras, tanto más intenso suele ser el movimiento de reacción a ellas.

Lo que dice Klopstock es pues una necesidad fundamental del hombre. Cierto que esa necesidad no se manifiesta sólo en la vida cotidiana misma, sino también en las objetivaciones que nacen de ella en las más diversas formas, como la religión, el mito, la poe­sía, la filosofía, la ética, etc. Pero esa necesidad no se convierte en conciencia del esfuerzo más que cuando el desarrollo de las fuerzas productivas y su imposición en las relaciones de produc­ción ofrecen a esa totalidad e integridad de la personalidad hu­mana posibilidades máximas y parecen al mismo tiempo amena­zarla subjetivamente del modo más manifiesto. Entonces surge—incluso conscientemente— la nostalgia de consumación por el arte, tal como la ha expresado Klopstock. Pero es obvio que la ne­cesidad existía desde mucho antes, aunque muchas veces sin la menor expresión objetivada, o bien, en la medida en que era cons­ciente, se orientaba hacia otros fines. Como hemos visto, esto tiene ante todo fundamentos sociales, precisamente las crecientes con­tradicciones de la división del trabajo, que acabamos de subrayar.

Pero en un análisis más cuidadoso tiene que mostrar que no se trata sólo de motivos limitados a una etapa histórica de la evo­lución, sino también de otros motivos más generales que, natural­mente, a pesar de su universalidad, a pesar de su fundamentación inmediata y aparentemente antropológica, no dejan por ello de ser de carácter social. Pero lo que pasa es que su base no es tal o cual formación social concreta —pues ésta determina sólo el modo y el grado de su aparición—, sino la esencia del hombre en socie­dad. Sería, sin duda, una rigidez metafísica el querer siempre su­poner la existencia de fronteras visibles con toda precisión entre lo antropológico y lo social; como en todo caso, aquí también las fronteras son a menudo desdibujadas, y hasta ocultas; pero exis­ten siempre. Sólo cuando la antropología —como ocurre, por ejem­plo, en el existencialismo— concibe al hombre como «ontológica­mente» solo, puesto exclusivamente sobre sí mismo, como un ser que sólo «luego», de un modo «ontológicamente» casual o necesa­rio, «entra» en relaciones sociales, sólo en ese caso puede presen­tarse una tal separación, metafísica, «pura», de lo antropológico y lo social. Hemos aludido repetidamente a la insostenibilidad fác­tica y filosófica de un tal dualismo. En nuestra opinión, el hombre, ya en su hacerse tal y aún más en su existencia como hombre, es un ser social. Pero mientras que con la consumación del proceso de su hominización su estructura antropológica se fija en lo prin­cipal, en sus principales determinaciones, y no queda ya sometida a ninguna alteración cualitativamente decisiva, la evolución social produce en principio e ininterrumpidamente novedad, y ello no sólo por lo que hace a las relaciones de los hombres entre ellos, con la naturaleza, etc., sino también en cuanto a la estructura in­terna del individuo humano. Esta última afirmación es de suma importancia para nuestras actuales consideraciones, pues sabemosque la relación sujeto-objeto, aunque sea en su forma más primi­tiva, no puede aparecer en la consciencia humana más que con el trabajo, y que la disolución del comunismo primitivo crea la base de la consciencia de la personalidad individual, aunque sea a un nivel muy primitivo, etc., etc. Así, pues, aunque determinadas ne­cesidades nacidas en ese proceso evolutivo, así como sus modos de satisfacción, sean desde su origen elementos de la conscien­cia de la humanidad, su génesis es en todo caso de carácter social, y no de naturaleza antropológica.

Detrás de la exigencia de Klopstock se encuentra originaria­mente la separación entre lo esencial y lo inesencial en el hombre mismo, en su subjetividad. El hombre tiene que practicar esa dis­tinción desde el primer momento respecto del mundo externo, porque en otro caso seria incapaz de dominarlo en interés de su propia existencia. El resultado de otros niveles evolutivos más elevados, y a los que ya hemos aludido, es que esa misma cues­tión puede y debe presentársele respecto de sí mismo, y que la cuestión es propiamente de naturaleza específica. Hemos visto que los intentos de dominar el mundo empiezan bajo el recubrimiento mágico, que contiene los gérmenes del reflejo científico de la rea­lidad igual que los primeros conatos del reflejo artístico. También en las reorientación hacia la interioridad humana desempeñan pa­peles importantes necesidades de varia naturaleza, y no sólo, como en el caso del dominio del mundo externo, como inicial mezcla mágico-caótica, sino permanentemente, para toda la evolución posterior. Aparte de que la subjetividad del hombre puede ser objeto de una consideración puramente científica y debe serlo —y en este campo, como es natural, el principio puramente científico del reflejo y la interpretación desantropomorfizadoras de la reali­dad se impone muy tardía y difícilmente—, surge, junto con la separación social relativa de la personalidad individual respecto de la comunidad, la necesidad de ética, derecho, religión, etc. Y aun­que incluso a este nivel lo estético se yergue hasta la sustantivi­dad de un modo paulatino y laborioso, la diferenciación que aquí empieza es ya en principio diversa de la originaria, la del período mágico. Es muy característico, por ejemplo, que en las culturas antiguas altamente desarrolladas, la historiografía, la retórica, et­cétera, aún seguían entendiéndose como actividades esencialmente estéticas cuando ya existía una estética en sentido teorético.

No es tarea de este lugar el esbozar siquiera las desviaciones de este camino. Lo único que nos interesa por ahora es dibujar filosóficamente los principios más generales de la separación. Por eso tiene tanta importancia en este contexto la exigencia klop­stockiana de totalidad. Pues mientras que las corrientes científicas, religiosas, éticas, etc., acarrean distinciones tajantes y hasta con­traposiciones en la cuestión, inicialmente aludida, de la relación entre la esencia y la apariencia en el hombre mismo, la peculiari­dad de la orientación estética, oculta en aquellas tendencias gene­rales y activa sin clara consciencia, es el deseo de buscar y encon­trar en la apariencia de lo presente la profunda interioridad de lo esencial. Basta esa situación para comprender que esas intencio­nes no pueden conseguir sino tardíamente una consciencia, una autonomía intelectual. Piénsese en la célebre inscripción del tem­plo de Apolo en Delfos —«Conécete a ti mismo»—, en su interpre­tación por Sócrates, en el ideal del sabio entre los estoicos y la escuela de Epicuro, en la rígida separación plotiniana entre el «Uno» y todo lo que recuerda la criatura, etc. Ya aquí es visible, sin duda, una línea ascendente en esa separación tajante de la esencia y la apariencia, producida por la aniquilación de la espon­tánea vida pública de la democracia de la polis. Pero lo único que es consecuencia de las trasformaciones del fundamento social es la radicalidad de la distinción. La tendencia no puede entenderse como totalmente determinada por la época. Es obvio que toda religión intenta imponer por necesidad una separación estricta entre la esencia y la apariencia. La misma distinción subyace a la metodología de la ciencia, de orientación totalmente contraria a la religiosa. Cierto que esa limpia separación no es más que un rodeo emprendido para captar adecuadamente el fenómeno en su en-sí, en sus relaciones y proporciones objetivas; pero eso no supri­me la distinción inmediata, sino que se limita a mostrar su lugar en el reflejo científico de la realidad. Por último, también toda ética tiene que empezar por una tal distinción. Y el que se quede en ella, como hace Kant, o aspire —con diversas influencias esté­ticas— a la reunificación de la personalidad entera, como es el caso de Goethe y Schiller en el período de Weimar, es cuestión que re-basa nuestro actual planteamiento. Lo importante es que la distin­ción es siempre cualitativamente más intensa que en el terreno estético. La unidad de la apariencia y la esencia es una vivencia elemental e insuprimible, cuyas raíces son aún más profundas que la llegada de la personalidad a conciencia. Cuando la magia lla­mada simpatética sienta como punto de partida el principio de que todo lo que ha estado alguna vez en contacto con un hombre —y, en la práctica mágica, sobre todo lo que pertenece a su per­sona física (cabellos, uñas, etc.)— se encuentra sin duda tras esa convicción el sentimiento de que el hombre está codeterminado —en algún sentido— de un modo esencial por todo lo que se en­cuentra en cualquier relación, por lejana o superficial que sea, con su existencia física. Esto se expresa también en las universales creencias mágicas sobre la relación del hombre con su nombre. « El indio contempla su nombre como... una precisa parte de su individualidad, como sus ojos o sus dientes. Cree que un uso per­verso de su nombre le hará sufrir tan indubitablemente como una herida inferida a alguna parte de su cuerpo»[120], escribe Lévy-Bruhl. Como en todas las cuestiones que se presentan bajo condiciona­miento mágico, también en ésta son aún muy difuminadas las fronteras entre la subjetividad y el mundo objetivo. Los sentimien­tos aquí descritos, cuya raíz es muy profunda, no cobran una fisio­nomía esencialmente más precisa hasta que, con la disolución del comunismo primitivo sobre el fundamento de la nueva base y de las nuevas formas de consciencia que le corresponden, la perso­nalidad individual se separa socialmente, aunque de un modo sin duda relativo, tanto objetiva cuanto subjetivamente. No sólo se disuelven entonces completamente muchas representaciones má­gicas (aunque algunas otras sigan vivas durante mucho tiempo en forma de superstición, pero perdiendo constantemente influencia en el planteamiento de las cuestiones de concepción del mundo), sino que, además y ante todo, las nuevas situaciones vitales y los nuevos modos de objetivación que nacen de ella obran intensa­mente sobre el contenido y la forma de la tradicional contempla­ción de la subjetividad por sí misma.

Pues se trata de la subjetividad. Las «causaciones mágicas» se refutan con relativa facilidad y se rebajan a la condición de su­perstición. Pero el hecho de que el hombre, con todas sus propie­dades —las centrales igual que las meramente superficiales—, cons­tituye un todo vivo, movido, que se mantiene en el movimiento, es herencia en la cual la unidad de la esencia y la apariencia se ex­presa de modos diversos. Sería falso pensar que esas nuevas cone­xiones han sido descubiertas por vez primera por el arte y por él llevadas a conciencia. La verdad es lo contrario. Si la vida y la práctica cotidianas, la costumbre y el derecho que nacen de ellas, la moralidad y la ética no hubieran elaborado y desarrollado la trasformación de esas vivencias en reflexión conceptual, difícil­mente habrían ocupado un lugar central en la vida intelectual y emocional de los hombres, y no habrían podido cobrar —como necesidades de la vida—, una intención orientada al arte. Pues el ciclo de cuestiones de si la personalidad humana constituye un todo, si esa totalidad se mantiene en el decurso del tiempo, qué es en ella esencial y qué mera apariencia, reaparece imperiosamen­te en todas las ocupaciones de los hombres. He aquí un corriente ejemplo: sería imposible hablar de responsabilidad del individuo sin plantear ese ciclo de cuestiones; como es sabido, la responsa­bilidad individual se ha desarrollado paulatinamente partiendo de responsabilidades colectivas, de las tribus, etc., pero luego se ha convertido en un fundamento del tráfico cotidiano de los hombres entre sí. Sin duda —y con esto volvemos a hechos ya examinados— en la responsabilidad se afirma la continuidad de la persona, su mantenerse a través del cambio de los tiempos. Si el hombre tiene que responder de un acto singular por él realizado, y a veces hasta de una determinada idea, es que sus semejantes y él mismo reco­nocen el hecho de que la totalidad de su personalidad se ha man­tenido en el curso del tiempo con cierta estable identidad. Análo­gos ejemplos podrían aún enumerarse en abundancia.

El implícito reconocimiento de la totalidad, de la continuidad de la individualidad del hombre, de la coordinación de la esencia y la apariencia en la individualidad, contiene por otra parte una contradicción que el sujeto tiene que resolver inapelablemente. Pues la afirmación, el reconocimiento, es al mismo tiempo una ne­gación. En cada caso hay un momento (una acción, un hecho, una idea, etc.) que se aísla del flujo continuo y de la estructura de la totalidad y se contrapone al individuo como algo que le representa fundamentalmente —para bien o para mal—, como algo que con­tiene la esencia del individuo. Y todo lo demás se deja de lado como mera apariencia, como cosa secundaria. Este comportamien­to es una obviedad para la moral y para la regulación del mundo de la práctica. Pero incluso cuando el hombre se esfuerza por sa­tisfacer teoréticamente el mandamiento de Apolo, el « conócete a ti mismo», tiene que apelarse a un análogo comportamiento descom­ponedor de la totalidad humana. Y sería una simplificación inadmisible el ver en esa negación una mera negación abstracta. Al contrario. Esa negación es esencialmente un aferrar, un acto de constitución propiamente dicha de la personalidad; cuando no se presenta, como en períodos en los cuales las fuerzas sociales des­truyen las normas éticas y se yergue frente al saber un escepticis­mo general, la personalidad se dispersa a su vez en una copresen­cia y sucesión de instantes irrelatos. Hofmannsthal ha descrito precisa y hermosamente ese estado del Yo:


Es algo que nadie puede pensar del todo, Y demasiado terrible para llorar por ello:
Que todo se deslice y se escabulla

Y que mi propio Yo, sin que le frene nada, Me resbale desde un niño pequeño
Como un perro, misterioso, en silencio y extraño.


Aunque ese tipo de negación, en el sentido de Spinoza, es al mis­mo tiempo una determinación, algo positivo, algo que alude a lo esencial, y aunque en la vida misma desempeña una función insus­tituible, sin embargo, no puede satisfacer todas las necesidades que suscita la vida al desarrollar con intensidad creciente la per­sonalidad. La religión cobra aquí un papel de importancia. En un sentido, porque muchas religiones prometen la conservación de la personalidad entera en el más allá, de tal modo que la fe en una tal perduración se presenta como la satisfacción más obvia y po­pular de aquella necesidad; y en otro sentido, porque tendencias como la ascética y el éxtasis de orientación mística —cada uno a su manera—, fingen conseguir una huida respecto de lo individual y su problemática, una autodisolución en lo trascendente o lo cós­mico. Sin duda ninguna la evolución del arte, tras el paso de la magia a la religión, se encuentra durante mucho tiempo enlazada del modo más íntimo con la primera de las dos citadas tendencias religiosas, y va desarrollándose escondida en las categorías de ésta como antes en las de la magia. Por lo que hace a las diversas espe­cies y subespecies de la segunda tendencia, hemos tropezado con ellas, con su orientación antiartística, hostil en última instancia al arte, ya al hablar del período mágico; no necesitamos considerar aquí el hecho de que puede haber y ha habido concretas situacio­nes históricas en las cuales —como ya ocurrió en la magia— se tenga una coexistencia y hasta cierta influencia recíproca de las dos tendencias; ese hecho no se encuentra en la línea evolutiva principal. La perduración de la personalidad en el más allá crea una larga superficie de contacto entre el arte y la religión, ya por el hecho de que ambos necesitan alguna especie de mimesis, la reproducción de la totalidad humana, para poder satisfacer esa necesidad de duración. (Conscientemente hemos aludido aquí a un aspecto sólo de la vida religiosa; se entiende sin más que la repre­sentación del mundo de los dioses está objetivamente enlazada del modo más íntimo con este complejo de cuestiones. Y es evidente que la valoración de ese mundo divino en la representación mimé­tica crea a su vez un terreno común entre la religión y el arte.)

Pero la religión promete una satisfacción real, y, precisamente, en un más allá en el cual la existencia se eleva a un nivel superior, se hace independiente de la constante auto-reproducción de la vida, del devenir y del perecer, y experimenta así una realización definitiva. Ya la filosofía presocrática se ha dado cuenta de que el medio expresivo de esa segunda realidad es una especie de mi­mesis de la terrena. Por eso le es tan fácil a la religión poner las ar­tes a su servicio: la mimesis de lo cismundano que crean las artes puede servir como una promesa, como una garantía, como una reproducción del más allá. Cierto que ya en esa utilizabilidad del arte por la religión, en esa versión meramente instrumental del arte, se encuentra contenido —en cierto sentido uno actu— el principio de la separación interna de los dos caminos. Pues muy a menudo, precisamente cuando parece que el arte se haya entre­gado sin resto a la expresión de contenidos religiosos, se hace visible en las formaciones objetivas del mismo su separación res­pecto de aquel contenido: la obra de arte llega a expresar tan total­mente el contenido religioso, que éste, llegado a esa perfección, se disuelve y se presenta ya como algo aéreo e inasible, y lo confor­mado, lo concebido como medio y mediación hacia lo ultramunda­no, cobra una cerrada cismundanidad y, hecho independiente de la ocasión que lo desencadenó, se yergue, perfecto en sí, excluyendo con su cerrazón formal toda ultramundalidad. Esta separación se ha producido del modo más puro en el arte griego clásico; pero toda evolución artística, incluso la oriental, conoce esas luchas, rara vez conscientes, así como las no menos raras consumaciones de la separación[121].’ Este desplazamiento sensible de lo religioso por la conformación artística que se había tomado como mero instru­mento no es un fenómeno casual. Precisamente porque la religión piensa en un dios realmente existente, en un hombre realmente salvado para la bienaventuranza eterna, tiene que faltar en la re­presentación puramente religiosa el equilibrio de esencia y apa­riencia que es característico de lo estético. Esa falta se debe sobre todo a que la representación religiosa trasmundanal del hombre —independientemente de que lo represente como dios, como héroe o como mortal expuesto a la salvación o la condenación eternas—, tiene que arrancar forzosamente al hombre de su entorno natu­ral, tiene que eliminar de su personalidad los reflejos anímicos enlazados con la interacción con el mundo. Si no lo hace, como ocurre en los grandes períodos artísticos de influencia religiosa, o sea, si la representación pone espontáneamente al hombre en un mundo circundante humano —por religiosamente idealizado que sea—, entonces es inevitable la descrita victoria de lo cismundana­mente humano sobre el más allá, como ha ocurrido evidentemente en la Antigüedad y —en lo esencial— también incluso en la Edad Media. Pero, por encima de eso —aunque sin perder íntima re­lación con ello— la conservación y preservación puramente reli­giosa de lo humano tendrá que atrofiar el lado fenoménico, la con­creción y la riqueza de la personalidad. Nunca entienden las representaciones religiosas que el hombre vaya a recibir en el más allá su inmortalidad tal como es en la tierra. La religión no prac­tica sólo una rigurosa selección entre sus cualidades personales, sino que convierte además al hombre en un solitario: cada cual se encuentra solo .ante su juez trascendente. Si son sus hechos, sus obras, las que cuentan, lo hacen rígidamente objetivadas, separa­das de su sujeto inmediato; y si —en otras religiones— cuenta sólo la intención, ésta cobra una figura propia separada del resto de la vida.

Parece pues como si la personalidad del hombre mantenida se­gún la fe religiosa, salvada en un eterno más allá, tuviera poco que ver con la de su corriente vida cotidiana. Pero considerado más de cerca, esa personalidad se altera precisamente en sus rasgos más esenciales. Lo que primero se desprende o elimina de ella es lo que el hombre ha hecho de sí mismo con sus propias fuerzas; su trasformación por el trabajo, la ciencia, el arte, la eticidad terrena y císmundana, aparece como producto de una recusable soberbia de criatura, en la medida en que se concibe por el hombre como obra propia, independiente de la ayuda del poder trascendente reconocido en cada caso. En el concepto de criatura todo eso se funde con la persona particular inmediatamente dada, salvo que las tendencias a la independencia lo hagan aparecer como aún más condenable que lo meramente particular. En cam­bio, esta particularidad aparece como el ser auténtico del hom­bre, creado por Dios, por el poder trascendente; el hombre no está acaso obligado a conservar ese ser particular sin alteración alguna —pues también ese ser es de mera criatura—, pero si a menos a desarrollarlo como lo que es, en humilde obediencia a los mandamientos trascendentes. Franz Baader ha escrito lo siguiente sobre esta cuestión, enlazando con antiguos místicos[122]: «Del mismo modo que la altanería y la vileza, aunque externamente vayan mu­chas veces juntas> no son verdadera e internamente compatibles ni pueden vivir más que en una especie de amancebamiento, en el cual la altanería es la caricatura de uno de los elementos del amor, la sublimidad, y la vileza la caricatura del otro, la humildad, así sólo la religión del amor consigue superar aquel amancebamiento y darle la consagración del sacramento, humillando la altanería y levantando la vileza». En el último capítulo hablaremos detallada­mente de esa orientación del comportamiento religioso. Aquí bas­tará con observar que la necesidad de autoconservación es, espe­cialmente en algunas épocas, tan intensa y, al mismo tiempo, tan indeterminada, que la cuestión del cómo se anula prácticamente ante ella. Lo único que nos importa en este punto es la simple comprobación de la convergencia y la divergencia de las tendencias básicas estéticas y religiosas: el abismo que se abre entre las respectivas formas de perduración de la totalidad del hombre.

El arte puesto al servicio de la religión tiene en gran medida la tarea de salvar ese abismo. Y muchas veces la cumple con gran entrega, capacidad de adaptación y habilidad; muchas veces in­cluso con la conciencia de no ser más que un siervo de la fe. En realidad —e independientemente de las ideas y los sentimientos personales de los varios artistas— se trata siempre para el arte de la fecunda, goethiana « determinación desde afuera» que ya cono­cemos. La religión, el sentimiento religioso, la necesidad religiosa, universal y socialmente viva, plantean al arte concretas tareas que él, sin embrago, no puede resolver más que a su modo, con lo cual —e independientemente de lo que piensen los artistas y su públi­co- consiguen objetivamente expresarse la separación principal, la contraposición de lo religioso y lo estético. Y esto se aplica no sólo a Giotto o Tiziano, sino también a Fra Angelico o a Grune­wald. La profunda desconfianza que enteras culturas religiosas y otras culturas oficiales sienten durante ciertos períodos respecto de la conformación artística arraigan en este fundamento. (Como es natural, juegan también su papel en esto los restos de represen­taciones mágicas que se aferran a las obras de arte, y la lucha religiosa contra esos residuos.) En el último capítulo, como ya hemos anunciado, nos ocuparemos detalladamente de este com­plejo de problemas; aquí tenemos que limitarnos a mostrar que esa contraposición descubre el fundamento de por qué la única satisfacción admisible de la necesidad indicada en la cita de Klopstock es lo estético, y, por otra parte, que la plena sustantivi­zación de lo estético no puede considerarse consumada por la sa­lida del período mágico. Bastan las anteriores observaciones para mostrar que ahora se plantean problemas de distinta naturaleza, de orden muy superior al de los suscitados por la génesis del arte en el seno de la magia.

Frente a la selección religiosa, siempre rigurosa, hemos aludido a una peculiaridad de lo estético, a saber, que lo estético se es­fuerza siempre por despertar una totalidad humana que incluye el mundo sensible apariencial, que, por tanto, lo estético se orien­ta en la mímesis a una amplia y ordenada riqueza de la realidad. También este aspecto de lo estético se ha reconocido y expresado muchas veces. Hemsterhuis es acaso de los que lo han hecho más resueltamente, hasta el punto de ver en esa riqueza el rasgo decisivo de lo estético: «El alma quiere por naturaleza apropiarse gran nú­mero de ideas en el menor tiempo posible». Ya esa afirmación subraya el momento intensidad; pues el gran número de ideas no es propiamente lo que se pone en el centro: se pone en el centro la concentración de las mismas, o sea, la intensidad de la vivencia, como característica de que el objeto miméticamente captado —y para Hemsterhuis es evidente que la tarea capital del arte es el reflejo de la realidad— irradia esa riqueza sobre el contemplador. Con eso no se enuncia, naturalmente, más que un criterio formal de la mímesis. Hemsterhuis subraya aún más enérgicamente ese carácter formal al analizar detalladamente la naturaleza de la ca­pacidad receptiva sensible del mundo y de su reproducción en la obra de arte, llegando a resultados que son claros precursores del conocimiento del hecho que hemos caracterizado como división del trabajo de los sentidos en la vida y como medio homogéneo, en lo estético, de las obras y los géneros artísticos; aún más deta­lladamente tendremos luego que analizar ese hecho. Dice Hem­sterhuis « que a través de una larga práctica y con la ayuda del uso simultáneo de todos los sentidos, hemos llegado a distinguir esen­cialmente los objetos apelando a uno solo de nuestros sentidos»[123].Como siempre que las cuestiones estéticas se plantean acertada­mente, el carácter formal es aquí sólo aparente. Pues es claro —sin ninguna duda lo piensa así Hemsterhuis— que no toda riqueza de idea, no toda intensidad o concentración puede provocar los efec­tos deseados. Ya una mirada a la vida basta para comprenderlo. Pues sin duda cada objeto de la realidad posee en sí aquella infi­nitud de propiedades y relaciones cuya reproducción mimética ha de producir el efecto pensado por Hemsterhuis, y hemos indicado ya que para él la primera finalidad era la reproducción de la posi­bilidad objetiva. Pero, como él mismo añade en seguida, «la segun­da es superar a la naturaleza, creando efectos que ésta no pueda producir fácilmente o en absoluto»[124]. Esta última consideración nos lleva —siguiendo a nuestro autor— al acontecimiento de lo bello. La tarea es pues, según Hemsterhuis, estudiar el cómo de aquella imitación, y luego determinar en qué consiste su superación. El del análisis es la concentración y la intensificación que hemos di­cho: el mayor número de ideas en el menor tiempo, cosa que de­termina para Hemsterhuis el concepto de lo bello.

Todo eso describe bastante bien el lado formal de la impresión estética (y, por tanto, de lo que la despierta, de la obra de arte), o, por mejor decir, un momento decisivamente importante de ese fac­tor formal. Lo que falta en Hemsterhuis es la jerarquía, el prin­cipio supraordenador de esa riqueza; la determinación de Hems­terhuis indica sólo la sucesión o la copreferencia de los elementos de aquella riqueza. Pero lo que le hace evitar una ulterior concre­ción en el marco de su discurso es precisamente su buen instinto metodológico; pues esa concreción tendría que consistir en una mutación de aquel concepto de intensidad y riqueza en un concep­to de contenido. Y esa mutación no puede proceder de modo es­pontáneo y directo a partir del lado formal; no representa —den­tro de una estructura puramente estética— la goethiana «determinación desde afuera» como un momento de los contenidos socialmente condicionados, dimanantes de la vida cotidiana, que se enfrentan en cada caso al arte como necesidades, como exigencias puestas por el pueblo y a las cuales tiene que dar la respuesta adecuada, definitiva, facilitadora de duración, precisamente la for­ma concreta. Hemos aludido ya antes a la especial naturaleza de las necesidades en cuestión. Añadamos ahora meramente que la universalidad, de que hablamos, de esas necesidades se presenta siempre en una forma concreta, determinada histórico socialmen­te, y de tal modo que suscita una unidad inmediata e indisoluble para el artista y el público, en la cual —de modo también inmedia­to- la universalidad parece disolverse del todo en la concreta determinación de época, y hasta desaparecer. Pero esto ocurre de tal modo que el criterio en última instancia decisivo del éxito sigue consistiendo a pesar de todo y precisamente en la respuesta dada a las cuestiones puestas al artista, bajo la capa de la concreción, por aquella universalidad. (Hemos contemplado aquí el caso típi­co, normal, desde el punto de vista de las categorías eficaces. Como es natural, hay también constelaciones históricas y sociales en las cuales la universalidad parece eclipsar lo concreto. La problemá­tica resultante pertenece a la parte histórico-materialista de la estética.) Esta universalidad, por lo demás, no es universal más que comparada con la concreción histórico-social que le corres­ponde, en relación con ella. Considerada en sí misma es de suma concreción: contiene las determinaciones básicas de la relación entre hombre y mundo, entre el sujeto humano y las fuerzas que deciden según leyes su destino, su bien y su dolor.

También esta determinante de las necesidades estéticas sub­jetivas se conoce desde antiguo y se ha expresado ya con toda claridad. Bacon, uno de los primeros en exponer claramente la esencia desantropomorfizadora del reflejo científico de la realidad, ha descrito también correctamente y reconocido en su justifica­ción el contenido decisivo de las necesidades descritas. Bacon ha escrito también de poesía, como era corriente en la época; pero lo esencial de su exposición vale para lo estético en general. Ba­con llama a la poesía «historiografía fingida». Ésta facilita «al espí­ritu humano una sombra de satisfacción en los puntos en los cuales se la ha negado la naturaleza de las cosas; como el mundo está relativamente más bajo que el alma, es agradable al espíritu hu­mano una grandeza más ilimitada, un bondad más plena, una va­riabilidad más absoluta que las que se encuentran en la natura­leza de las cosas». Bacon enumera los rasgos de un tal modo de conformar que supere la realidad objetiva normal —de acuerdo con las diversas necesidades— en cuanto a magnitud, justicia, va­riación, etc. «Por eso se ha creído siempre», dice en conclusión, «que la poesía está al servicio de la grandeza de corazón, de la moralidad y de la delectación, y que las promueve. Por eso se ha creído siempre que participa de lo divino, pues levanta y ensan­cha el espíritu, subordina la aparición de las cosas a los deseos del espíritu, mientras que el entendimiento somete el espíritu a la naturaleza de las cosas»[125]. Muy análogamente han deducido ya antes que él Sir Philipp Sidney y otros la justificación de la li­teratura (del arte) partiendo de su mímesis, que rebasa a la na­turaleza, y han defendido su justificación frente a las ciencias. Todas estas ideas, muy diversas entre sí, pueden resumirse bre­vemente en la tesis de que el arte está llamado a crear un mundo adecuado al hombre y a la humanidad.

Es muy importante el hecho de que ese planteamiento se pre­senta en sus representantes más consecuentes en indisoluble unión con la idea de la mímesis. Pues cuando la doctrina del reflejo se presenta de una forma mecanicista-materialista, se desdibujan los límites entre la ciencia desantropomorfizadora y el arte, y la pecu­liaridad de lo estético desaparece o se desdibuja al menos tam­bién inevitablemente. Y cuando —de un modo frecuentemente jus­tificado desde el punto de vista crítico- la oposición idealista a esas «teorías consecuentes de la imitación» arroja por la borda el reflejo de la realidad objetiva, la esencia del arte se deforma en el idealismo subjetivista hasta dar una subjetividad vacía, o bien se falsea en el idealismo objetivo para cristalizar en una mística uni­dad del sujeto y el objeto. (Pronto hablaremos de esas dos des­figuraciones de lo estético.)

En la última etapa evolutiva del materialismo predialéctico, entre los demócratas revolucionarios rusos, empieza la elabora­ción consciente de la conexión indisoluble entre el reflejo esté­tico de la realidad objetiva y la esencia antropocéntrica del arte. Chernichevski, el más enérgico en defender la doctrina del refle­jo contra Hegel mismo y, ante todo, contra el hegeliano Vischer, escribe sobre el reflejo artístico de la realidad: «Hay que añadir que el hombre contempla en general la naturaleza con los ojos del poseedor, y que lo que le parece hermoso en la tierra es tam­bién lo relacionado con la felicidad y el bienestar de los hombres». Chernichevski insiste en que también según Hegel «lo bello na­tural no tiene la significación de bello más que en alusión al hombre ¡grande y profundo pensamiento! ¡Qué hermosa sería la estética de Hegel si el filósofo hubiera tomado como idea básica de la misma estos pensamientos que tan magníficamente desarrolla, en vez de lanzarse a la quimérica búsqueda de la Idea en manifestación perfecta!»[126]. En un capítulo especial ha­blaremos del problema de la belleza natural, y allí tendremos ocasión de ocuparnos de las ideas de Hegel y Chernichevski al respecto. Aquí nos limitaremos a indicar que Chernichevski no considera la vinculación de la mímesis —él usa en vez del término «imitación», cuya problemática ve claramente, la expresión «re­producción de la realidad»— con la esencia antropocéntrica de lo estético como una novedad que él debiera introducir en estética, sino como una idea arcaica, punto de vista natural de la conside­ración de lo estético. Por eso, además de indicar, como hemos visto, los inconsecuentes conatos de Hegel en ese sentido, afirma con razón que la estética antigua, ante todo las de Platón y Aris­tóteles, se ha levantado ya sobre ese fundamento. En su estudio sobre la Poética de Aristóteles destaca que en éste como en Platón no aparece nunca la expresión « imitación de la naturaleza»: « Efec­tivamente, tanto para Platón cuanto para Aristóteles, el verdadero contenido del arte, y especialmente de la poesía, no es la naturaleza, sino la vida del hombre. A ellos compete el alto honor de ha­ber pensado sobre el contenido del arte exactamente lo mismo que más tarde ha dicho Lessing y no ha podido entender ninguno de sus continuadores. En la Poética de Aristóteles no se dice una sola palabra sobre la naturaleza: como objetos imitados por el arte Aristóteles cuenta los hombres, sus acciones, y hechos ocurridos entre hombres»[127]. Chernichevski da una gran importancia al hecho de que cuando artistas plásticos de la Antigüedad, como Lisipo según la narración de Plinio, hablan de imitación de la naturale­za, no lo hacen en el mismo sentido que los modernos pseudoclá­sicos, de tal modo que la justificada polémica contra la llamada teoría de la imitación no afecta más que a esa deformación, no a la doctrina del reflejo. Pero, por otra parte, Chernichevski rebasa considerablemente a sus predecesores porque, en las frases antes citadas, no se limita a destacar el lugar subjetiva y objetivamente central del hombre en el reflejo estético de la realidad, sino que dice que «el hombre contempla en general la naturaleza con los ojos del poseedor», con lo cual -elaborando y concretando cier­tos barruntos hegelianos— Chernichevski emprende el camino que lleva al materialismo dialéctico, pues éste, como hemos indicado varias veces, ve en el metabolismo de la sociedad con la naturale­za el objeto de lo estético y, al mismo tiempo, el fundamento del que nacen las necesidades subjetivas de arte y los modos de su satisfacción.

Este importante paso adelante lleva empero sólo hasta el um­bral de la solución, y no a la solución misma, porque Chernichevs­ki, aunque con más claridad que Hegel en ciertos aspectos, se li­mita a adivinar, sin reconocer ni conocer claramente, la vincula­ción económica de la humanidad con la naturaleza. Y como no ve con claridad la dialéctica objetiva de la evolución humana, que nace del desarrollo de las fuerzas productivas, la relación estética del hombre con la naturaleza se le hace también utópico-aproble­mática, adialéctica. Sus consideraciones de detalle y sus ejemplos muestran que Chernichevski no ve en general una relación esté­tica ni la reconoce más que cuando el hombre, como dominador de la naturaleza, puede realmente asumir una actitud aproble­mática y positiva respecto de la realidad. Y cuando Chernichevski se ve obligado, como ocurre a propósito de lo trágico, a reconocer y tratar hechos dialécticos, comete simplificaciones inadmisibles»[128]. Hemos mostrado repetidamente que todos los criterios y todas las determinaciones cuyo punto de partida es una subjetividad lo más pura posible (una subjetividad que prescinde metodológica­mente del mundo de los objetos), tienen que desembocar en un formalismo. Si a pesar de eso hemos analizado concepciones que parecen de esa clase (las de Klopstock, Hemsterhuis, etc.) con cuidadoso detalle, es que ello era necesario porque en ese análisis, a pesar del aparente formalismo, se manifestaban algunas de las principales determinaciones de lo estético. Éstas son importantes precisamente desde el punto de vista de aquellas necesidades que obran en la vida cotidiana de los hombres y dan lugar al naci­miento de lo estético. Por eso está justificado estudiar su natura­leza, con objeto de captar concretamente la adecuada objetividad del arte, para separarla claramente de una imaginaria subjetividad «pura», imaginaria y abstracta, y, al mismo tiempo, para reconocer, a diferencia del reflejo científico de la realidad, la insuperabilidad del momento subjetivo, referido a valores, creador de mundo, en el seno de esa objetividad. Cuando hablamos de un formalismo en el principio de la subjetividad «pura», el núcleo del problema consiste en que la subjetividad, al aislarla, es algo abstracto, una abstracción respecto del mundo objetivo que la determina, que le ha dado su riqueza, su profundidad, etc., y que tiene que mante­nerse ínseparado precisamente de la cualidad decisiva de la sub­jetividad, de su específico y más individual ser-así. No hay camino directo que lleve a la concreción partiendo de esa abstracción, porque su origen está en las impresiones del mundo objetivo, por­que la abstracción en cuestión reduce a momentos subjetivo-for­males un material tomado del mundo objetivo, y objetivamente ela­borado; ese formalismo no puede retransformarse directamente en contenido. Más bien hay que superar la abstracción, hacer que se difunda de nuevo en una concreta relación sujeto-objeto, de tal modo que la relación originaria y espontánea se convierta en cons­ciente. Sólo entonces lo realmente esencial de las determinaciones de la subjetividad aparece como lo que es en sí: como momento de­cisivo e ineliminable de la posición estética.


3.2 TEORÍAS OBJETIVISTAS

A diferencia de las teorías subjetivistas, las teorías objetivistas postulan, como todos tendemos a admitir en definitiva, que cuando atribuimos valor estético a una obra de arte estamos atribuyendo valor a la obra misma. Estamos diciendo que tiene «valor estético», y que este valor se basa en la misma naturaleza del objeto, no en el hecho de que a la mayoría de los observadores (o a los observadores de cierta clase) les guste o les agrade.

El que les agrade sería consecuencia del hecho de poseer valor estético; pero la atribución de valor no consiste en el hecho de que la obra agrade a cualquier crítico u observador. Lo que una obra de arte exige del observador, es un juicio ponderado de su mérito; y este juicio se basa únicamente en las propiedades de la obra, no en las cualidades del observador o en su relación a ella.

¿Hay alguna propiedad o serie de propiedades que constituya valor estético? ¿Hay alguna serie finita de propiedades A, B, C... y que, si están presentes, garantizan que el objeto estético es bueno, y si no lo están garantizan que no lo es?

Una postura en torno a esto asegura que existe una propiedad común a todos los objetos estéticos que puede hallarse presente en diversos grados (por ejemplo, la claridad o intensidad); pero de forma que su grado de presencia confiere a la obra el valor estético que posee. Esta propiedad se denomina generalmente «belleza».

Cabe, no obstante, preguntar: ¿Qué es lo que constituye la belleza y cómo reconocer su presencia? A esto se responde a menudo que la belleza es una propiedad simple, inanalizable, cuya presencia sólo puede ser intuida, pero no determinada a través de tests empíricos: «La belleza es directamente aprehendida por la mente, de igual modo que es aprehendida la figura»[129]. Lo cual no hace sino suscitar nuevas cuestiones. Generalmente estamos de acuerdo en cuanto a la figura de un objeto, y si no lo estamos, podemos someter nuestras concepciones a pruebas empíricas; sin embargo, no nos ponemos tan fácilmente de acuerdo sobre si un objeto es bello, y, si no lo conseguimos, ¿cuál será el paso siguiente? Podemos decir, naturalmente, que una de las partes en litigio está equivocada, pero no hay modo alguno de determinar quién está en el error, puesto que la propiedad en cuestión no es empíricamente verificable, sino que sólo puede ser intuida: y es un hecho notorio que las personas tienen intuiciones conflictivas. En cuanto a esto, todo lo más que parecemos capaces de decir es: «Ahora acaba la argumentación y empieza la lucha.»

A menos que tengamos alguna clave sobre cómo resolver las controversias en torno al valor estético, este concepto resulta inútil. Pero es realmente difícil llegar a un criterio válido y verdadero, porque las propiedades de los objetos estéticos que los críticos citan son muy variadas y difieren considerablemente de un medio artístico a otro. El empleo de colores que motiva el elogio tributado por un crítico a una obra pictórica y el empleo de ciertos tipos de orquestación y colorido total en una obra de música, deben limitarse a esos medios artísticos, y no pueden servir de criterios generales para valorar cualquier obra de arte, y mucho menos todos los objetos artísticos. Incluso la utilización de una imaginería rica que se considera suficiente para elogiar un poema no se considera así con respecto a otro poema; el hecho de que la imaginería sea digna de elogio depende del tipo de poema y del contexto total del pasaje. Por lo que se refiere al juicio estético, hasta tal punto depende del contexto, que resulta difícil, si no imposible, aislar cualquier característica de una obra de arte y decir que, cuando se halla presente, la obra es buena, o incluso, que es mejor de lo que hubiera sido sin ella.
Sin embargo, ha habido algunos intentos de señalar ciertos criterios que permitan emitir juicios sobre el valor estético; el más importante y defendible quizá haya sido el realizado por Monroe Beardsley. Según él, existen «cánones específicos» de crítica estética, y también «cánones generales»:

a) Los cánones específicos son aplicables a ciertos medíos artísticos, o incluso a ciertas clases de obras[130] dentro de determinado medio artístico. Esos cánones difieren de un medio a otro, y también de un género a otro dentro del mismo medio; pero no entra en detalles sobre cuáles son esos cánones.

b) Los cánones generales, sin embargo, son aplicables a todos los objetos estéticos, de cualquier tipo que sean.

Hay tres cánones generales:
1) unidad,
2) complejidad,
3) intensidad.

La unidad y la complejidad ya las hemos tratado en nuestra primera sección sobre la forma (el criterio de la «unidad en la variedad» o «la variedad en la unidad»); ahora añadiremos unas palabras sobre la intensidad. Es una exigencia el que la obra de arte tenga algunas cualidades generales (i.e., regionales). «Un buen objeto estético debe proveer alguna cualidad señalada, y no ser una mera no-entidad o nada. La cualidad no importa mucho: el objeto puede ser triste o alegre, elegante o tosco, blando o duro, con tal de que sea algo»[131]. Así, elogiar una obra pictórica porque «se halla envuelta en cierta sensación de calma y quietud eternas» es elogiarla por la intensidad de cierta cualidad global (regional); elogiarla por estar realizada a gran escala o por ser útil y rica en contrastes, es elogiarla por su complejidad; y elogiarla por estar bien organizada o por ser formalmente perfecta, es elogiarla por su unidad. Estos tres atributos juntos constituyen las propiedades «fautoras de bondad» de los objetos estéticos. Una obra de arte puede ser mejor que otra, y al mismo tiempo poseer menos de una de esas propiedades, con tal de tener más de las otras. La valoración de una obra de arte, por lo que atañe a los cánones generales de la estética, está en función de esas tres propiedades juntas; y cualquier base de tipo general para el elogio (es decir, aplicable a todos los objetos estéticos) cae bajo uno u otro de los tres criterios mencionados[132].

Ahora bien, dentro de una perspectiva objetivista hay todavía otra forma de analizar el concepto de valor estético. No se necesita mencionar ninguna propiedad específica de un objeto estético, sino sólo su capacidad para producir una respuesta estética[133]. El arte es a la vez la expresión de un valor en un ambiente particular y la expresión del sentimiento del artista; lo que el artista siente únicamente puede ser revelado por un objeto creado. El arte es inspirador, ya que une lo posible con lo real y ofrece, en forma concreta, una breve visión de la fusión ideal entre los medios y el fin, lo útil y lo bello; debe conservar un carácter de universalidad: “El sentimiento en una obra de arte no es una experiencia personal, sino que debe tener carácter universal”[134].

Según esta concepción, los objetos hechos por el hombre, y también algunos objetos naturales, entran en lo que se denomina «function-classes», dependientes de la función que mejor cumplen tales objetos. Una silla es primariamente para sentarse en ella, una llave inglesa es primariamente para apretar tuercas, etc. No porque los fabricantes de esos objetos los hicieran con tal fin, ya que sus propósitos pueden haber fallado, sino porque realmente es la función que mejor desempeñan. Las obras pictóricas, los poemas y las sinfonías desempeñan primariamente la función de recompensar la atención estética de quien los contempla, lee o escucha. Decir «Esto es un buen X», equivale a decir «Esto es un X, y hay una función que X desempeña perfectamente». Una buena obra de arte es la que evoca una experiencia estética en sus admiradores, y, en consecuencia, es un buen instrumento para el logro de la experiencia estética como fin en sí misma. Cabría advertir, sin embargo, que la misma obra de arte posee valor instrumental, porque ella y otros miembros de su clase funcional logran evocar una experiencia estética; pero la experiencia de las obras de arte es un valor intrínseco, digno de lograrse por sí mismo, y no como medio para otro fin. Decir que un objeto X tiene valor estético, equivale a decir, más o menos, que «X tiene la capacidad de producir una experiencia estética de notable magnitud (como una experiencia dotada de valor)»; y decir que «X tiene mayor valor estético que Y», significa que «X tiene la capacidad de producir una experiencia estética de mayor magnitud (como una experiencia dotada de más valor) que la producida por Y».

«Capacidad» es, naturalmente, un término que indica disposición o aptitud, como el término «nutritivo». Una afirmación de capacidad puede ser verdadera (pero no verificada) aunque nunca se actualice. La capacidad de un objeto para producir una respuesta estética, y en consecuencia su valor estético mismo, no viene determinada por el número de personas a las que ha impresionado estéticamente. Para la apreciación de ciertas obras de arte se requiere mayor concentración y familiaridad que para otras. Todo lo que la fórmula nos dice es que, si el consumidor de la obra de arte está en condiciones de verificar la capacidad de la obra, entonces, si X es mejor que Y, responderá más a X que a Y. «El objeto dotado de mayor capacidad puede no haberla actualizado tan a menudo como otro objeto que posee menos: cuanto más pesado es un trineo, mayor es su fuerza, pero son menos los que pueden utilizarla bien. En consecuencia, si el valor estético de Tschaikovsky es disfrutado más a menudo que el de Bach, puede muy bien ocurrir que el valor de este último sea mayor»[135].

Resulta discutible si esta concepción puede ser denominada objetivista en el mismo sentido que las anteriores. No se menciona ninguna propiedad de la obra de arte, como la unidad, etc. En cuanto a esto, la teoría instrumentalista es incomprometida, y deja abierta la posibilidad de que puedan señalarse una serie de criterios distintos de la unidad, la intensidad y la complejidad, susceptibles de ser más satisfactorios. Sin embargo, en un sentido amplio, cabe llamar objetivista a esa teoría, porque la capacidad de un objeto para producir determinado tipo de respuestas es, de hecho, una propiedad del objeto; una propiedad de tipo distinto acaso, pero propiedad no obstante. La rojez es una propiedad de ciertos objetos, aunque, en opinión de muchos filósofos, consiste en la capacidad del objeto llamado rojo para producir en los observadores cierto tipo de experiencia visual. De igual modo, el valor estético de un objeto, sea natural o artístico, es también una propiedad, aunque la propiedad se describa sólo en términos de capacidad: es decir, la capacidad del objeto, bajo condiciones adecuadas, para producir en los observadores cierto tipo de respuesta, a saber, la respuesta estética.


3.2.1 La objetividad indeterminada

El contenido, mucho más determinado, de la literatura hace que el modo de aparición concreto del cuasiespacio en ella sea mucho más complicado. Pero como, desde el punto de vista filo­sófico, eso no produce ninguna cuestión en principio nueva, renun­ciamos a su análisis y nos dedicamos ahora al problema que indi­camos ya al formular esa diferencia, a saber, al problema de la determinación o indeterminación de la objetividad en la esfera estética. El problema mismo, en su formulación más general, no es tampoco aquí específicamente estético, como no lo es en ningún caso protagonizado por el contenido. Para el pensamiento cotidia­no, y hasta para el científico, toda determinación tiene un carácter doble: por una parte, tiene que reflejar de un modo aproximada­mente correcto los momentos esenciales del objeto de que se trate, y llevarlos a concepto del modo más inequívoco posible; por otra parte, se practica entre el número infinito de las propiedades, et­cétera, de los objetos una elección no guiada sólo por el peso temático-objetivo de cada elemento. El tipo de la elección se de­termina también por la finalidad práctica o gnoseológica a cuyo servicio esté la determinación correspondiente. Como es natural, la corrección de la determinación depende ante todo del cumpli­miento de la primera condición; pero la práctica de la ciencia ha mostrado repetidamente que las ciencias pueden verse obligadas a reelaborar incluso determinaciones objetivamente correctas por contener éstas rasgos, notas, etc., superfluos o por acotar insufi­cientemente los que son decisivos para el complejo problemático en estudio. En el pensamiento cotidiano, que con tanta frecuencia se ve obligado a trabajar con meras determinaciones ad hoc, la componente de que hablamos se presenta, como es natural, aún con mayor intensidad.

Todo esto significa en resumen que toda determinación, sin perder su precisión y univocidad, y hasta como protección de ésta, tiene que contener también elementos de indeterminación. La hi­perdeterminación puede convertirse fácilmente en obstáculo de la teoría y de la práctica, mientras que una adecuada indetermina­ción, aunque no elimina las posibilidades de error, pone con el mismo acto un ámbito de juego para futuros desarrollos que difícilmente sería alcanzable de otro modo, e impide la cristali­zación en dogma y prejuicio. Lenin ha hablado muy claramente de esta clase de determinación en Materialismo y Empiriocriti­cismo. Resume sus consideraciones acerca de la verdad absoluta y la verdad relativa y obtiene de ellas las siguientes consecuencias metodológicas, que son en este punto relevantes para nosotros:

«Dicho brevemente: toda ideología está condicionada histórica­mente; pero vale de modo absoluto que a toda ideología científica (a diferencia de lo que ocurre con la ideología religiosa) corres­ponde una verdad objetiva, una naturaleza absoluta. Diréis: esa diferenciación entre verdad relativa y verdad absoluta queda inde­terminada. Contesto: la diferenciación es precisamente lo suficien­temente “indeterminada” para evitar la trasformación de la cien­cia en un dogma en el mal sentido de la palabra, o sea, en algo muerto, rígido, fosilizado; pero es al mismo tiempo lo suficiente­mente “determinada” para apartarse del modo más resuelto e inapelable del fideísmo y el agnosticismo, del idealismo filosófico y de la sofística de los herederos de Kant y de Hume»[136].

Como se ve, se trata de un hecho básico del reflejo de la rea­lidad, que resulta de la contradictoriedad entre el número infinito de las determinaciones de los objetos reales y las conexiones rea­les y su relación con las limitaciones dictadas al hombre por los límites de su propia naturaleza así como por sus finalidades prác­ticas. Es obvio también que una constelación tan fundamental tie­ne que desempeñar un papel correspondiente en el reflejo estético. En este campo tiene incluso que ser aún más relevante, porque el arte tiene en principio cerrado el rebasamiento relativo de los condicionamientos antropológicos del reflejo humano de la reali­dad por el método desantropomorfizador de las ciencias. Y ello no sólo a título de debilidad fáctica, como suele ocurrir en la vida cotidiana, sino precisamente como fuente de su específica capacidad de rendimiento. Los límites antropológicos del hombre tienen que convertirse en el arte en fuerzas fructíferas positivas; la evolución que sin duda ha tenido lugar en nuestra sensibilidad estéticamente trasformada representa siempre una intensificación, etcétera, dentro de su ámbito. Hay que aludir además, como a diferencia importante respecto de la ciencia y la cotidianidad, al carácter en principio definitivo de toda obra de arte. Las deter­minaciones de la ciencia y de la vida cotidiana se controlan y corrigen constantemente por la práctica, por lo que sus fijaciones tienen siempre —también en principio- un carácter provisional, que prevé trasformaciones revolucionarias o parciales. Desde luego que el nacimiento de las obras de arte está también sometido a un tal proceso, pero ésta es una cuestión especial del comportamiento estético creador que estudiaremos en la segunda parte de esta obra. Mas una vez nacida la obra de arte, es por su esencia algo definitivo, o bien ni siquiera existe como obra de arte. Esto sig­nifica que las exigencias puestas al preciso funcionamiento de las determinaciones son aún más estrictas que en otros ámbitos. Por último, tenemos que contemplar todo el problema también desde el punto de vista del pluralismo de las artes y de las obras de arte. La diversidad cualitativa de los medios homogéneos en las artes, hasta llegar a su estructura individual en cada obra, produce aquí diferencias específicas. Resumamos brevemente en este nuevo contexto algo ya varias veces dicho: la clase de las determinaciones de la esfera estética muestra sin duda principios formulables con precisión, pero no conoce ninguna regla general universalmente aplicable.

Schiller ha planteado muy claramente esta cuestión —respecto de la literatura— en una carta a Goethe: «Me parece por de pron­to que se podría partir con mucha ventaja del concepto de la determinación absoluta del objeto. Se vería, en efecto, que todas las obras de arte fracasadas por una elección inhábil del objeto padecen una tal indeterminación y la resultante arbitrariedad... Si se enlaza esta proposición con la otra que dice que la deter­minación del objeto tiene que ocurrir siempre por los medios propios de un género artístico, que tiene que cumplirse dentro de los límites particulares de cada especie artística, se tiene, me pa­rece, un criterio suficiente para no errar en la elección de los ob­jetos»[137]. El que Schiller hable aquí de la elección del objeto, la cual precede no sólo a la obra terminada, sino incluso al proceso de creación, no disminuye el mérito de su argumentación, sino que incluso lo aumenta. Pues con ella alude Schiller a una verdad, a saber, que el recto reflejo estético de la realidad tiene que empe­zar ya antes que el trabajo artístico propiamente dicho, que tiene que desempeñar ya un activo papel en la elección de la materia, incluso en la vivencia «pre-artística» de la realidad para que el proceso de dación de forma se encuentre ya con semifabricados utilizables. El elemento importante e innovador de estas observa­ciones de Schiller consiste ante todo en que vincula la « determina­ción absoluta del objeto» a las condiciones específicas de las diver­sas artes, o sea, en que según su concepción la « determ,naciOn absoluta del objeto en la dramática es algo cualitativamente dis­tinto que en la épica, en la novela que en la narración corta o el cuento, etc. Es fácil reconocer que encontramos en esto la misma estructura de las determinaciones que acabamos de registrar de un modo general para todo reflejo y toda práctica basada en él. Al poner Schiller las posibilidades y las exigencias de las diversas artes en el lugar que en la cotidianidad suele ocupar el momento teológico de la acción, esboza con precisión la metódica específica de las determinaciones en la esfera estética.

Cierto que en este punto se le ha anticipado Lessing. Pues un contenido esencial del Laocoonte es precisamente el trazado de lí­mites entre la literatura y las artes figurativas desde este punto de vista. No es difícil reconocer en su problema de la descripción, en la crítica de ésta como medio expresivo de la literatura, y en la situación de primer término que ocupa este problema, la refe­rencialidad a lo que ahora nos interesa. Si se toman los más céle­bres ejemplos de su argumentación —el cetro de Agamenón, el escudo de Aquiles, Helena y los ancianos de Troya—, queda perfec­tamente clara su principal intención: un objeto de la literatura que en la pintura tendría que aparecer con todas las peculiarida­des de su existencia inmediata, cósica, sensible, se convierte lite­rariamente en mero elemento de una acción determinada. Esto significa ante todo que los objetos no pueden presentarse en la lite­ratura en su simple En-sí, sino más bien como mediaciones obje­tivas de las relaciones humanas, de las acciones que las realizan; esto es especialmente claro en el análisis del cetro de Agamenón. Ya aquí queda claro que Lessing. sin conocer un concepto como el de fetichización que estamos usando, lucha realmente contra la fetichización de la realidad literariamente reflejada. Pues el hom­bre y las relaciones humanas se encuentran en el centro del mundo creado por la literatura. Lo esencial de la existencia y del destino humanos desaparece en la mala hierba de los fetichizados obje­tos de su hacer, de los hechos de su vida, no sólo en aquella anti­cuada y ya olvidada literatura descriptiva contra la cual dirigía Lessing sus ataques directos, sino también en el moderno natura­lismo de la escuela de Zola, en Adalbert Stifter, basta en los aban­derados vanguardistas de la montagne de un mundo cosificado, como Dos Passos, y hasta la novísima «novela cósica» del tipo de la de Alain Robbe-Grillet. Esta polémica apunta pues a un centro artístico de la misión desfetíchizadora de la literatura. Pero esta función depende al mismo tiempo de modo inmediato de nuestro problema de la determinación o indeterminación de la objetividad conformada, el cual, a su vez, depende de aquélla. El cetro de Agamenón queda, por lo que hace a su inmediata objetividad sen­sible, muy indeterminado; en cambio, gracias a la historia de su origen, a su papel en la vida de la sociedad, etc., y a unos pocos rayos de luz que aluden a su ser sensible, tenemos una imagen de su estructura objetiva suficiente para la reproducción evocadora de la situación global.

La dialéctica de la determinación y la indeterminación aparece acaso aún más claramente en la escena de Helena analizada tam­bién por Lessing. Lessing subraya especialmente en este caso que en Homero no se encuentra absolutamente nada concreto sobre el aspecto de Helena; Homero se limita a representar cómo la belle­za de Helena influye en los ancianos de Troya. Si esto se generaliza algo —y veremos en seguida que tenemos motivos para hacerlo— nos encontramos en la situación, a primera vista paradójica, de que precisamente el gran poema cuya duradera eficacia se debe sin duda en primer término a su modo de hacer sensible la vida interior humana, puede renunciar pura y simplemente a dar forma al modo de aparición externo de sus figuras, incluso en casos en los cuales, como ocurre con Helena, la belleza es el factor deci­sivo del destino encarnado en la acción. Esta aparente paradoja pierde algo de su inicial dureza si se piensa que el drama, con excepción de los últimos cincuenta años, no ha dado jamás des­cripciones de sus figuras, a pesar de lo cual éstas se han mantenido vivas en la consciencia de los hombres a lo largo de los siglos. Aún más (y por no hablar de las modernas acotaciones escénicas): en los pocos casos en que el diálogo indica el aspecto externo de los personajes, esas indicaciones no han podido imponerse nunca con­tra la imagen que se desprendía de la acción misma; la reina dice de Hamlet en el último acto: «Es gordo y sin aliento». Pues bien, eso no ha conseguido influir lo más mínimo en la viva imagen de Hamlet. Aparentemente, la forma moderna de la épica, con sus amplias y detalladas descripciones, ha rebasado mucho el tipo homérico expuesto por Lessing. Pero si se estudiara detenidamen­te esta cuestión, se llegaría a sorprendentes resultados, y se halla­ría que la fuerza de atracción de los personajes novelescos, por ejemplo, cuando se les ha dado una forma realmente viva, está muy cerca de la que ejerce la Helena homérica, aunque sin duda —pero eso no es ninguna contradicción— reciben un poco de luz que los hace algo más concretamente sensibles. Pero incluso un narrador tan consciente en su trabajo, tan intensamente sensauliza­dor como Thomas Mann, se ha negado estrictamente en el Faustus a identificar externamente a sus personajes principales. Y ha dado sobre ello una explicación, muy interesante también teoréticamen­te, en su estudio sobre la génesis de esa novela: « . . . es notable que apenas di un aspecto, una apariencia, un cuerpo. Los míos me pedían siempre que le describiera, que, aunque el narrador haya de ser sólo corazón bueno y mano temblorosa que dibuja, hiciera al menos visibles aquellos héroes suyos y míos, los individualizara físicamente, los hiciera caminar por la intuición. ¡Qué fácil habría sido! ¡Y qué misteriosamente inadmisible, qué imposible era, sin embargo, en un sentido jamás antes sabido! Imposible, de otro modo que la autodescripción de Zeitblom. Había que respetar una prohibición —o respetar al menos el mandamiento de máxima re­serva en una vivificación externa que amenazaba en seguida al caso anímico y a su dignidad simbólica, a su representatividad, con rebajamiento, banalización»[138]. Y es notable, añadamos, que Thomas Mann admita para las figuras secundarias de esa misma novela una descripción «en sentido pintoresco».

Nada sería más falso que inferir de esos importantes hechos una absurda abstracción de la poesía. Los pocos ejemplos de poe­sía importante realmente de esa naturaleza (la de Alfieri, por ejemplo) no pueden tener fuerza probatoria general. Hoy ya está todo el mundo en claro sobre el hecho de que esa concepción de la lite­ratura griega no corresponde a los datos estéticos. Sería ridículo poner en duda la fuerza sensual de Homero o de los trágicos. Pero entonces surge la siguiente cuestión: ¿ de dónde viene la vitalidad de las figuras, si su aparición sensible queda indeterminada? El reverso negativo no basta para dar una respuesta, aunque sí que concreta hasta cierto punto el ámbito de juego de una tal vitalidad. El siglo xix ha llevado particularmente la exposición literaria de la apariencia externa a un alto nivel de perfección técnica. Pero si formulamos la contrapregunta, si preguntamos qué figuras de Zola —que era un auténtico virtuoso en la descripción de esta apa­riencia externa —siguen hoy vivas en la conciencia de los hom­bres, recibiremos sin duda la siguiente respuesta: ninguna; a lo sumo Nana queda en la memoria, como una alegoría superficial y pintoresca del París del Segundo Imperio. Resulta pues por de pronto —cosa ya aclarada con la gordura y el jadeo de Hamlet— que en muchos casos una tal descripción precisa no es ninguna determinación, sino más bien una hiperdeterminación superflua.

Ésta se presenta desde luego también en la cotidianidad y en la ciencia. En estos dos campos pueden llegar a ser obstáculos o perturbación de la investigación ulterior. Pues también en la co­tidianidad tiene la hiperdeterminación efectos negativos, gene­ralmente, empero, como simple superfluidad que la práctica echa a menudo a un lado. Lo mismo ocurre, naturalmente, en la literatura. Pero como la hiperdeterminación, con todas las con­secuencias de la superfluidad, constituye un elemento fijo de la obra, y a veces hasta un principio de su tipo de conformación, la cuestión no es ni mucho menos tan simple como en la cotidia­nidad. Lo que para la obra de arte no es necesario —en un sen­tido desde luego muy ancho de “necesario”—, suele ser no sólo simplemente superfluo, sino gravoso y hasta perturbador. Sin que se trate tampoco aquí de una contraposición metafísica rígida. Antes, aduciendo unas frases autocríticas de Musil, hemos habla­do de la diferencia entre interesar y arrastrar o apresar en la función de la obra de arte que consiste en orientar al receptor. El propio Musil reconoce que el mero arrastrar o apresar es mucho menos capaz que el interesar de llevar a cabo la orienta­ción del receptor. No es difícil identificar la causa: el interés es la forma anímica en la cual el medio homogéneo de las poesías épica y dramática sume al receptor, la cual debe alterar su com­portamiento de hombre entero frente a la realidad objetiva en el comportamiento del hombre enteramente tomado por la concre­ta obra de arte. Si la obra se limita a aferrarlo, el receptor se comporta con ella como con un fragmento aislado de la reali­dad, esto es, no se entrega al flujo de la poesía —que no existe en este caso—, no vive un «mundo» de lo poético, una conforma­da refiguracíón de la realidad en su totalidad (sub especie del medio homogéneo dado) ni, por tanto, el problema central de la obra concreta. Ésta se descompone más bien en piezas vinculadas de modo meramente causal y más o menos laxo, a las cuales reac­ciona el receptor —según su nivel intelectual y artístico— con pasión, indiferencia o recusación. La consecución de lo que Musil llama aferrar no podría pues conseguir, en el mejor de los casos, más que la persistencia de la atención, no la continuidad evoca­dora propia del efecto auténticamente artístico.

Con estas consideraciones nos encontramos aún en el ámbito del problema de la determinación o indeterminación de los ob­jetos de la literatura. Pero su contenido concreto tiene que gene­ralizarse algo más. Hemos partido de los ejemplos de Lessing, en los cuales se aceptó este problema como problema de la re­presentación sensible de los modos de manifestación externa de los objetivos. Pero es claro sin más que los resultados artísticos alcanzados valen para todo el mundo de objetos y formas de la poesía. Realizada la generalización, se trata de la filosofía del detalle en la literatura. Y ello tanto desde el punto de vista cuan­titativo como desde el cualitativo. Recordaremos a este propósito la función, subrayada por Lenin, de la indeterminación en una determinación esencialmente bien concebida: la evitación del dog­ma, del enrigidecimiento (fetichización) en una delimitación pre­cisa, cuando lo prescribe el contenido de la determinación de que se trate. Contemplada desde el punto de vista artístico, esa si­tuación tiene como consecuencia que todas las cuestiones que no estén orgánicamente vinculadas con la intención central del pro­blema esencial de cada caso se elimina simplemente de la expo­sición, incluso si desde el punto de vista puramente lógico o puramente histórico pertenecen al contexto. Esta afirmación nos da la posibilidad de trazar el círculo de lo tratado más amplia­mente de lo que nos lo permiten los ejemplos de Lessing consi­derados. Hegel, como hemos visto, reprocha a Shakespeare el no aducir la justificación de la pretensión real de Macbeth (aducida en las crónicas). Pero Shakespeare ha dado forma en sus grandes tragedias a la disolución del mundo medieval: no los hechos, no los acontecimientos, no las conexiones causales concretas -eso fue el tema del ciclo sobre la Guerra de las Rosas—, sino los grandes tipos de aquella decadencia, sus pasiones y sus destinos, el gran trasfondo y el gran fondo histórico del hundimiento, los perfiles del nuevo hombre que se anunciaba —la filosofía de la historia del feudalismo muriente, no su crónica. Por eso no hay causa personal subalterna alguna —como cree Hegel— que deter­mine el que la legitimidad de Macbeth quede oscura; lo que im­porta es el significativo motivo histórico-filosófico de que, desde la atalaya en que Shakespeare se encuentra para dominar el pro­ceso con la mirada, no puede siquiera aparecer un punto de vista tan mediocre como es el de la legitimidad.

La observación de Hegel tiene interés sobre todo como con­creto error de juicio, sino como primera aparición de una orien­tación mental muy problemática del siglo xix: la hipermotiva­cion. No tenemos que preguntarnos aquí cómo y hasta qué pun­to esas tendencias han podido ser a veces fecundas para las ciencias. Pero es seguro que la literatura se recargó con motiva­ciones hiperdeterminadas (y poéticamente superfluas) que hicie­ron perder esbeltez a la composición del todo y de las partes sin dar realmente más peso e importancia al contenido poético. Volveremos a limitarnos a un ejemplo: Romeo ve a Julieta, y empieza la tragedia; a nadie se le ocurre preguntarse por qué se ha enamorado precisamente de ella. Pero un dramaturgo tan con­siderable como Hebbel plantea en cambio ya esa pregunta en una ocasión parecida. Y desperdicia un acto entero de su Agnes Ber­nauer para «motivar» la irresistible belleza de su heroína, sin darse cuenta de que —dramáticamente considerado- el simple hecho de que el duque bávaro Albert se enamore de la hermosa muchacha burguesa y se case con ella habría bastado perfecta­mente como base del conflicto. Aún más clara resulta la cuestión en Germinial de Zola. Cuando en pleno accidente en la mina, Etien­ne Lantier mata a Chaval, su rivalidad, la destrucción de la feli­cidad de Etienne por Chaval, habría sido en esas circunstancias una motivación suficiente de la acción. Pero el que Zola aporte como motivo decisivo el alcoholismo hereditario de Etienne tras-forma, a causa de la hiperdeterminación, la tragedia en un caso de manual de patología. La literatura anda desde entonces llena de esas hipermotivaciones e hiperdeterminaciones de la objeti­vidad poética. Cuando decimos que ello destruye la esbeltez de la línea artística nos expresamos de un modo unilateralmente formal. La falta de esa esbeltez se debe a que los escritores han perdido la visión poética desfetichizadora que abarca la vida entera, a que, por ello, recogen en los decisivos principios or­denadores de los mundos de sus obras determinaciones que per­tenecen a los prejuicios fetichísticos de su época —como la omni­potencia de la herencia patológica en el caso de Zola— e inhiben o hasta impiden una consecuente conformación artística hasta el final del mundo reflejado. Estos prejuicios fetichizadores son, como es natural, distintos según las épocas; en la época de su dominio y de su difusión general se utilizan en realidad como sus­titutivo de la conformación artística, porque su mera presencia suscita ilusiones de determinación estética que a menudo no existe en absoluto. Pero, con mayor o menor rapidez, aparecen luego otros fetiches en primer término, y el arte «grande» o «van­guardista» de ayer resulta hoy rígido, muerto y vacío. Como es natural, el extremo opuesto resulta igualmente dañino.

La falta completa y por principio de toda motivación, como en la «action gratuite» de Gide, da sin duda gran esbeltez formal, pero produce al mismo tiempo una indeterminación nihilista de toda la atmósfera de concepción del mundo de la obra, una falta de contornos de las figuras y las situaciones, etc. Determinación e indeterminación son pues funciones de la totalidad intensiva con­creta de la obra de cada caso (o del género de cada caso), y son tan insusceptibles de reconducción a «reglas» como otras autén­ticas categorías estéticas, sin perder por ello su inequívoco carácter de ley.

Junto a esos momentos cualitativos de la determinación o inde­terminación hay que tener también en cuenta brevemente los mo­mentos cuantitativos. Aquí pasa a primer término el problema del detalle, aún más abiertamente que antes, aunque es claro que 108 ejemplos aducidos hasta el momento tienen que ver también mucho con la cuestión. Pues basta con recordar la anterior comparación de Shakespeare con Hebbel para comprender que el modo según el cual cada uno de ellos representa el nacimiento de un gran amor en conflicto con la sociedad tiene que ejercer la mayor influencia sobre la cantidad y la cualidad de los detalles. Al considerar ahora la cantidad de éstos, es claro que no se trata nunca de establecer simples comparaciones numéricas. El estilo y las personalidades de los artistas difieren grandemente en esto, y hay casos en los cuales una gran riqueza de detalles, como se encuentra, por ejem­plo, en Dickens o Gottfried Keller, puede considerarse del todo equilibrada artísticamente, mientras que en otros artistas mucho más parcos en detalles puede encontrarse un exceso en el sentido de la superfluidad, como es el caso de Hebbel y, a veces, de Schil­ler. Lo cual nos vuelve a llevar a la filosofía del detalle. Un detalle está justificado artísticamente cuando manifiesta un carácter, una situación, etc., desde un nuevo punto de vista relacionado con el problema capital, aunque sea a través de muchas mediaciones, o sea, cuando manifiesta algo de su esencia que sin él habría que­dado oculto. La cantidad no tiene pues completo sentido estético sino relativamente a las intenciones últimas de la obra. Así refe­rida puede perfectamente tratarse de un modo estéticamente racio­nal, y la decisión acerca de la proporción correcta, la determina­ción insuficiente o el exceso erróneo puede siempre deducirse unívocamente de los principios. Pero —repitiendo algo ya dicho— precisamente la racionalidad estética de los principios incluye el pluralismo de los estilos y de las obras, y excluye por tanto a priori toda regla abstracta general.

No hará falta probar concretamente que esas últimas afirma­ciones valen plenamente para la pintura y la escultura. En ellas es sin duda evidente ya a primera vista que, por pensar con ejem­plos, en la obra de Van Eyck los detalles superfluos se han elimi­nado tan completamente como en la de Manet. No menos claro es que en todo caso la concepción general de la época, el estilo y el artista deciden acerca de los detalles que deben considerarse determinantes de la objetividad de la obra de arte y, por otra parte, qué determinaciones reales de la objetividad real deben quedar indeterminadas para la obra de arte. Esta concepción gene­ral de la objetividad, determinada en cada caso por los más diversos factores (cuya escala va desde la concepción del mundo basta la capacidad técnica momentáneamente conseguida), excluye en casos concretos enteros complejos de detalles que son abstrac­tamente posibles, como, por ejemplo, la influencia modificadora de los momentáneos efectos de iluminación sobre la coloración que constituye la objetividad real, mientras que al mismo tiempo, y determinados por la concepción del mundo de cada caso, tienen que aparecer en primer término otros complejos de detalles. Con todo ello el artista dispone siempre de un grande y variante ámbi­to de juego para la conformación posible del detalle, pero es obvio que lo que hemos llamado el problema cuantitativo del de­talle no puede nunca surgir más que en el marco de un tal ámbito de juego.

Este complejo problemático inmediatamente dado muestra em­pero, al contemplarlo con mayor atención, aspectos más generales del problema de la determinación y la indeterminación de los ob­jetos en las artes figurativas. La cuestión, formulada del modo más general, es del tenor siguiente: mientras que en la literatura la dialéctica de lo interno y lo externo aparece muy complicada e intrincada, razón por la cual no puede figurar ni como determi­nante ni como criterio, ahora contemplamos esa relación de un modo sumamente simplificado por la cosa misma; de tal modo que las artes figurativas no son inmediatamente capaces de dar forma más que a lo externo, cosa que han hecho desde siempre logrando que la transformación artística de lo externo en forma evoque imperiosamente lo interno. Así ocurre ya en las refigura­ciones hechas con fines mágicos, y la génesis de las artes figu­rativas que se emancipan de las finalidades mágicas o religiosas, de la evocación de contenidos mágicos o religiosos, no puede alterar en nada esencial ese hecho tal como queda considerado en su generalidad abstracta. Pero si la abstracción de esa generalización no ha de quedarse en lo meramente abstracto, habrá que percibir la diferencia, muy esencial, entre representación alegórica y repre­sentación que da forma internamente (simbólica, en la termino­logía de la época de Goethe): según que la interioridad del conte­nido sea inmediatamente idéntica con el sistema visible de figuras, objetos, etc., de tal modo que, según las palabras de Hegel, «lo que es interno se dé también externamente, y a la inversa»[139], o que lo interno se presente con la pretensión de existencia sustantiva, independiente de su encarnación visual, sólo enlazada más o menos laxamente con ella. Aquí consideramos siempre como camino nor­mal de la estética el primero, y la alegoría como una desviación de las normas estéticas esenciales. Hasta el último capítulo no se podrá dar una fundamentación filosófica de esa tesis.

Pero por más estrecha e íntima que sea y se conciba la rela­ción entre lo externo y lo interno, sigue vigente para las artes figurativas la situación descrita: su medio homogéneo no es capaz de dar forma plenamente determinada más que a lo externo, y desde este elevado punto de vista esa determinación de todas las indicadas diferenciaciones, a menudo muy profundas, en su ha­cerse sensibles, no pueden captarse más que como meras subes­pecies. Lo interno no puede expresarse más que mediado por lo externo, por lo que tiene que afectarle una insuperable indeter­minación. Si se quiere conceptuar esa situación de un modo estéti­camente correcto hay que tener en claro que eso no afecta a la ple­na determinación estética de la obra de arte. La Mona Lisa de Leonardo o un paisaje de Ruysdael siguen siendo artísticamente muy determinados aunque hay ya bibliotecas enteras de interpreta­ciones diversas de sus contenidos internos, especialmente del pri­mer cuadro. Y sería superficial, fruto de limitación de profesional, el contemplar desde arriba y despectivamente todas esas interpre­taciones divergentes y pensar que lo único que cuenta estética­mente es la determinación pictórica visual. Sin duda que gran parte de esas interpretaciones son charlatanería de folletón perio­dístico, llenas de falso lirismo y vacía «profundidad». Pero no debe olvidarse que incluso esto es una consecuencia inevitable de la acción evocadora, artísticamente necesaria, del arte. Hay que distinguir tajantemente, hallar criterios y precisar cuándo se trata -en esas interpretaciones— de mera autoexposición de la individualidad receptiva y cuándo de legítimos intentos de aproxi­marse a aquel ámbito de juego de las determinaciones indetermi­nadas —que, como hemos visto y aún veremos mejor, produce necesariamente el modo de dar forma propio de cada arte—, o sea, de intentos de captar intelectual y emocionalmente, con la mayor plenitud posible, la objetividad de la obra, su contenido real. Es propio de la esencia del arte y de su efecto estético el que este efecto esté escindido necesariamente en cuanto a su determina­ción, el que necesariamente corresponda a la determinación visual de lo externo una indeterminación humano-anímica de lo interno, la cual, ciertamente, y como ya se ha expuesto, no está objetiva­mente del todo indeterminada, sino que se mueve en un ámbito de juego concretamente circunscrito en lo artístico. Y hay que observar que las obras a las que falta total o en gran parte ese ámbito, pese a toda su posible perfección técnica, resultan vacías, mientras que es característico de las más grandes obras el que su ámbito de juego de indeterminación de lo interior tiene más alcance, apunta más enérgicamente a la profundidad que el de las obras medias. No hará falta pensar en Hamlet o en Faust; ni siquiera en las artes plásticas es casual que esas tendencias se perciban precisamente en Leonardo, Miguel Ángel y Rembrandt del modo más claro.

Para entender adecuadamente toda esta conexión de problemas hay que echar de nuevo un vistazo a las ideas y los sentimientos de la cotidianidad. Sí la relación dialéctica entre lo interno y lo externo, su identidad última a pesar de toda la contradictoriedad de sus modos de manifestación, no fuera un hecho objetivo de la vida, sería imposible el tráfico entre los hombres. Como es natu­ral, su reflejo en la conciencia del hombre tiene que contener también una imagen más o menos adecuada de la estructura dialéc­tica objetiva. El momento de indeterminación que existe para las relaciones entre los hombres en la interpretación de lo externo (incluyendo aquí, naturalmente, hechos, manifestaciones, etc.) que­da sin suprimir por eso. Lo que en la cotidianidad se llama conoci­miento del hombre es en muchos casos algo extremadamente inse­guro, y cuando da resultados, la fuente de éstos es una capacidad individual sintética de tratar los casos singulares, capacidad conse­guida por la acumulación de experiencias y observaciones. (Aún hablaremos extensamente en un contexto adecuado del aspecto psicológico de esta cuestión). Las generalizaciones que se han pre­sentado hasta ahora, desde Lavater hasta Klages, se han agotado casi sin resultado alguno, pero aunque un día se consiguiera una auténtica generalización científica de estos fenómenos, ella no podría sino estrechar el ámbito de juego de la indeterminación, mostrar en él concretos puntos de orientación; seguiría siendo insuperable el predominio categorial de las singularidades. Pues la situación no es aquí la misma que en la aplicación de los resultados de las ciencias biológicas y médicas al caso individual que debe diagnosticarse médicamente. En este caso, en el cual el enfermo individual se convierte en objeto de una subsumción, acercamos progresivamente su singularidad, con el progreso de la ciencia, a un valor límite. Y aunque su singularidad personal parece desempe­ñar hasta cierto punto el papel de una permanente fuente de error frente a las leyes y determinaciones tipológicas generales, sigue siendo el objeto último de la medicina práctica. En la coti­dianidad, en cambio, la singularidad particular del hombre es su­jeto de sus actos, en los que interviene con su personalidad como un todo. Y ésta se enfrenta con otros hombres de la misma constitución, que reaccionan según análogas fuentes, con sus actos, reacciones, etc. Es pues inevitable e insuperable que en la vida se produzca una tal indeterminación de lo interno, y en muchos casos incluso respecto de la propia interioridad.

Tales son los groseros rasgos esquemáticos del fondo vital a partir del cual puede estimarse y juzgarse la determinación de lo interno en el arte figurativo. Como es natural, esa base vital expe­rimenta esenciales modificaciones por el arte. En primer lugar, lo externo se reduce a lo puramente visual. Todo lo más que en la vida contribuye a formar esa exterioridad está ausente. En segundo lugar, la relación de lo interno con lo externo tiene un carácter esencialmente generalizado. En la vida todo se enlaza con finali­dades prácticas, aunque a veces muy mediadas —incluso cuando se trata de las más sutiles cuestiones de la amistad o el amor—; en cambio, frente a la obra de arte se da una suspensión de tales posiciones de carácter teleológico. Como es natural, las figuras de la obra pueden encontrarse en las más dramáticas relaciones recí­procas, pero el espectador sigue siendo meto espectador desde el punto de vista de la práctica inmediata. Ya por eso la interio­ridad vivenciable por lo externo visualmente conformado pierde mucho de su particularidad individual; se levanta a la atmósfera de una determinada generalización, y el trabajo artístico de la tipifi­cación encuentra en ese comportamiento de la receptividad una disposición más auténtica. En tercer lugar, el receptor entra res­pecto del mundo objetivo conformado (paisaje, animales, plantas, interiores, etc.) en una relación análoga a la que en la vida tiene con los hombres. La esencia antropomorfizadora del arte se expre­sa del modo más contundente en el hecho de que no da a todos los objetos forma en su puro Ser-en-sí, sino en su referencialidad al hombre. Sabemos ya que eso no significa ninguna subjetivización. Ésta es más bien una característica de los estados de ánimo que se presentan en la cotídianidad. Un tal estado de ánimo rodea, por ejemplo, un paisaje o una habitación, y se debe en parte, natural­mente, a su propia naturaleza objetiva —por lo general momen­tánea, transitoria—; pero su contenido decisivo le viene de la vivencia humana que se desarrolla en ella o en torno de ella, y cuyo prólogo, epílogo o recuerdo se enlaza más o menos casual, ocasio­nalmente, con ese entorno. Cuando decimos que la representación figurativa del mundo circundante no humano en el arte aparece humanizado, esa relación es no pocas veces un presupuesto de la génesis de la obra (y aún más frecuentemente una consecuencia de su efecto): pero sería una simplificación vulgarizadora el trazar aquí directas líneas de enlace. Pues, en estricta contraposición con los estados de ánimo de la vida, lo humano es aquí inhe­rente a los objetos (a su conexión, a su conjunto concreto). Una parte considerable del forcejeo artístico por la reproducción del objeto está precisamente cargada con el esfuerzo de representar esas relaciones antropomorfizadoras del hombre con el mundo obje­tivo, pero de tal modo que esas relaciones aparezcan puramente como propiedades visuales de los objetos representados, como sus relaciones recíprocas visuales. También en este punto vale nuestro motto: no lo saben, pero lo hacen. Apunte el esfuerzo consciente del artista a la reproducción precisa de los objetos o a la de un estado de ánimo, a la expresión de su propia personalidad, etcéte­ra, nada de eso tiene relevancia inmediata para nuestro problema. Desde este punto de vista no hay diferencia alguna de principio entre un interior de Cima da Cinegliano y un interior de Vuillard.

Todo eso tiene como consecuencia el que lo que en la vida aparece aislado, envuelto en prácticos esfuerzos, se levante a uni­versalidad en las artes figurativas y se convierta así en cada obra en la representación de un «mundo» perfecto y cerrado en sí. La objetividad indeterminada cobra empero con esto un ámbito de juego de los contenidos concretos determinado de un modo cuali­tativamente diverso del de la vida: el receptor se enfrenta -en la forma de la visualidad pura— con un mundo objetivo precisamente determinado, aunque es un mundo de los hombres, y la estructura de contenido, así como, ante todo, la naturaleza de su conforma­ción visual, da origen a un ámbito de juego, diverso para cada obra, de determinación e indeterminación de ese contenido, ade­más de originar cualidades, específicas en cada caso, de lo que necesariamente debe quedar indeterminado. Esto no queda pues indeterminado en el arte porque el hombre, finalísticamente com­prometido en el complejo de la vida, no sea capaz de penetrar el contenido particular, o no lo sea sino parcialmente. La indeter­minación tiene más bien una clara determinación, distinta sin duda siempre en los casos concretos: es ante todo —ya desde el más rudo punto de vista del contenido- algo determinado por la esencia de contenido del complejo objetivo conformado. Pero el papel del contenido va mucho más allá de esta orientación abstrac­ta, en bloque. La determinabilidad de lo indeterminado es distinta en un paisaje que en una naturaleza muerta o en una escena reli­giosa. Y la cualidad específica de la dación de forma muta enton­ces, de modo plenamente constitutivo, en contenido. Bastará con recordar las frases de Rílke antes aducidas, sobre que no se pue­den comer las manzanas de Cézanne; la determinación simple por el contenido del bodegón de las manzanas se concreta en un pre­ciso valor de sensación y pensamiento, en lo cual, sin embargo, no hay que olvidar que esa consideración de Rilke no se refiere, de todos modos, más que a una objetividad indeterminada. Como es natural, la cuestión se complica más cuando el «sujet» de lo visible­mente representado tiene un contenido concreto y determinado. Toda una rama de la historia del arte, la llamada iconografía, se ocupa de ese problema, aunque, sin duda, de un modo suma­mente abstracto. Pues si el contenido iconográfico se aísla de la real conformación artística, el contenido así logrado, la interioridad que se impone en las obras de conseguido efecto estético, se con­vierte en una abstracta exterioridad. Hegel ha dicho acertada­mente acerca de tales separaciones abstractivas: «Por tanto, lo que sólo es interior, es por eso mismo sólo externo»[140]. La abstracción que aparta de la esencia consiste pues en que la iconografía dema­siado independizada olvida lo siguiente: el contenido que ella estu­dia no tiene significación para el arte más que en la medida en que es factor concreto determinante de la concreta dación de forma, como ocurrió en fases de las artes figurativas muy inten­samente determinadas por los contenidos, como en el arte medieval. El contenido se convierte entonces en una concreta tarea de composición; se escinde en momentos que se absorben sin resto en la composición, en el sistema de las formas evocadoras, y en otros que, como consecuencia de una tal composición —convertidos por ella, en cuanto al ámbito, la intensidad, la cualidad, etc., en un concreto ámbito de juego de la vivencialidad de contenido de la obra—, caen bajo una tal indeterminación determinada. Pero ésta no es ya una simple indeterminación, sino la interioridad coordi­nada necesariamente, dialéctico-contradictoriamente, con la exte­rioridad visualmente conformada, y a ésta perteneciente.

La posibilidad de que nazca una tal indeterminación determi­nada del contenido interiorizado y el modo como haya de produ­cirse dependen exclusivamente de la fuerza y la naturaleza de la conformación de la exterioridad determinada en el mundo visurtl. Una indeterminación dominante en él —cosa que, naturalmente, revela la presencia de una incapacidad artística, de un dilettantis­mo, etc.— aniquila simplemente la esfera de la interioridad, la hace sucumbir a la plena vaciedad o arbitrariedad subjetivista> porque se pierde la capacidad orientadora. Por otra parte, la hiper­determinación de las determinaciones visuales contiene también serios peligros para la interioridad indeterminada, ante todo los peligros de empobrecimiento y sequedad. Una tal hiperdeterminación puede tener motivos de contenido y formales, íntimamente en­lazados unos con otros, desde luego. De contenido, cuando el conte­nido vital, expresado por la imagen como un todo, se concrete demasiado. La ventaja de la temática religiosa para el arte figu­rativo consistió entre otras cosas, y no en último lugar, en que las tareas propuestas —pese a todos los preceptos iconográficos— eran en último término tan vagas y generales que no podía produ­cirse hiperdetermínación alguna: las diversas Pietá de Miguel Ángel muestran qué amplio ámbito de juego de indeterminación de la interioridad queda siempre abierto y activo. El desarrollo posterior, en el cual la misma interioridad se hace objeto de libre elección, muestra con claridad dónde se separan los caminos. Los «Tres sabios» de Giorgione son, por ejemplo, un cuadro de conte­nido iconográfico desconocido. A pesar de ello, la composición da no sólo linealmente, colorísticamente, etc., una plena univocidad y cerrazón visuales, sino, al mismo tiempo, una enorme riqueza poé­tica de lo indeterminado. Aún más claramente puede esto apre­ciarse cuando el contenido de la imagen se toma directamente de la vida cotidiana. Baste con aludir a Vermeer para aclarar la situación en que pensamos. En cambio, la pintura del siglo XIX muestra frecuentemente en esta temática una hiperdeterminacíón que se acer­ca a la punta detallístíca de la narración corta y de la anécdota. El resultado es el empobrecimiento y la sequedad a que antes nos referíamos: el mundo visible se convierte en mera ilustración de un «tema» esencialmente literario. El hecho de que importantes pintores de esa época —como Leibl, por ejemplo— no sigan esa equivocada tendencia, que es un trivial depósito de la alegoría, muestra su superioridad pictórica ya en la indeterminación del contenido del «sujeto».

Todo eso anuncia la transición a lo formal. Al hablar del cuasi-tiempo en las artes figurativas hemos aducido el concepto de mo­mento fecundo, acuñado por Lessing. Hemos mostrado también que la elección de tales momentos se basa en una tendencia desfe­tichizadora; la elección tiende también a captar el movimiento en lugar del reposo y una movida totalidad de determinaciones concretas en vez de un aspecto único aislado. Resulta ahora —como siempre que damos con el problema de la desfetichización— que esta tendencia de la dación de forma apunta también en el sentido de dar a la objetividad visual una clase de determinación movida y viva que haga ricos, profundos y poéticos los momentos internos, necesariamente indeterminados. Esta conexión se presenta del modo tal vez más llamativo en la estatua ecuestre de Marco Aure­lio en Roma, en su diferencia respecto de las variantes académicas de un motivo externamente análogo y en las que el patético mo­mento de consumación en el movimiento trasforma el conjunto en una helada alegoría de aquella vacía pompa que ha represen­tado precisamente la monarquía del siglo xix. Estamos acostum­brados —con sentido histórico correcto— a buscar el alegorismo ante todo en las primitivas fases religiosas del arte. Pero la trascen­dencia del contenido, independiente de la objetividad visible, y su carácter mental no evocador no están ligados, estéticamente vistos, ni a una génesis religiosa ni a una profundidad especulativa autén­tica o inauténtica. El cuadro de género y el academicismo deco­rativo son desde este punto de vista tan alegóricos como muchas obras del arte de vanguardia, aunque el contenido de éstas sea una Nada «aniquiladora» —o ni siquiera aniquiladora. En el últi­mo capítulo nos ocuparemos detalladamente de los particulares problemas de la alegoría; aquí tenemos que limitarnos a esa alu­sión a la gran variabilidad, histórica y estéticamente tan ramifica­da, de lo alegórico.

En la música nos encontramos con una situación diametral­mente opuesta. En ella, en el mundo sonoro conformado, lo inter­no crece hasta la mayor determinación concebible, mientras que lo externo que, como en todas partes, fue causa o al menos oca­sión de su génesis tiene que quedar en suma indeterminación. El contraste es tan craso que siempre ha estado en el centro de las discusiones sobre la naturaleza de la música. Los formalistas radi­cales cortan este nudo gordiano con la explicación de que no hay en música un tal momento de indeterminación. Eduard Hanslíck ha formulado esta concepción con el mayor extremismo:

«Todos nosotros hemos gozado de niños con el cambiante juego de formas y colores de un caleidoscopio. La música es un tal caleidoscopio, pero a una altura apariencial inconmensurablemente superior. Ella produce, en cambios de constante desarrollo, formas y colores her­mosos, en suave transición, en duro contraste, siempre simétrica­mente y con intrínseca plenitud. La capital diferencia es que ese caleidoscopio sonoro expuesto a nuestro oído se presenta como emanación inmediata de un espíritu artísticamente creador, mien­tras que el caleidoscopio visible se ofrece como juguete mecánico, aunque significativo»[141].

El autor de este libro no se considera competente para enunciar una proposición fundamentada acerca de concretos problemas estéticos de la música. Pero no hace falta ser un verdadero entendido para comprender lo absurdo de una tal concepción. Por eso Hanslick no ha conseguido en modo algu­no delimitar lo estético musical de lo que es juego casual y sin sentido. En vano se apelaría para ello al rígido sistema de las leyes que imperan en la música. Admitamos que el niño que juega con el caleidoscopio, a diferencia del músico, no conoce ni domina las leyes físicas que producen las cambiantes combinaciones que contempla. Pero no pocos juegos constituyen también sistemas de «leyes» (o, por mejor decir, reglas del juego) más o menos domina­das, a pesar de lo cual sería erróneo compararlos con un arte en sentido estético, y ello precisamente porque la acción de las reglas en el juego es siempre inmanente a éste, mientras que en el arte un tal sistema de leyes (perspectiva, proporción en las artes visuales, prosodia en la poesía) no es más que un medio para aproximarse a la realidad en su refiguración, para intensificar la objetividad específica de cada arte y, por otra parte, para aumentar la fuerza evocadora de la obra, para hacer más segura y multila­teral su función orientadora. Cualquiera que sea la posición que se adopte ante el problema de si la música es una especie del reflejo general de la realidad (cuestión de la que hablaremos en un posterior capítulo), nadie negará el papel de la composición musical como orientadora de la evocación, con sólo que quien juzga tenga una vaga idea del papel histórico de la música. La estética antigua, incluso por boca de autores en lo demás tan contrapuestos como Platón y Aristóteles, colocan resueltamente en el centro el efecto pedagógico-social de la música, y tampoco es casual que en nuestra época la Sonata a Kreutzer de Tolstoi apele a esa concepción, o que Thomas Mann haga culminar su Faustus en el reconocimiento de esa conexión decisiva para el destino de la música.

Cualquiera, pues, que sea el modo como se conciba concreta­mente la naturaleza de la música, difícilmente se discutirá o nega­rá en serio su legítimo efecto estético que rebasa lo meramente formal, aunque sin duda ese efecto se interpretará de modos muy diversos. Y esto debe bastar como aclaración de nuestra actual situación problemática. Por eso cuando concebimos el medio ho­mogéneo de la música, dispuesto para la pura audibilidad, como una ordenación y orientación sistemática y, por tanto, como un ordenado despliegue de la vitalidad de la interioridad (de los sentimientos, las sensaciones, los pensamientos insertos en ellos, etcétera), entendemos que a la determinación formal, mucho más exacta que en cualquier otro arte, se contrapone sin embargo una indeterminación respecto del objeto de la vivencia, indeter­minación que también rebasa la de todas las demás artes. Como es obvio, el grado excepcionalmente alto de esa indeterminación, que parece mutar en una contraposición cualitativa con todas las demás artes, es un producto de la evolución histórico-social. Cuando Hanslick se niega a reconocer la manifestación «pura» de la música fuera de la instrumental, contrapone metafísica, rí­gida, excluyentemente uno de sus productos relativamente tardíos —aunque sin duda de gran valor estético- a la casi totalidad del pasado y a importantes tendencias de la música contempo­ránea. Pues es un hecho indiscutible que la música ha seguido vinculada a tendencias miméticas de la palabra y el gesto no sólo en la época de su génesis, mágicamente condicionada, sino tam­bién en períodos dilatados y muy lejanos ya de toda primitividad. La música totalmente «pura» es un resultado relativamente tardío de la historia. Y nadie negará que tampoco la música moderna ha roto completamente con esa vinculación a lo mimético. Por no citar siquiera la ópera y el florecimiento del Lied en el siglo xix, ¿puede entenderse como mera casualidad o capricho personal la vinculación de los puntos culminantes de la composición sinfónica con un texto cantado —de inequívoca determinación de contenido y eficaz e influyente sobre la música precisamente por esa deter­minación— desde la IX Sinfonía hasta el Canto de la Tierra de Mahler? El autor querría subrayar de nuevo que él no se conside­ra competente para analizar concretamente las cuestiones estético-musicales, tan complicadas, que aquí surgen, ni menos para propo­ner soluciones a las mismas. Pero, repetimos, no hace falta ser un especialista de la teoría musical para reconocer el hecho, manifies­tamente dado en la historia, de que la música no se ha liberado nunca (o, por decirlo más prudentemente, no se ha liberado nunca del todo) de su inicial vinculación de contenido y mimética, ni ha querido liberarse de ella. Es un hecho general, un hecho histórico-social de la evolución del arte, que en los últimos siglos se ha rela­jado decididamente la antigua rigidez que dominó en música, pese a que, por ejemplo, la composición del Lied está desde Schubert mucho más íntimamente sometida a la forma y al contenido del texto que todavía en Mozart o Beethoven. La emancipación respec­to de una temática socialmente prescrita con exacta construcción es característica de todas las artes miméticas, por lo demás; como hemos visto, también para las artes figurativas de la edad más mo­derna puede registrarse ese hecho, el alejamiento de la vinculación a un contenido literariamente descrito.

Pero también hemos visto que esas alteraciones en el modo, el alcance, la cualidad, etc., del contenido artísticamente elaborado no alteran fundamentalmente los decisivos problemas de relación forma-contenido, o sea, en nuestro presente caso, los problemas de la objetividad determinada e indeterminada. Es cierto que los peli­gros, siempre presentes, de la conformación artística, la indeter­minación de la esfera sensiblemente determinada, con todas sus consecuencias para la coordinada objetividad indeterminada, se hacen cada vez más amenazadores, porque con todo eso disminuyela instintiva resistencia del creador a esos peligros —resistencia que tiene su base social—, al mismo tiempo que se desorienta cada vez más la disposición de control y regulación del receptor. La lla­mada música de programa es tal vez el caso más típico de esa hiperdeterminación. Incluso cuando la música aparece ligada a la palabra, incluso cuando lo hace vinculada a una obra del arte de la palabra, se refiere menos a sus momentos aislados, reflejos de la realidad en su singularidad, que al todo, en una constante y enérgica generalización: la generalización que realiza la música consiste ante todo en que ese conjunto —ya sea un Lied, una escena, etc.— se levanta a una altura emocional que, como actual­mente vivida, se realiza totalmente, altura que la obra de arte verbal, si realmente lo es, no puede sino aludir en el mejor de los casos y que, por tanto, no se consuma plenamente sino en la mú­sica. Textos muy medianos y hasta malos pueden apropiarse en esa colaboración una imprevisible resonancia emotiva, un aura emocio­nal. En cambio, la música de programa llevada basta el final puede destruir la tierna determinación de ese complejo grandiosamente indeterminado. Si los diversos momentos de una pieza musical tienen que ponerse en la relación directa de correspondencia obje­tiva con hechos individuales de la vida, ocurre, por una parte, que tiene que convertirse en fundamento de la estructura musical una directa imitación auditiva de procesos vitales concretos, o bien que motivos individuales, acontecimientos, etc. (Richard Wag­ner), o que la articulación del todo tiene que corresponder, en partes relativamente independientes, a la sucesión de aconteci­mientos en el mundo externo, etc. Con ello, desde lugo, no se ago­tan ni el diccionario ni la gramática de la música de programa. El principio que en ella se impone por todas partes contiene el peli­gro de la biperdeterminación. Aquella esfera de la vida que desen­cadena las más profundas vivencias musicales, esa esfera que la música no puede sino indicar en el reflejo indeterminado, en un reflejo que la represente en su forma y su determinación emotiva, tiene que conseguir precisión y univocidad. Por amor de ella puede abandonarse el flujo vital evocado por el medio homogéneo, y algo en principio indeterminado puede resultar traspuesto en la prosa de una conceptualidad trivial y sin forma. Dicho de otro modo y en correspondencia concreta con la marcha de las artes plásticas y de la literatura: se produce, como observa Adorno para el caso de Wagner, un proceder por alegoría[142]; cierto que, como indicamos antes, eso ocurre según una específica variante moderno-burgue­sa. El análisis y la delimitación deben dejarse al esteticista musi­cal, único competente en este punto. Pero para aclarar el principio indicado debemos observar aún que la divisoria de caminos que aquí se presenta no se identifica en modo alguno con una línea de separación metafísica. La determinación del mundo de las formas musicales vive sin duda en coexistencia orgánica con el mundo de objetividad indeterminada correlatado con aquél y por él evocado. También en este punto vale la afirmación de que no se trata de una indeterminación sin más calificación, sino de una indeterminación concreta, determinada en cierto grado, que puede por tanto tener muy diversos modos y niveles de manifestación sin rozar siquiera la alegoría de la música de programa. Obras como la Heroica o la Pastoral muestran hasta qué punto pueden ensancharse esas fron­teras sin caer en aquel extremo. Pero con esas obras se hace al mismo tiempo evidente lo resbaladiza que es la naturaleza de esa indeterminación determinada: no hay frontera trazable de un modo general y que separe a estas obras de aquellas en las cuales la in­determinación no consigue ninguna tal determinación concreta[143].


3.3 LA ESTÉTICA DE LA CREATIVIDAD

A partir de la de la filosofía podemos realizar un juicio reflexivo de las obras de arte, especialmente de las literarias - pues como logramos observar a lo largo de la historia, estas dos disciplinas no deben ni pueden caracterizarse por sus diferencias, sino por su parentesco.

Tal coincidencia radica especialmente en el hecho de que tanto “el filósofo como el poeta son artesanos del lenguaje”[144] Y es así como muchos filósofos de la tradición occidental han tomado para si la poesía y la prosa, de la misma forma, existe muy poca literatura libre del influjo de los cuestionamientos o preguntas de tipo filosófico. Son más grandes y aun más importantes las afinidades entre la filosofía y la literatura que las diferencias, pues si advenimos de manera “lógica” el origen mutuo de ambas se encuentran de manera intrínseca en el impulso primario proyectado hacia el significado.

No pensemos tan decisivamente en el estado ideal de Platón y su deseo de desterrar a los artistas por ‘seducir” y engañar a los ciudadanos tomemos mejor la postura de Aristóteles del arte como fin terapéutico, ahora bien - estas no son las únicas posturas, también la historia nos ha proporcionado una larga lista de defensores y detractores.

El lector en su posición interpretativa dialoga con la obra, puente que se teje entre él y su autor, esto denota así que la obra no queda en meras palabras, diálogos o contenidos, sino que se conviene en un compromiso con una tarea común, buscar el sentido ultimo de la realidad y especialmente el de la realidad humana con todas sus implicaciones, es de modo real “la plasmación expresiva de un modo radical de vinculación a la realidad, es un plano de ámbitos que se interfieren y crean un mundo, un campo de sentido”[145]. En pocas palabras este es el trabajo creador de la hermenéutica como disciplina interpretativa, no sólo de la obra artística sino de la realidad misma. Pero es mejor aún, vislumbrar de manera clara que la hermenéutica no la única disciplina encargada de realizar un esfuerzo por esclarecer y resolver diferentes aspectos de la interpretación literaria, junto a ella también la Estética de la creatividad por medio de un análisis “lúdico ambiental” pretende de alguna forma clasificar en buena medida cuestiones estéticas de primer orden con la ayuda de la cual la critica actual carecería de instrumentos para el desarrollo de sus análisis; en pocas palabras el objetivo de la Estética de la creatividad es: mostrar de modo concreto que el estudio de la génesis interna de los fenómenos y acontecimientos creadores abre posibilidades insospechadas en orden al descubrimiento del sentido radical de la obra artísticas y literarias”[146]

La Estética de la creatividad goza en su seno de la implicación de actitudes y actos de creación o recreación, por tanto no puede tomarse como simple parcialidad de la Estética general, pues ella misma constituye su fundamento nuclear, pero además la Estética general se encuentra situada dentro del mismo impulso filosófico y se caracteriza por su creación y vinculación con el entorno, por esta razón la Estética es toda filosofía vista desde la vertiente de la belleza.


3.3.1 El Extranjero: De La Estética De La Creatividad


El primer contraste observado en la obra es la creatividad-no creatividad, por ejemplo Meursault en la primera parte apenas se eleva a planos de reflexión y enjuiciamiento, mientras en la segunda se aleja de esta postura. Los juicios que emite con respecto a los demás y a si mismo son de corte incomprometido, es decir, se empeña en mantener los vínculos de la inmediatez fusional con la naturaleza, fenómeno que lo irá envolviendo progresivamente dentro del campo de la lucidez, visto esto como dijimos antes en posición no creadora antes del juicio y durante de él.

La actitud de Meursault frente a la vida se constituye en el aspecto más importante de su posición no creadora, su carácter inmerso-funcional que lo lleva a supervalorar los datos sensibles de su entorno y a subvalorar la muestra de las realidades sensibles como la muerte es su madre, el amor de Maria, el asesinato etc. “las impresiones sensoriales de todo tipo constituyen para Meursault una fuente primera de gozo y alegría de vivir”[147] su forma de detallar los colores, los sonidos, los sabores son para él la manera no creadora de existir.


3.3.2 Rasgos Básicos De Su Conducta


1. Su aire ausente, distraído, aburrido, taciturno, despegado, perezoso, somnoliento.

2. Su falta de atención a lo profundo y su escasa sensibilidad para valorarlo.

3. Su actitud meramente “espectacular” ante acontecimientos de la mayor importancia.

4. Su tendencia a nivelarlo, anulando la jerarquía de valores.

5. La propensión a reducir los fenómenos humanos a la vertiente objetivista sensorial.

6. A este nivel objetivista sensorial. Meursault no alcanza a comprender el sentido de las palabras y expresiones que aluden a realidades metasensibles.

7. Reconoce que carece de temas de conversación incluso con su madre.

8. Vive inmerso en el entorno, con una relación casi funcional de inmediatez que lo enerva, satura y embota lo hace vivir sin auténticas motivaciones reflexivas y lo lleva a sentirse “de más”.


3.3.3 El Entorno En Relación De Inmediatez Fusional.


3.3.3.1 La Condición Extranjera De Meursault.


Según palabras de López Quintas, el fin de Camus no era el de describir un personaje al modo de novela sicológica, sino mostrar cómo vive y se comporta un hombre que de modo tácito o expreso desarrolla su existencia en una relación de inmediatez casi fusional con el entorno y limita de este modo al extremo su capacidad creadora de ámbitos humanos, ha de ser una interpretación no sicológica, sino lúdico-ambiental.

“Meursault es argelino, hombre extraordinariamente sensible al sol a la luz cegadora que lo rodea por todas partes al encanto sensible de los baños de mar, al conjuro de lo sensorial en sus diversas formas”[148]

La inmediatez fusional la describe el autor por medio de la narración en primera persona, un instrumento “didáctico” elaborado por Camus para resaltar la poca distancia entre el lector ‘y el personaje, manejo que hubiese sido difícil a través de la narración en tercera persona. A partir de esto Meursault transporta al lector a su propia visión del mundo y sus goces sensoriales que se hacen “tangibles” en su anclaje personal en el presente y es solo al final de la obra cuando Meursault rompe su frío caparazón y observa al mundo de otra forma.

Pero realmente el protagonista de la novela “se siente extranjero ante todas las realidades que no se dan del modo inmediato-sensorial es su modo peculiar de acceso al entorno”[149]. Por otro lado un factor que directa o indirectamente condiciona a Meursault es el de aparecer como extraño ante los ojos de algunos de los que lo rodean por ejemplo en el caso del juez y del capellán al tratarlo de persuadir acerca de que su mano en el momento de disparar fue “ extraña” a su autentico yo, cosa que de ninguna forma va aceptar, pues considera que estos dos personajes respondían a su convicción extraña a ellos mismos.


3.3.3.2 La Supuesta Inocencia De Meursault

El verdadero juego que trama nuestro protagonista es el de la “sinceridad”, es ese nivel objetivista con que es medido a lo largo de toda la narración cosa que por cierto no lo hace ver mas verdadero, es mas podríamos pensar que es una especie de cinismo disfrazado, porque en realidad como afirma López Quintas, el término de verdad utilizado por Camus es en realidad restringido. Por esto no es tan relevante pensar que Meursault “acepta morir por la verdad”, por el contrario, él al no observar la verdadera magnitud de sus palabras ha dejado de lado el alto valor de estas dentro de la sociedad, el mismo Meursault” adviene que. si apenas habla, es por no tener gran cosa que decir, incluso en el juicio, de modo análogo a como desea en pleno proceso retirarse a dormir porque en el fondo no alcanza a ver exactamente de qué se le acusa”[150].


3.3.3.3 Que Significa Meursault Para Camus


Para Camus (Meursault) es el hombre que ejemplifica el vivir en el plano infraambiental, en relación de pura inmediatez sin distancia .en resumidas cuentas como López Quintas comenta, puede afirmarse que es un símbolo negativo de la naturaleza humana o mejor aun representante de ello. Por otro lado añade que a Meursault le parecía absurdo el hecho de considerar todo tipo de lenguaje que aludiese a realidades metaobjetivas como la culpa el asesinato, “el pueblo francés” etc.



3.3.3.4 La Noción Y La Experiencia De Absurdo


Es necesario afirmar que Meursault no es bueno ni malo, ni moral. ni inmoral” pues como adviene Camus hace parte de una forma singular que el mismo denomina absurda. y así como la existencia absurda se encuentra más allá del bien y del mal en el reino de inocencia inquebrantable .esta notable “neutralidad” se encuentra plasmada en el marco de una existencia humana del sinsentido. Es más, Sartre considera que lo “absurdo” no es objeto de una simple noción, es revelado por una “iluminación desolada” que tiene lugar en la interacción del hombre con el mundo”[151]. Es en suma todo esto, el encuentro del hombre con una disminución o anulación de su capacidad creadora y paralelamente se presenta el sentimiento de extrañeza que el hombre siente a veces ante el entorno pende de su falta de creatividad. “Sartre, después de caracterizar a Meursault como un hombre lúcido; indiferente, taciturno, indolente, un poco difícil de entender plenamente, sugiere que poseía la “gracia del absurdo”[152].


3.3.3.5 El Predominio Del Presente Y Discontinuidad Narrativa.



Camus pretende mostrarnos a un personaje que orienta su vida dentro de un “túnel” donde adopta una postura no creadora frente a su entorno y sólo advierte lo sensible de la naturaleza de forma fusional inmediata y el autor llegó a ello a través del análisis del hombre que vive a nivel infraambiental. “la falta radical de creatividad decide la atenencia de Meursault a lo presente discontinuo y concretado, e inspira su repulsa de todo sentimiento continuo y semejante”[153]. Pero lo más importante de un escritor de lo absurdo radica no solo en la forma crítica en la que al parecer plasman su manera singular de pensar, cosa que por cieno no es tan acertada, es por tanto la forma menos inocente de, escribir, pero quizás la más ceñida a la ruptura personal del hombre.


3.3.3.6 Sentido Del Humor En Camus.


El efecto humorístico en “el extranjero” responde al sutil contraste entre la perspectiva objetivista que caracteriza a Meursault y a la perspectiva ambiental que orienta el proceder de los jueces.




















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CYBERGRAFÍA


Sitios Web

Sitios especializados en estética
http://vereda.saber.ula.ve/estetica/
http://vereda.hacer.ula.ve/museos/
http://vereda.hacer.ula.ve/historia_arte/


Museos
http://www.louvre.fr/espanol.htm
http://mv.vatican.va/4_ES/pages/MV_Home.html
http://www.mcu.es/museos/intro.jsp

[1] BAYER, Raymond. HISTORIA DE LA ESTÉTICA. México: F.C.E. 1986., p. 7
[2] Las necesidades de nuestra vida actual son tan imperativas, que el sentido de la vista se ha ido especializando cuidadosamente al servicio de ellas. Con una admirable economía, aprendemos a ver sólo lo necesario para lograr nuestros objetivos; pero lo que vemos es muy poca cosa, justo lo suficiente para reconocer e identificar cada objeto o persona; hecho esto, pasan a un compartimiento de nuestro catálogo mental y ya nunca más los vemos realmente. En la vida actual, la persona ordinaria sólo lee en realidad los rótulos, por decirlo así, de los objetos que la rodean, sin tomarse otra molestia. Casi todas las cosas que son útiles de algún modo, se ponen encima más o menos este casquete de invisibilidad. Sólo cuando un objeto existe en nuestras vidas sin más objetivo que el de ser visto, es cuando realmente lo contemplamos, como, por ejemplo, un adorno chino o una piedra preciosa; y hasta la persona más normal adopta para con él, en alguna medida, la actitud artística de pura contemplación abstraída de la necesidad (Roger Fry, Vision and Design, págs. 24-25).
[3] En los exámenes, por ejemplo.
[4] Esto último ocurre a menudo, y no es necesariamente indeseable, pero debería distinguirse cuidadosamente de la respuesta estética.

[5] Esto puede pasarles, sobre todo, a personas que nunca han contemplado estéticamente un objeto, sino sólo como vehículo de propaganda, ya sea moral, política o de cualquier otra índole.
[6] SAVATER , Fernando. “El escalofrío de la belleza”. En: Las preguntas de la vida. Barcelona: Ed. Ariel., p.236
[7] BAYER, Raymond. Op Cit., p. 315
[8] HEGEL, G.W.F. Estética, vol. I, I, I: “De la idea de lo bello en general”
[9] SHILLER, Federico. La educación estética del hombre. Buenos Aires: Col. Austral., 1943, pp. 86-88; 102-107.
[10] Aunque puede haber dramas de la vida real.
[11] Por ejemplo, quién cuidará de los hijos en un caso de divorcio.
[12] Cfr., SAVATER. Op. Cit., p. 224
[13] Internas a él, se entiende.
[14] Las externas a la obra de arte, se entiende.
[15] Como una sinfonía, sí sólo está acostumbrada a oír una melodía suelta.
[16] Ambigüedades de este tipo se advierten en el famoso artículo de Edward Bullough titulado «Psychical Distance», y hacen el término «dístancia» más confuso que útil, porque la misma palabra es empleada para designar diferentes tipos de actitud, que han de distinguirse cuidadosamente.
[17] . Monroe C. Beardsley, Aesthetics, cap. 1.
[18] Por ejemplo, la del ingeniero cuando trata de corregir la acústica del auditorio.

[19] Que constan de representaciones sensibles a la vista y al oído.
[20] T. E. Jessop, «The Definition of Beauty», PAS, vol. 33, 1932-1933, págs. 170-171.
[21] Imaginarias, pero sensibles, como en los sueños.
[22] Algunos dirían que sólo en las palabras en cuanto vehículos de sus significados.
[23] Los sentidos «inferiores».
[24] Nos referimos explícitamente a la memoria orgánica tal como lo proponen diversos autores, es decir, la memoria de los costados, de las rodillas, de los hombros, en fin, de las diferentes alcobas en las que ha dormido durante su vida, que cumple la función de estimulo y a la vez filtro para la evocación del mundo objetivo que conoció en la niñez. Cfr. RAMIREZ, Carlos. Literatura contemporánea. Bogota: Ed. El Buho., 1998. p. 53.
[25] PROUST, Marcel. Por el camino de Swann. Madrid: Ed. Alianza., 1966. p. 251.
[26] En el caso del vino, sin embargo, puede argüirse que ordinariamente no lo bebemos por estar sedientos, sino simplemente por el placer mismo de beberlo.
[27] J. O. Urmson, «What Makes a Situation Aesthetic?», PAS, Suppl., vol. 31, 1957.
[28] Es decir, una forma de percepción.
[29] George Dickie, «The Myth of the Aesthetic Attitude», American Philosophical Quarterly, vol. I, n. 1, 1964, Págs. 56-65.
[30] MARX, [Esbozo...], 1, cit., pág. 31.
[31] WICKHOFF, Arte romano, Berlín 1912, P. 100
[32] Leonardo da Vinci: Leonardo da Vinci: el pensador, el científico y el poeta, Jena 1906, P. 156.

[33] Es característico que las extremas filosofías de la desesperación pro pías de la edad moderna, desde Schopenhauer hasta Heidegger, consideren como una de sus principales tareas polémicas la lucha contra ese sentimiento de seguridad, contra su supuesta ceguera, limitación, contra la «decadencia» (Verfall) que según esos filósofos se manifiesta en ella.
[34] HEGEL, Escritos de política Y filosofía del derecho, Leipzig 1923, P. 428.

[35] HEGEL, Filosofía de la religión, cit., Band [vol.] XI, P. 313.
[36] KANT, Crítica del Juicio, § 42.
[37] GOETHE, [Teoría de los colores] [Parte didáctica], N° 797.
[38] Ibíd., núm. 843.
[39] Ibíd., núm. 917.
[40] Ibid., núm. 771.

[41] Baste remitir al excelente análisis de Riegl. Sobre el lugar de los vasos de Vafio en la historia del arte, en el que estudia la conformación del espacio y el realis­mo tal como se presentan en el relieve. Publicado en Artículos y ensayos., Augsburg-Wien, 1929, págs. 71 ss. El hecho de que Riegl esté en ese contexto muy lejos del problema de la génesis que aquí nos ocupa da aún más valor a la coincidencia en el análisis de los hechos.

[42]HOERNES, op. cit. P. 582 s.

[43] HEGEL. La razón en la historia, Leipzig: 1917, P. 75 y 77.
[44] Cfr. lo que dice Marx acerca de los efectos de la autoextrañación en la burguesía y en el proletariado, Werke [Obras], cit., Band [vol.] III, pág. 206.

[45] GORDON Childe, El hombre se hace a sí mismo, cit.,P. 72 y 73.
[46] SCHELTEMA, Op. cit., P. 72.
[47] Ibíd., P. 87.
[48] Ibíd., P. 101.
[49] Ibíd., P. 188.

[50] M. L. GOTHEIN, Historia de la jardinería, Jena 1926, Band [vol.] 1, pág. 7.

[51] ENGELS, Anti-Dühring, cit., P. 137.
[52] WOLFFLIN. El arte clásico, Manchen: 1904, P.P. 35 s.
[53] BERENSON, Pintura de la Italia central, München, 1925, P.P. 27 s.
[54] RIEGL, La industria artística romana tar­día, Wien 1927, P. 229.
[55] RIEGL, El retrato holandés de gru­pos, Wien 1931, vol, de texto, p. 209.

[56] WOLFFLIN, El arte clásico, cit., p. 257.

[57]ARISTOTELE5, Poética, cap. XXV.
[58] «Parteilichkeit» es el término traducido por «particidad». Es ya tra­dición verterlo por «partidismo», y el peso de ese uso —el deseo de no arriesgarse a confundir al lector con la traducción nueva de una voz que él ya conoce vertida de otro modo— nos impuso en anteriores traducciones de Lukács el término que ahora desechamos. Ya entonces indicamos que «par­ticidad» era traducción más exacta que «partidismo».
[59] Cfr. LUKACS, Georg. Tribuno popular o burócrata En: Marx y Engels como historiadores de la literatura, Berlín 1952, p.p. 141, 155.
[60] NIETZSCHE, El nacimiento de la tragedia. [Obras] , Leipzig 1895, Band [vol.] 1, p.p. 61 s.
[61] Ibíd., p.p. 73 y 75.

[62] MARX-ENGELS, La ideología alemana, [Obras], cit., V, pág. 26.

[63] Un caso dudoso es la obra hecha por animales, como el castor madre, que se incluiría en el arte si lo «hecho por el hombre» se extendiera a significar lo «hecho por seres que sienten», pero no en otro caso.
[64] O quizá para ambas cosas a la vez.

[65] Como I. A. Richards ha advertido, «deep withín a gloomy grot» suena muy parecido a «peep within a roomy cot».
[66] Obra del dramaturgo y crítico alemán del siglo XVIII Gottfried Lessing
[67] Por ejemplo, un hombre erguido que se parece a Julio César.
[68] Un clarinete no suena sino como un clarinete
[69] Es decir, el objeto fenoménico más que el objeto físico.
[70] A veces llamada unidad orgánica.
[71] El funcionamiento del estómago depende del funcionamiento del corazón, el hígado y otros órganos del cuerpo; y el mal funcionamiento de uno de ellos, implica también el mal funcionamiento de los otros.
[72] Por ejemplo, el catálogo de barcos en la Ilíada.
[73] Ver Catherine Lord, «Organic Unity Reconsidered», Journal of Aesthetics, vol.
[74] Piénsese en un cuadro de la Crucifixión.
[75] En un sentido que examinaremos luego.
[76] Por supuesto, puede ser considerada estéticamente y también como fuente de información histórica o biográfica.
[77] En este caso se está refiriendo primariamente a las artes visuales y excluyendo deliberadamente la literatura.
[78] Bell dice que algunas pinturas requieren cierto conocimiento de que la presentación bidimensional en un lienzo es la representación de la profundidad espacial no dada en el lienzo mismo.

[79] Si nos dicen que Prokofiev intentó hacer de su «Sinfonía Clásica» una parodia de las sinfonías clásicas, podemos disfrutarla mucho mejor; la indicación es útil habida cuenta de la fuente de donde procede.
[80] Aunque la denominación parece un tanto inadecuada, debido a que la propiedad en cuestión se distingue precisamente por el hecho de que no significa y, en consecuencia, no es significante de nada en absoluto.
[81] Que, según el formalismo, es un arte de tipo muy distinto y sólo mínimamente estético.
[82] [Tales personas] advierten en las formas de la obra aquellos hechos o ideas ante los que son capaces de sentir emoción, y sienten ante ellos las emociones que pueden sentir: las emociones ordinarias de la vida. Cuando se hallan ante un cuadro, instintivamente relacionan sus formas con el mundo de donde vienen. Consideran la forma creada como si fuese imitada, y un cuadro como si fuese una fotografía. En vez de introducirse en la corriente del arte, en el mundo nuevo de la experiencia estética, dan rápidamente la vuelta emprendiendo el camino de regreso al mundo de los intereses humanos. Para ellás, el significado de la obra de arte depende de lo que les aporta; nada nuevo viene a añadirse a sus vidas, sólo es removido el viejo material. Una buena obra de arte visual conduce, a quien es capaz de apreciarla fuera del marco vital, hacia el éxtasis; utilizar el arte como medio para sentir las emociones de la vida, equivale a utilizar un telescopio para leer el periódico (Clive Bell, Art, págs. 28-29).
[83] Que pueden hallarse abundantes en los diversos libros de crítica de arte escritos por Clive Bell y Roger Fry.
[84] Richard Strauss, por ejemplo, decía: «Yo trabajo fríamente, sin agitación, sin emoción incluso; hay que ser plenamente dueño de uno mismo para organizar ese cambiante, movido, fluido tablero de ajedrez que es la orquestación.»
[85] Como puede verse en el Liebestod del Tristán e Isolda de Wagner.
[86] Sin embargo, muchos pasaíes musicales parecen ser icónicos con más de un proceso psicológico, de suerte que no existe estricta correlación individual entre ellos: «Un largo crescendo, como en el Bolero de Ravel, puede significar una explosión de gozo o una explosión de ira» (Monroe C. Beardsley, Aesthetics, página 336).
[87] En los ejemplos musicales dados la semejanza era de una relación estructural entre procesos.

[88] Admitiendo que sea correcto describir una concepción de, la vida como «verdadera».
[89] Por ejemplo, una novela sobre la vida de Napoleón contiene sin duda muchas proposiciones verdaderas acerca de su vida.
[90] Cosmovisión
[91] Sobre todo, en el caso de Shakespeare.
[92] Como en la astronomía ptolemaica utilizada por Milton.
[93] Como en Lillíput y las demás falsedades geográficas de los Viajes de Gulliver.
[94] Incluso un drama histórico puede ser infiel a muchos datos de la historia, cuando consideraciones formales relacionadas con el desarrollo y el clímax lo exigen, como en el caso del Enrique IV de Shakespeare.
[95] Como en Dante versus Lucrecio, por ejemplo.
[96] I. e., el comportamiento de los seres humanos en el mundo exterior al arte.
[97] Cuando el yerno de Mussolini se entregaba a exaltaciones líricas en su descripción de la belleza de una bomba que explota entre una multitud de etíopes inermes, estaba llevando a su último extremo la concepción esteticista del arte.
[98] Por ejemplo, La Divina Comedia de Dante o El paraíso perdido de Milton.
[99] Como dice John Dewey en su Art as Experience, el arte enseña como enseñan los amigos y la vida: no con palabras, simplemente siendo.
[100] La defensa que Shelley hace de esta postura en su ensayo «A Defense of Poetry», sigue teniendo vigencia en nuestros días, «La imaginación --escribió Shelley-- es el gran instrumento de la bondad moral, y la poesía contribuye a este efecto actuando sobre las causas.»
[101] No necesariamente limitadas a las aristotélicas de la piedad el miedo.
[102] «Consciencia agudizada», era la expresión de Edith SitweIl para designar el efecto de la poesía.
[103] Algunas personas se sienten tan afectadas por la desnudez de una estatua, que no pueden contemplarla estéticamente; mientras otras no se distraen con eso en absoluto.
[104] Si uno contempla el Ulises de James Joyce como un todo complejo que es, los pasajes que algunos lectores encuentran escabrosos, resultan algo insignificantes; quedan perdidos en la unidad total de la obra de arte; hasta el punto de que el más severo crítico de la novela apenas podría afirmar que la obra, tomada en conjunto, sea moralmente censurable.

[105] Ver Jerorne Frank, «Obscenits, and the law», en Marvin Levich, ed., Aesthetics and tbe Philosophy of Criticism, pág. 418.

[106] Como lo es también el que una definición de «carretera» deba distinguir entre carreteras buenas y malas.
[107] Por ejemplo, a no haber distinguido entre las definiciones de arte y las opiniones del escritor sobre lo que constituye el buen arte.
[108] Naturalmente, pueden darse muchas otras artes en el futuro de las que hoy no tenemos la menor idea.
[109] Como nos preguntábamos al discutir la teoría del arte como expresión.
[110] Por ejemplo cuando un niño manifiesta su rabia pateando en la arena, ¿es esta arena un medio artístico?
[111] Cabría pensar que la música es la creación de algo, es decir, de una serie de relaciones tonales que jamás habían existido en ese orden antes que el compositor las crease.

[112] Hay dos clases de belleza: belleza libre (pulchritudo vaga) y belleza sólo adherente (pulchritudo adherens). La primera no presupone concepto alguno de lo que el objeto deba ser; la segunda presupone un concepto y la perfección del objeto según éste. Los modos de la primera llámense bellezas (en sí consistentes) de tal o cual cosa; la segunda es añadida, como adherente a su concepto (belleza condicionada), a objetos que están bajo el concepto de un fin particular… En el juicio de una belleza libre (según la mera forma), el juicio de gusto es puro. No hay presupuesto concepto alguno de un fin para el cual lo diverso del objeto dado deba servir y que éste, pues deba representar, y por lo cual la libertad de la imaginación, que por decirlo así, juega en la observación de la figura, vendría a ser sólo limitada.
Pero la belleza humana (y en esta especie, la de un hombre, una mujer, un niño), la belleza de un caballo, de un edificio (como iglesia, palacio, arsenal, quinta), presupone un concepto de fin que determina lo que deba ser la cosa; por lo tanto, un concepto de perfección. KANT, Emmanuel. “Belleza libre y belleza adherente”. En: Crítica del juicio, trad. de Manuel García Morente., Madrid: Ed. Vicente Jorro. 1914., p.p 18-19
[113] «Una bella pintura» suena bastante bien, pero no «una bella novela».
[114] Podemos, por ejemplo, considerar el Guernica de Picasso como una obra de gran valor estético; pero algunos de sus admiradores pueden pensar que no agrada a la vista, siendo la palabra «bella» demasiado pálida en este caso.

[115] SAVATER, Fernando. Las preguntas de la vida. Barcelona: Ed. Ariel., p. 230
[116] SANTAYANA, Jorge. Citado por Fernando Savater. En: Las preguntas de la vida. Barcelona: Ed. Ariel., p. 226
[117] Como el que les guste, les agrade, les provoque experiencias estéticas en respuesta a él, etc.

[118] La mayoría de los críticos de arte contemporáneos de El Greco no valoraron sus pinturas por encima de las de sus coetáneos; aunque hoy estamos seguros de que la obra de El Greco supera con mucho a la de aquéllos. ¿Qué prueba esto en torno a la obra de El Greco, sino que no fue debidamente valorada en su propia época?

[119] 1. KLOPSTOCK, Ideas acerca de la naturaleza de la poesía. Leipzig: 1830, Werke [Obras], Band [vol.] XVI, P. 36 s.
[120] LÉVY-BRUHL, Op. Cit., P. 34 s.

[121] El que en determinados casos la tendencia a un cumplimiento cismun­dano se apoye conscientemente en una ideología sentida a la vez como reli­giosa, pero discrepante de la religión dominante, muestra simplemente lo importante que es para problemas de esta naturaleza la teoría de la «conciencia falsa». Pero rebasaría el marco de esta obra el documentar el punto con análisis concretos, por ejemplo, del arte egipcio de El Amarna.
[122] BAADER, F. Escritos de filoso­fía social, Jena: 1925, P. 109.

[123] HEMSTERHUIS, cit., Band [vol.] 1, P. 19 - 14.
[124] Ibíd., P. 14.

[125] BACON. Progreso del saber. London: 1906, P. 250.
[126] CHERNICHEVSKI. Escritos filosóficos selectos, ed. Moscú 1953, P. 374.
[127] Ibíd., P. 569 s.
[128] Cfr. LUKACS, Georg. Aportaciones a la historia de la estética, México, Grijalbo, 1965, en el cual se discuten los fundamentos histórico-sociales de ésa su posición. La corrección teorética no se consigue hasta ponerse en el terreno del materialismo dialéctico, aun­que ya Aristóteles ha tenido completamente en claro que la adecuación de principio del objeto, del «mundo», al hombre en el arte contiene en sí la entera problemática dialéctica de la vida humana, del género humano; y aunque los puntos culminantes de la Ilustración, especialmente Diderot y Lessing, y, sobre todo, los del clasicismo alemán, como Goethe y Hegel, han aprendido otra vez claramente esa dialéctica, sin duda sin conocer su base social. Cfr. sobre este punto mis estudios sobre el Faust en Goethe y su tiempo, Berlin 1955, p. 186 ss.

[129] C. E. M. Joad.
[130] Por ejemplo, la tragedia «versus» la comedia.
[131] BEARDSLEY, Aesthetics, pág. 463.
[132] Esta concepción aparece extensamente defendida en el capítulo 10 de la Aesthetics de Beardsley.
[133] De modo genérico, ésta es la postura de John Dewey en su Arte como experiencia; pero Beardsley, en el capítulo 11 de su Aesthetics, la presenta con mayor agudeza y precisión.
[134] DEWEY, John. El arte como experiencia. México: F.C.E., 1949. p. 12.
[135] Beardsley, Aesthetics, pág. 532.
[136] LENIN. Cuadernos filosóficos. P. 124 s.

[137] Carta de Schiller a Goethe del 15-XII-1797.

[138] MANN, Thomas. Obras completasl. Berlin: 1955, Band [vol.l XII, P. 237.

[139] HEGEL, Enciclopedia, P. 139.s

[140] Ibíd., p. 140.
[141] PFROGNER. La música. Histo­ria de su interpretación, Freiburg-Münchefl: 1954, p. 301 s.


[142] ADORNO, T. W .Ensayo sobre Ricardo Wagner. Berlin y Frankfurt: 1952, p. 126 y 130.
[143] Tan resbaladizos son esos límites, y tan de transición, que Debussy ha podido recusar violentamente la Pastoral considerándola mala música de programa. Los músicos hablan de música, antología preparada por Josef Rufer, Darmstadt 1956, P.p. 135 s.
[144] STEINER, George. Pasión intacta: “Una lectura Contra Shakespeare” Bogotá: Editorial Norma., 1997. p. 82
[145] LÓPEZ QUINTÁS, A. La estética de la creatividad
[146] Ibíd., p. 16
[147] Ibíd., p.
[148] Ibíd., p. 424
[149] Ibíd., p. 425
[150] Ibíd., p. 427
[151] Ibíd., p. 432
[152] Ibíd., p. 435
[153] Ibíd., p. 439